Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 9

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La cena estaba alargándose más de lo habitual y la postura enhiesta exigida a los anirios encargados del servicio hacía que a Güido le doliera la espalda. Le hubiera gustado desprenderse del chaleco, los pantalones de franela y la camisa y estirar la espalda, pero se mantuvo firme. El señor Wellington era muy estricto en cuanto a protocolos de etiqueta se refería y cualquier mínima incorrección tenía consecuencias, así que Güido se armó de paciencia y se esforzó por distraerse viendo como la familia cenaba, conversaba y reía. Sentados en torno a la gran mesa del comedor se encontraban el señor y la señora Wellington, su hijo Viktor, su joven esposa y su pequeña, de apenas tres años de edad, y Mara.

Hacía ya tres días de su inesperado regreso y desde entonces la casa parecía haber recobrado la vitalidad que perdió la noche en la que asesinaron a la anterior señora. Para Güido aquello no eran buenas noticias. La presencia de Mara, de su risa y su alegría, complicaba lo que hacía solo una semana se antojaba algo sencillo. Sentirla, de nuevo, tan cerca, hacía daño. Avivaba unas emociones que empapaban miles de recuerdos: la muchacha correteando por la plantación a su zaga, su eterna sonrisa, las mil y una veces que se escapó de la casa para acudir a los cultivos a ayudar a los anirios, las mil y una noches que se escapó de la casa para dormir junto a él. Güido se esforzaba por empujar esos recuerdos al fondo de su memoria, donde pudieran ser encadenados, pero a cada palabra que oía surgir de los labios de ella, su cuerpo cedía.

La presencia de Mara no solo le afectaba a él. Al señor Wellington se le percibía incómodo cada vez que su hija rompía una de las estrictas reglas protocolarias. Danea, su joven mujer, apenas hablaba, aunque, al igual que a su marido, se la notaba molesta. Viktor actuaba con el desdén y la altivez acostumbrados. Su mujer, Neire, hablaba con Mara sobre su hija, la pequeña Aulyn, mientras la recién llegada jugueteaba con la niña ante la atenta mirada de su padre. En un brinquito, Aulyn puso una extraña expresión, estornudó, se rio y después vomitó sobre el vestido de Mara.

El bebé comenzó a llorar.

—Lo siento —dijo esta, azorada.

—No te preocupes. No es culpa tuya —respondió Neire—. Tiene muchos reflujos y vomita con facilidad.

—¿Y eso es normal?

—No, pero el médico dice que a algunos niños les ocurre. Desaparece con la edad —respondió Viktor—. Deberías limpiarte el vestido. ¡Güido, trae un paño húmedo!

Güido asintió y abandonó la estancia. Llegó a las cocinas, donde cuatro anirias se afanaban en limpiar cubertería, vajilla y demás utensilios de cocina y miró en derredor, buscando la figura de su madre.

—¿Qué quieres, Güido? —le preguntó una de las anirias. Una anciana a la que apenas le quedaba algo de pelo.

—¿Mi madre?

—Ha salido un segundo. ¿Qué querías?

—Mara… La señorita Wellington se ha manchado su vestido. Necesito un paño húmedo.

Una de las anirias cogió uno, lo humedeció y se lo tendió.

—¿A dónde ha ido mi madre? —preguntó.

—¡Y yo qué sé! —respondió la otra de mala gana—. Anda, corre y ve. Las manchas cuanto antes se froten mejor se van. Apúrate.

Güido emitió un gruñido y volvió al comedor. Le tendió el paño a Mara.

—Señorita.

—Gracias, Güido —contestó Mara de forma automática, sin siquiera percatarse de su presencia. Extendió un brazo, cogió el paño y empezó a frotarse la mancha.

Güido retrocedió dos pasos y volvió a formarse, recto y atento a las órdenes de sus amos.

—Es una lástima que Jules no haya podido venir —dijo Mara—. Me hubiera gustado verle.

Al oír aquel nombre, Güido levantó la cabeza y durante un segundo fijó su atención en la reacción del señor Wellington. Desde hacía algún tiempo, ese era un nombre que no se pronunciaba. Nadie lo había prohibido, pero el recuerdo de fuertes discusiones disuadía por sí mismo.

—Tú hermano… está muy ocupado —dijo el juez.

—Jules no es un gran admirador de los eventos familiares, todos lo sabemos —añadió Viktor—. Además, Mara, le verás mañana por la noche.

—¿Mañana por la noche?

—Es el Día de la Liberación. Todas las familias importantes acuden al baile del gobernador, ¿recuerdas?

—¡Oh, sí, claro! —recordó Mara—. La verdad es que se me había olvidado. En La Escuela no lo celebran.

—¿No? —se escandalizó Danea—. ¡Creí que se celebraba en toda Ylandra!

—Sería muy hipócrita para La Escuela celebrar la caída de Ciudad Gloria —intervino el señor Wellington—. Al fin y al cabo, ese día perdieron mucho.

Güido dejó de prestar atención a la conversación. Lo único que sabía él de la guerra era que había durado mucho y que los defensores de la república habían vencido, aunque la forma en la que lo consiguieron no había sido la correcta. Con esa información le parecía que ya sabía demasiado acerca de algo que, como anirio, poco le incumbía.

—Cariño, deberíamos irnos —dijo Neire en un momento en que la conversación comenzó a decaer.

—Tu mujer tiene razón —sentenció el señor Wellington—. Es tarde para la niña. Ordenaré que preparen la berlina.

El señor buscó la mirada de Güido y este volvió a salir disparado. Se dirigió a los establos y dio el aviso de que estuvieran preparados. Luego regresó a la escalinata principal, donde la familia se despedía.

—Aulyn está preciosa —dijo Mara viendo cómo el carruaje se alejaba.

—Es una niña débil —respondió el juez.

Mara se encogió de hombros, se giró y volvió a la casa. Su padre y su madrastra la siguieron. Güido cerraba la marcha. Antes de que pudiera cruzar el umbral de la puerta, su amo se giró.

—Güido, puedes retirarte.

—Sí, señor. Gracias, señor —dijo, viendo que la puerta se cerraba antes de que él pudiera terminar de hablar.

Anduvo hasta el destartalado chamizo que compartía con su madre y se encontró a Cazi allí, remendando unos pantalones.

—Madre —saludó.

—¿Qué tal, hijo? ¿Cómo ha ido la cena?

—Estupenda, como siempre —respondió sin demasiado entusiasmo—. Fui a las cocinas y no estabas.

—Lo sé. Tenía algo que hacer.

Cazi dejó los pantalones a un lado con delicadeza, se levantó y abrió uno de los cajones. De allí extrajo un objeto envuelto en hojas de roble. Se lo tendió a su hijo, sonriéndole con cariño.

—¿Qué es eso? —interrogó, agarrando el objeto.

—Tu regalo.

—¿Mi qué?

—¿No sabes qué día es hoy, hijo?

Güido reflexionó unos segundos y echó cuentas.

—Es mi día del nombre.

—Así es. ¿De verdad no te acordabas?

Güido se llevó una mano a la cabeza y se la rascó.

—Últimamente tengo muchas cosas en las que pensar —comentó, antes de centrarse en su regalo. Lo abrió, tratando de no destrozar el envoltorio, y descubrió un libro con una cuidada encuadernación—. Las andanzas del pícaro Josué —leyó—. ¿De dónde has sacado esto?

—¿Acaso importa? —respondió Cazi.

En cierto sentido sí que importaba. Los esclavos tenían prohibido leer o, en su caso, ser el propietario de cualquier documento escrito. La mayoría de los amos estaban convencidos de que ningún anirio sabía leer. Algunos, incluso, defendían la tesis de que solo una parte insignificante de ellos tenían la capacidad cognitiva suficiente para aprender a leer o escribir, aunque no por eso eran más transigentes a la hora de castigar la infracción de la norma. Eso significaba que, para una aniria como su madre, conseguir un libro era harto complicado y también peligroso.

—¿De dónde lo has sacado, madre? —insistió Güido.

—Eso no te importa —replicó—. ¿Te gusta?

—Sí, claro, pero… podría ser peligroso. Creo que deberías devolverlo. Si el amo se entera de que tenemos esto aquí… —dijo devolviéndole el tomo.

Cazi lo cogió, lo miró y le golpeó a su hijo con él en la cabeza.

—Coge el maldito libro, Güido —le ordenó—. Lo lees, lo escondes y aquí no ha pasado nada. Tampoco es que vaya a ser la primera vez que tengas uno en tu cuarto.

Su madre tenía razón, aunque al mismo tiempo estaba equivocada. Güido había aprendido a leer a la tierna edad de cinco años, época en la que muchos textos habían pasado por sus manos, pero eran tiempos muy diferentes. En primer lugar, el señor Wellington se ausentaba durante semanas, dificultando el descubrimiento de la transgresión. En segundo lugar, la persona que solía encargarse de la disciplina era su mujer, la madre de Mara, y Güido dudaba de que ella se hubiera enfadado por encontrar un libro entre sus manos. Por último, la persona que le daba los libros era la misma que le había enseñado a leerlos y Mara hubiera hecho todo lo posible por encubrirle. Ahora ya no estaba tan seguro de eso. Durante los últimos años solo había habido una certeza en su vida. No se podía confiar en los irios. El libro que acababa de regalarle su madre suponía una amenaza.

—De veras, madre…

—Güido, no me obligues a azotarte, porque ten por seguro que lo haré. Es tu día del nombre y me ha costado mucho encontrar esto, así que dame las gracias, entra a tu cuarto y no vuelvas a mencionarlo.

Güido asintió, abrazó a su madre, le plantó un fuerte beso en la mejilla y le dio las gracias. Leyó durante unos minutos, a solas en su cuarto, a la luz de una parpadeante vela, hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta de la caseta. Guardó el libro bajo el colchón y permaneció a la espera.

—Mara, cariño, ¿qué haces aquí? —oyó decir a su madre.

—Hola, Cazi. ¿Puedo pasar?

Güido escuchó unos pasos y luego el sonido de la puerta al cerrarse.

—¿Necesitabas algo, cariño?

—No es nada, Cazi. Solo que no recordaba que mañana era el Día de la Liberación —dijo.

—¡Oh, claro, entiendo!

—¿Está aquí? —preguntó Mara.

Güido ya se había levantado y abierto la puerta.

—Buenas noches, señorita Wellington —saludó desde el umbral, con la cabeza caída hacia delante en un gesto de completa sumisión.

—Hola, Güido. ¿Te importa que hablemos? —preguntó.

—Lo que usted quiera, señorita.

El silencio se paseó por la estrecha sala, susurrando taciturnas y tristes palabras.

—Será mejor que os deje a solas —decidió Cazi.

—No, no, por favor —dijo Mara—. No quiero echarte de tu casa. Preferiría que Güido y yo diéramos un paseo, si a él no le importa.

—Claro —respondió Güido. Las palabras surgidas de la garganta de un autómata carente de voluntad.

Salieron de la caseta y Mara puso rumbo hacia la arboleda que delimitaba los terrenos de la plantación. Durante todo el trayecto ninguno de los dos dijo nada. Solo caminaron, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Al internarse en el bosque, Güido no pudo aguantar más.

—¿Podría decirme a dónde vamos, señorita? —preguntó.

Mara paró en seco, con la cabeza ladeada de forma que el pelo tapaba su rostro. Güido también se detuvo, a escasos metros de ella.

—¿Cuándo me he convertido en la señorita Wellington, Güido? —cuestionó—. ¿Cuándo dejé de ser simplemente Mara?

Entonces volvió su rostro. Había cólera en sus ojos.

—Lo siento, señorita —respondió Güido, apretando las mandíbulas.

—Está bien —dijo Mara y echó a andar—. ¿Vienes?

Güido la siguió durante unos minutos, unos pasos por detrás del caminar seguro de Mara. Se internaron en un bosquecillo poblado de encinas, se acercaron a uno de los árboles y se detuvieron.

—Yo no me he olvidado, Güido —comentó—. ¿Tú sí?

Güido alzó la cabeza y la giró hacia su izquierda. Sobre el tronco de una enorme encina alguien había tallado unas letras con la ayuda de una navaja. Eran una M y una G, rodeadas de un círculo. Güido recordó el momento exacto en el que lo hizo, hacía algo más de siete años.

—¿Recuerdas lo que significa? —preguntó Mara. Güido asintió—. ¿Y qué significa, Güido?

—Éramos críos —musitó sin apenas mover los labios.

—¿Qué significa?

Güido suspiró.

—Que siempre seríamos amigos —respondió.

—¿Y qué ha pasado? ¿¡Señorita Wellington!? ¿En serio? Hemos sido amigos toda la vida. Más que amigos. Aprendimos a correr juntos, a leer juntos. ¡Por Daxal, mi nombre fue la primera palabra que pronunciaste! ¡Y la mía fue Cazi! Antes que mamá o papá, dije el nombre de tu madre. Tú y yo nunca nos tratamos así —alegó—. ¿Por qué ahora sí?

Güido apretó los puños, luego los dientes, el corazón y el alma, hasta que sintió que los ojos se le anegaban de lágrimas.

—¡Porque soy tu esclavo, Mara! ¡Eres mi dueña! No podemos ser amigos porque solo soy una propiedad.

—Eso no son más que… —discutió Mara, bajando el tono a casi un susurro.

—No, no lo son.

Mara negó y señaló la inscripción del tronco del árbol.

—¿Entonces era mentira? ¿Mentiste cuando escribiste esto?

—¡No! —protestó—. Tú te ibas. Cuando lo escribí… Pero en siete años las cosas cambian mucho y ahora… —dudó, pero no se frenó—. Ahora soy tu esclavo y tú eres mi ama.

Los hombros de Mara cayeron hacia delante y al momento su cabeza empezó a dar sacudidas de arriba abajo.

—Está bien —dijo Mara—. Ese es el problema. De acuerdo. Haremos un trato. Te prometo que haré que te den la libertad. A ti y a tu madre. A los dos.

El interior de Güido se agitó al oír aquello. La libertad. Era el sueño de todo anirio esclavizado. Era mucho más que eso. Era algo tan grande que ningún anirio se atrevía a hablar de ello o siquiera pensarlo.

—El señor nunca nos liberará.

—El señor es mi padre, Güido. Puede ser testarudo e irascible a veces, pero no es una mala persona. Encontraré la forma de conseguirlo, créeme.

Güido no la creía y no confiaba en que nadie pudiera hacer cambiar de parecer a su amo. Por otra parte, estaban hablando de libertad.

—Está bien —se rindió, tras un momento de vacilación, sintiendo cómo se agarraba a un clavo ardiendo, pero exhausto por tratar de contener sus emociones—. Acepto el trato.

Mara sonrió.

—Pero me tienes que prometer algo —pidió—. Desde hoy me tratarás como lo que soy. Una amiga.

—Una amiga —repitió y después, escondiendo su mirada entre su vergüenza, añadió—: Te he echado de menos.

Mara se acercó y le envolvió en un abrazo. Güido se lo devolvió y sintió por primera vez cuánto habían cambiado sus cuerpos. La recordaba incluso más alta que él, pero ahora la cabeza se apoyaba sobre su pecho. Era liviana y frágil.

Al separarse del abrazo, ambos se quedaron callados y sonrientes.

—Debería regresar —dijo Güido—. ¿Te importa?

Cuando salieron de entre los árboles, la luz de un millar de estrellas les acunó, bañando sus rostros. Güido tenía la piel paliducha y el pelo castaño y era de los anirios más enjutos de la plantación, gracias en parte a que sus labores siempre se habían circunscrito a los quehaceres de la casa. Nada de tratar con bestias. Nada de recoger cultivos. Era más bien feo, con algún que otro grano en el rostro. La adolescencia no le estaba tratando bien. Sus ojos eran como los de cualquier otro anirio puro. En el centro del ojo la pupila y en el resto un baño lechoso roto solo por algunos nervios enrojecidos.

—Oye, ¿es cierto que en La Escuela algunos maestros son anirios? —preguntó.

—Y no solo algunos. Más o menos la mitad de los maestros son anirios.

—¿Cómo es?

Mara levantó la vista hacia las estrellas, evocó sus recuerdos y se perdió en ellos. Sonrió.

—Es un lugar maravilloso. Está en el norte del país y todo el terreno está rodeado de altas montañas hasta el mar. No hay forma de llegar hasta la costa si estás dentro, porque vayas a donde vayas siempre hay montañas. La única forma de entrar es por la capital, Lanti’s Cloe, o por el valle de Caldaso. La capital es una ciudad enorme, casi tan grande como Viendavales. Hay un gran lago de agua cristalina, ríos, campos para pastar, antiguas cuevas. Y aunque está en el norte apenas hace frío. Las montañas detienen el viento y hacen que el clima sea agradable durante todo el año. Es un lugar mágico.

—¿Y por qué no vuelves? —preguntó Güido.

—¿Cómo sabes que no voy a volver? —Güido se encogió de hombros y Mara le sonrió—. No lo sé. Creo que no está hecho para mí. Durante estos años mi vida ha consistido en dos cosas. Estudiar y entrenar. Estudiaba durante ocho horas y entrenaba otras seis. El resto del tiempo que te queda lo dedicas a comer y a dormir. Es demasiado. No me arrepiento de haber ido. He aprendido muchísimo sobre muchísimas cosas, pero ahora quiero estar aquí. Con mi familia. Con Cazi y… contigo.

Se aproximaron al chamizo y se despidieron, deseándose las buenas noches. Mara echó a andar hacia la casa, pero antes de haber dado el tercer paso, se giró.

—¡Qué tonta! Casi se me olvida —dijo—. Tienes que perdonarme. De pequeña siempre me acordaba por el Día de la Liberación y hasta que no lo han dicho hoy en la cena no he caído. Feliz día del nombre, Güido —felicitó sonriendo, al tiempo que sacaba algo del bolsillo y se lo entregaba.

Era una esfera de vidrio ennegrecido, del tamaño de un puño. Dentro, aunque no se apreciaba bien, parecía haber un líquido espeso.

—Gracias —expresó Güido sorprendido a la par que extrañado.

—¡Agítalo! —propuso Mara, sonriente—. Solo una vez, con delicadeza.

Güido obedeció y la esfera comenzó a emitir una débil luz azulada.

—¡Es un iluminador! —anunció Mara triunfante.

—¿Un qué?

—¡Un iluminador! —repitió—. Un invento alquimista. Lo compré en una tienda de objetos raros en Lanti’s Cloe. Cuanto más lo agites más brillará. El vidrio es muy resistente, así que no hay riesgo de que se te rompa. Agítala un poco más.

Güido movió el objeto de arriba abajo y este comenzó a brillar más y más.

—¿Lo ves? Ahora sóplale.

Al hacerlo, la luz fue perdiendo intensidad hasta desaparecer.

—¡Es… alucinante! —se asombró Güido completamente absorto en la esfera.

—¿Te gusta?

—¡Es increíble! ¡Esto es pura magia!

—Más o menos. Es alquimia. Me alegro de que te guste. Feliz día del nombre.

Se dio la vuelta y se marchó, dejando un rastro de alegrías a su paso. Solo cuando se hubo alejado varios metros pudo Güido salir de su ensimismamiento.

—Buenas noches —susurró.

Se quedó allí plantado, vigilando los pasos de su amiga, feliz por volver a tenerla en su vida e incapaz de recordar por qué aquello no era algo bueno. Entonces una voz le devolvió a la realidad.

—¡Güido! ¿Vienes o qué? ¡Llegaremos tarde!

Procedía de un fardo de paja tras el que se escondía otro anirio. Güido echó una última ojeada en la dirección en la que Mara se había marchado y se guardó su regalo en el bolsillo. Luego siguió a su compañero.

—¿Qué estabas haciendo? —le preguntó Coco.

—Nada.

—¿Esa era la señorita Wellington?

—Sí. Tenía algo que decirme.

—¿Sí? ¿Qué?

—¿Qué te importa? —bufó hastiado de tanta pregunta—. Acelera, anda. Que no llegamos.

Caminaron hasta llegar al granero, lo rodearon y se encontraron con un grupo de unos treinta anirios, todos ellos esclavos de la plantación. La mayoría de los congregados eran chicos jóvenes, algo mayores que Güido, aunque también había un chico de dieciséis años y un par de ancianos. Uno de ellos pidió al resto silencio y se dispuso a hablar.

—No tenemos mucho tiempo, así que hablaré rápido. Todo está preparado para mañana. A las tres de la madrugada atacaremos la plantación. Una hora antes os daremos las armas que hayamos podido reunir. Hemos intentado conseguir pistolas, arcabuces y mosquetes, pero no ha sido posible. Casi mejor. Esas armas son demasiado ruidosas. Os proveeremos de espadas, pero no tenemos suficientes para todos, así que cogedlas solo los que penséis que podréis manejar una. El resto haceos con martillos, rastrillos, cuchillos, antorchas o lo que podáis. Troto y otros veinte se dirigirán primero al pabellón de guardias y capataces y el resto irán a la casa —explicó el anciano señalando a un anirio fuerte y con cara de pocos amigos—. ¿Alguna duda?

Los treinta anirios permanecieron callados, salvo uno.

—Deberíamos esperar —repuso Güido.

Un murmullo se extendió entre los asistentes. Algunos preguntaban qué había dicho, otros quién lo había dicho. Independientemente de ello, nadie parecía acoger las palabras con cariño.

—¿Qué dices, hijo? —preguntó el anciano.

Los que estaban a su lado se apartaron de Güido. El resto se giró y decenas de ojos le atravesaron

—Dice que no hay espadas suficientes para todos y que solo las cojan los que sepan usarlas. Ninguno sabemos usar una espada. No he cogido una en toda mi vida y dudo que alguno de vosotros lo haya hecho. Deberíamos esperar. Entrenar antes con ellas.

—No podemos esperar —replicó el anciano—. Mañana es el Día de la Liberación. Los capataces y los guardias estarán de celebración. Comerán y beberán hasta caer rendidos. Es nuestra mejor oportunidad. Acabaremos con ellos en sus camas.

—¿Y si alguno está despierto? ¿Y si nos ven y dan la alarma?

—Aunque lo hagan seremos muchos más y estaremos bien armados —dijo el anciano—. Güido, ¿qué ocurre? ¿A qué vienen todas estas dudas?

—Es por su amiguita. La señorita Wellington —intervino una desagradable voz a su derecha.

Güido se volvió hacia aquella voz y le señaló con un dedo tenso.

—Mara no tiene nada que ver.

—¿No? ¡Venga ya!

—Es verdad —apostilló Coco—. Antes los he visto hablando.

El anciano se puso de pronto en pie.

—Güido —recalcó en un tono reprobatorio que exudaba ansiedad—. Ella no sabe nada, ¿verdad?

—¡Claro que no! Pero es cierto. Ella no se merece que le hagamos esto. Siempre nos ha tratado bien. No es justo lo que le va a pasar. Deberíamos esperar y pensarlo mejor.

Todos volvieron a quedarse en silencio y Güido percibió el nulo apoyo con el que contaba. Cada uno de sus compañeros le transmitía decepción y también rabia.

—Tampoco fue justo lo que le ocurrió al hermano de Josú, ni al hijo de Ascar. A ambos los mataron por nada, Güido. Y sabes bien que no son los únicos. Puede que esa jovencita no se merezca lo que le va a pasar o puede que sí. Pero no por ello vamos a abandonarlo todo. Además, no somos la única plantación que atacará mañana. Otras cinco granjas y plantaciones lo harán al mismo tiempo. Y, cuando se enteren, muchos de nuestros hermanos nos seguirán. Esta es nuestra oportunidad y no la dejaremos marchar.

Esa noche, recostado en su cama e incapaz de dejarse llevar por el sueño, Güido rompió a llorar.

Ylandra. Tiempo de osadía

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