Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 8
ОглавлениеLa dichosa brújula señalaba el Norte. Durante doce años había señalado el Norte, para desesperación de Siara. ¿Por qué, en nombre de Daxal, no funcionaba? La fórmula era correcta. La interacción entre los diferentes potenciales alquímicos —los relativos a la materia y al propio alquimista— debería haber conseguido que aquel estúpido instrumento indicara la dirección correcta, pero no lo hacía. En lugar de eso, apuntaba hacia el Norte.
—Ya sé dónde está el Norte, estúpida brújula inútil —masculló Siara entre dientes.
Lo había intentado añadiendo otros elementos, inscribiendo runas y mezclando diferentes estados emocionales sin que aquello diera resultado alguno. Podría haberse rendido hacía años, pero se negaba a hacerlo. Abandonar era sinónimo de perderle o, peor aún, de aceptar que, como creía todo el mundo, estaba muerto. Siara se negaba a creer que aquello fuera cierto.
Agarró el artilugio y lo apretó en su puño. Quería lanzarlo y destrozarlo, encontrar la fuerza y el tesón para abandonar toda esperanza, pero en su lugar volvió a guardarlo entre los pliegues de un pañuelo de seda. Desesperada, frustrada e impotente, sintió cómo una lágrima se precipitaba desde sus ojos. La capturó con la punta del dedo índice, sintió la violenta vibración de la materia e introdujo la lágrima en un pequeño frasco cilíndrico sin advertir las explosivas características alquímicas de los elementos que estaba a punto de mezclar. En cuanto la pequeña gota salada tocó la miel, una gran llamarada salió disparada hacia el techo. Siara se apartó, dejando que el frasco cayera al suelo y provocara un pequeño incendio.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Corrió a por una jarra de agua, regresó al lugar del incendio y se detuvo un segundo antes de lanzar el líquido. ¿De dónde había salido esa agua? ¿Puede que fuera agua de lluvia? ¿Agua del río? ¿Del lago? ¿Del pozo? Introdujo la mano en el líquido y cerró los ojos, concentrándose en las vibraciones de las moléculas. Sí, parecía ser agua del pozo. Entonces volcó la jarra y el fuego se extinguió. Exhausta, Siara se desplomó sobre una silla. A punto había estado de incendiar el laboratorio y todo por no ser meticulosa.
Decidió dejar la alquimia para otro momento. Emociones violentas desencadenaban reacciones violentas y con el incendio Siara se sentía ya saciada.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —dijo una voz afable desde la entrada del laboratorio.
Siara se giró e hizo un aspaviento con las manos.
—¿Cómo está, director?
—Mejor que tú, según veo —observó sonriendo—. ¿Se te ha quemado algo?
—Algo —admitió Siara—. No te preocupes.
—No lo hago. ¿Puedo pasar?
El director Kremy avanzó, rodeando un mostrador repleto de objetos extraños. Recogió los pliegues de su capa celeste al pasar por encima de la tarima incendiada y buscó un lugar donde sentarse. Una queja fue emitida mientras lo hacía, indicio de los achaques característicos de una edad avanzada.
—He traído pastelitos de mantequilla. ¿Has desayunado?
—¿Son de la panadería de Anto?
El director asintió y le tendió uno de ellos, envuelto en una tela suave. Siara le dio las gracias y se lo llevó a la boca.
—Las manos de ese chico deben de ser mágicas, te lo juro —dijo con la boca llena.
Comieron en silencio, disfrutando de los aromas y del sabor. Al terminar, Siara se llevó los dedos a la boca y se limpió el glaseado, aún cerrados los ojos. Para cuando volvió a abrirlos, su mirada había cambiado.
—Cuéntame.
—¿Has oído lo del aspirante que entró en las habitaciones del maestro Kolvak?
—Sí. Lo oí hace un par de días, el año pasado, el anterior y también el anterior a ese. Si lo que quieres es convencerme de que has venido a cotillear sobre las pésimas ideas de algunos aspirantes, te tendrías que haber ahorrado el desayuno. Los aspirantes investigan sobre la vida de sus potenciales mentores. Ninguno desea quedarse sin padrino. Ya ocurría cuando yo estudiaba. Yo misma lo hice. Todos lo hacen —dijo sin apartar su mirada inquisitiva del director—. Así pues, Kremy, ¿por qué estás aquí?
El director apretó los dientes.
—¿Lo ves?
—¿Qué tengo que ver?
—Eso es lo que hace que el resto del mundo se aleje de ti. Todo ese sarcasmo, la desconfianza y el humor de perros.
—¡El gran maestro mentalista! ¿Es necesario estudiar mucho para deducir que un humor de perros aleja a las personas?
El director se echó a reír. Trató de ocultarlo tapándose la boca con las manos, pero el sonido las atravesó. Se quitó los anteojos y se frotó los párpados.
—Con lo divertida que podrías ser, Siara. Es una pena.
—Lo es. ¿Me dices ya qué quieres?
—Sí. —El director sofocó el último rastro de sonrisa—. He venido a pedirte que seas la nueva profesora de Alquimia. También me gustaría que este año aceptaras tutorizar a algún aspirante, para variar.
Siara apretó sus gruesos labios y los movió a un lado y al otro.
—Gracias, pero no.
—Eres una cobarde.
—Y tú un viejo inútil.
—Es verdad. Ambas cosas lo son, pero solo una tiene remedio. ¿Qué problema tienes en hacerlo, Siara?
—¿Por qué necesitas que lo haga yo? Ya tienes un profesor y no hay tantos aspirantes a alquimistas como para necesitar otro. ¿Cuántos alumnos van a la clase de Jubén? ¿Seis? No me necesitas. Tema zanjado.
El director suspiró. Siara sintió el juicio expresado en su mirada y un atisbo de culpabilidad nació en su interior.
—Ese es justo el problema que me preocupa, maestra alquimista. Ese bendito número. ¿Seis alumnos? ¡Por Daxal, es ridículo! Antaño la alquimia era una de las artes más perseguidas. Muy pocos se convertían en maestros, pero muchos lo intentaban. Hoy en día, en esta villa tenemos seis aspirantes, de los cuales, ¿cuántos, uno se convertirá en maestro? ¿Dos, si tenemos suerte? Es un desastre, y no creo que en las otras villas la situación sea mucho mejor.
—¿Y qué culpa tengo yo de que los aprendices quieran dedicarse a artes mucho más mundanas, como la que esa capa representa? —protestó Siara mientras señalaba a la capa celeste que vestía el director—. Hoy en día los jóvenes no quieren vestir el gris. Les aburre. Son el fiel reflejo de en qué se está convirtiendo esta escuela. En algo ridículo.
—Siara…
—¿Qué, director? Lleva catorce años siendo algo ridículo.
—Está bien —se rindió—. ¿Podemos dejar la política a un lado, por una vez?
Siara estuvo a punto de reprocharle que no era de política de lo que hablaba, sino de algo mucho más profundo. De traición e hipocresía. De engaños. Pero se mordió la lengua. La mañana no había empezado bien y no quería continuar estropeándola.
—Además, ¿qué te hace pensar que la situación mejoraría si yo fuese profesora?
—Bueno, muchos alumnos se sentirían más atraídos hacia una clase que no estuviera impartida por un anciano como Jubén. Al fin y al cabo, sigues siendo una belleza.
Siara le atravesó con la mirada.
—Y tú eres un viejo impertinente.
—Sí, cosas de la edad. Cuando pases los sesenta, si quieres, volvemos a comentarlo.
—Eso dependerá. Para serte sincera, no creo que vivas tanto.
—¡Y ahí está otra vez! ¡La encantadora Siara Roscharch!
—Vete al infierno.
—Sí, ahora. Pero antes tengo que lograr convencerte. Probaré con la verdad, entonces.
Siara fingió estar indignada:
—¿Significa eso que no soy una belleza?
—Lo serías, si quisieras —señaló el director, serio y apenado—. Pero parece que también en eso has claudicado.
Siara había sido la maestra más joven en vestir el gris desde hacía décadas, y el director aún recordaba a esa muchacha de piel oscura y oscuros ojos por la que muchos hombres perdían la cabeza. Era una chica menuda, con la nariz fina y unos labios carnosos. Orgullosa de su feminidad, más inteligente que ninguno de los patanes que, como moscas molestas, rondaban a su alrededor. La mujer en la que se había convertido, sin embargo, lucía desgreñada, cansada, con bolsas en los ojos. Su capa, que antes ondeaba a su paso dejando ver una figura bien cuidada, ahora lucía vieja y sucia, con remiendos mal colocados aquí y allá.
—Lo cierto, Siara —continuó el director—, es que eres una gran alquimista. Cualquier aspirante a tu cargo sería muy afortunado. No deseo privar de eso a esta escuela.
Siara detuvo su mente y se centró en las palabras del director. La maestría, la pertenencia a La Escuela, tenía un precio. Un precio más alto que ningún otro, pues te arrebataba la vida y la ponía a su servicio. Desde el primer momento. Desde que te colocaban la primera capa blanca tu vida dejaba de pertenecerte. Si lo que decía el profesor era cierto, Siara no podría rechazar la oferta. Si sus habilidades podían servir de algo a La Escuela, debía dárselas, pues eran suyas.
—Nadie querrá que yo sea su tutor —siseó Siara con tono lastimero.
—Eso no lo sabes.
—Claro que lo sé. Los alumnos investigan a sus posibles mentores antes de decidir. ¿Cuánto tiempo tardarán en descubrir quién fue mi marido? Y cuando lo hagan, ¿quién querrá…?
—¡Jamás creí que fueras tan ingenua!
—No lo soy. Sabes bien todo lo que se ha dicho sobre mí durante estos años. Nada va a cambiar eso.
—Llevo ya bastante tiempo sin escuchar nada, la verdad. A la gente se le olvidan estas cosas, pero tienes razón. Los alumnos escucharán esas historias y ¿qué? Creo que los subestimas.
—¿Eso crees?
—Sí, y dado que soy maestro mentalista deberías escucharme. No hay nada que incendie más rápido las mentes de las personas que un jugoso chisme. Estoy seguro de que esos chicos escucharán las historias y también sé que querrán conocer a su protagonista. Irán a clase solo para oírte hablar. Solo para verte.
—¡Qué gran logro! —bufó Siara.
—Y una vez estén allí te conocerán. Y entonces se olvidarán de esas estúpidas historias y tendrás la oportunidad de moldear a los futuros alquimistas. ¿Eso te parece mejor?
—Creo que sí —respondió a regañadientes.
—¿Qué me dices, maestra alquimista? ¿Aceptas ser la nueva profesora de Alquimia?
Siara, con gesto mohíno y pensamientos timoratos, asintió.