Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 15
ОглавлениеTumbada en la cama y tapada con suaves sábanas de seda, Mara se dio la vuelta. Agarró la almohada y la acomodó bajo su cabeza. Un rato después se quitó una de las capas y sacó una pierna al exterior. Sintió cómo se aliviaba el calor, pero al cabo de unos minutos empezó a sentir frío y volvió a cubrirse. Giró su cuerpo hasta estar boca arriba y abrió los ojos, desesperada. Era la quinta noche consecutiva que no conseguía pegar ojo.
En La Escuela había adorado y casi venerado el momento de llegar a la cama, cerrar los ojos y dejarse llevar, pero desde su llegada a Viendavales y sin importar qué hiciera, no conseguía dormir. Le faltaba actividad, estimulación física y mental, necesitaba cansar sus músculos y su mente. Durante esos días en casa su actividad más exigente había sido pasear con la mujer de su padre por los terrenos de la plantación.
A Mara le costaba admitirlo, pero estaba hastiada de Viendavales. Su padre era una persona mucho peor de lo que recordaba, su mujer era un ser insulso, su hermana Eyra se había marchado, Viktor estaba empeñado en convertirse en su padre y Jules, aunque ingenioso y divertido, parecía llevar una vida muy alejada de la familia. Incluso Güido se comportaba de forma extraña, aun con la conversación de la noche anterior. La única persona que lograba dibujarle una sonrisa sincera todos los días era Cazi. La dulce Cazi. Mara sonrió al rememorar su ternura y entonces sonaron las tres campanadas, indicadoras de la hora de los dioses.
Se dijo a sí misma que ya bastaba de pensamientos agoreros y volvió a cerrar los ojos, con la intención de alcanzar el sueño. A punto de conseguirlo, a lo lejos, unos perros empezaron a ladrar. Abrió los ojos y gruñó.
—¿Y ahora qué?
Los perros continuaron ladrando y el tañido de una campana la alertó. Oyó gritos lejanos.
—¿Adónde vais, ciegos? —oyó decir a uno de los hombres que hacía guardia cerca de la casa—. ¡Alto ahí! ¡Qué demonios!
Mara se levantó de la cama y trató de mirar por la ventana, sin lograr ver nada. Oyó a su padre avanzando por el pasillo y salió a ver qué ocurría.
—¿Padre?
Caminaba descalzo y en pijama. Y blandía una larga espada.
—Vuelve a tu cuarto y cierra la puerta.
—¿Qué está pasando?
Su padre llegó al final del pasillo, se asomó por la barandilla y comenzó a descender por las escaleras que bajaban a su izquierda.
Mara, desoyendo la orden, le siguió, aunque se detuvo en la barandilla, desde donde podía ver el vestíbulo principal.
De fuera de la casa llegaron unos gritos, justo antes de que la puerta se abriera, entrara un hombre apresurado y volviera a cerrarse.
—Marlo, ¿qué demonios ocurre? —preguntó el juez.
—Esos anirios, señor.
—¿Cuántos?
—Diez, más o menos. Tienen espadas.
—¿De dónde han sacado…? —Se interrumpió—. No importa. ¿Han podido mandar a alguien a dar aviso?
—No, señor.
Choques de espadas se hicieron eco en el exterior.
—De acuerdo, Marlo. Si consiguen entrar les haremos frente aquí.
Ambos hombres se miraron y asintieron.
Mara observaba incrédula mientras los ecos de la lucha de fuera anunciaban la llegada de la muerte.
Danea apareció de pronto al lado de Mara, vestida con un deshabillé de seda similar al que ella misma lucía.
—¿Qué ocurre, Deian? —gritó a su marido.
El juez se giró y vio a ambas asomadas por la barandilla.
—¡Por Daxal! ¡Volved a vuestros cuartos y cerrad las puertas! ¡Maldita sea!
Los ruidos procedentes de la batalla exterior cesaron de golpe, precedidos de una agonía sofocada. Al segundo, algo arremetió contra la puerta, haciendo temblar goznes y bisagras. Se produjo un segundo golpe. Y luego un hacha atravesó la madera.
—Prepárate —le dijo el juez a Marlo.
El canto del hacha atravesó una segunda vez la madera y después una tercera. Entonces la puerta cedió y un enorme anirio se lanzó, hacha en mano, hacia Marlo. Este retrocedió un par de pasos, sorprendido y asustado a partes iguales, y el hacha se le clavó en lo alto de la cabeza. Tanto Mara como Danea emitieron un chillido.
Dos anirios más entraron por la puerta, uno de ellos bastante malherido, y se lanzaron sobre el juez. Lejos de retroceder, el padre de Mara avanzó un par de pasos, reafirmó sus pies y atacó. Uno de los anirios detuvo la espada con la suya, el juez giró su cadera y aprovechó el movimiento para lanzar un segundo golpe que acabó definitivamente con el anirio malherido.
No vio llegar el hacha hasta el último momento. Logró esquivarlo alejando la cabeza y perdiendo el equilibrio. Se tambaleó, trastabilló y terminó con la espalda apoyada en la pared. El enorme anirio volvió a atacar, el juez se agachó y el hacha quedó clavada en la madera. El juez aprovechó la tesitura y escapó de aquel hombre realizando un corte horizontal en su estómago. El anirio cayó al suelo, gritando de dolor, y el juez le atravesó la espalda.
Mientras su compañero caía muerto, el otro anirio se movió con agilidad, se acercó al juez y le golpeó en el hombro con la espada, sin producirle corte alguno, pero lanzándole de bruces contra el suelo.
—¡No! —gritó Mara, viendo a su padre a merced de un hombre que no pensaba titubear al matarlo.
Echó a correr, bajó las escaleras a toda velocidad y, antes de llegar al final, posó las manos sobre la barandilla y saltó por encima de ella. Flexionó las rodillas al hacer contacto con el suelo y salió disparada hacia el esclavo.
El anirio se colocó frente al cuerpo del juez, le escupió y levantó la espada. Mara dio un brinco, giró en el aire y golpeó con sus pies desnudos la espalda del anirio. Se estrelló contra un armario. Mara cayó al suelo con todo el cuerpo encorvado, defendiendo el cuerpo tendido de su padre.
Permaneció a la espera, evaluando el estado del anirio. Por cómo se movía y los gestos que hacía, Mara sospechó que le había roto una o más costillas. De lo que estaba segura era de que ya no suponía ninguna amenaza. Cuando se giró para ver a su padre, lo encontró ya en pie.
El juez recogió su espada del suelo y avanzó hacia el anirio.
—¡Padre, no! —gritó Mara en el instante justo en el que su padre le atravesaba el pecho—. ¡No! —volvió a gritar.
Se acercó hasta el cuerpo de aquel hombre y se arrodilló frente a él. El juez se incorporó, emitiendo gruñidos dolorosos.
—Está muerto —anunció.
—¿Por qué lo has hecho? —inquirió Mara—. ¡Estaba desarmado y malherido!
—Ha intentado matarnos, Mara —respondió, antes de salir al exterior.
Mara se puso en pie, se estiró el camisón y siguió a su padre. Unos metros más allá de la casa yacían los cadáveres de dos guardias y cinco anirios.
Por el campo, tres jinetes se acercaban galopando a toda velocidad.
—¡Señor! ¿Se encuentran todos bien? —preguntó uno de ellos.
El juez asintió, aunque Mara veía su brazo izquierdo colgando flácido.
—¿Qué demonios ha pasado, Carles? —quiso saber el juez.
—Nos han fastidiado bien, señor. Han matado a Iscar, a Edrá, al pequeño Lipo, el rubio está malherido…
—¿Los han cogido a todos?
—Estamos en ello, señor.
—Enviad a alguien a Viendavales a dar aviso. Que manden patrullas. Coged a todos esos rebeldes y traedles aquí —decretó, reflexionó y añadió—. Traed a todos los anirios y que formen frente a la casa.
Dos de los jinetes salieron disparados, cada uno en una dirección.
—¿Su brazo, señor? —señaló Carles.
—Está bien. Solo necesito ponerlo en cabestrillo.
El juez y Mara volvieron a entrar en la casa, directos a sus habitaciones para vestirse. Mara se sentía confusa y asustada. Nunca antes había vivido nada así y no podía creerse que los anirios, que ella consideraba personas cálidas y amables, hubieran intentado matarlos. Entonces pensó en Güido y en Cazi y unas enormes olas de angustia inundaron su interior.
Salió de su cuarto, vestida con ropa cómoda y se dirigió hacia el vestíbulo principal, donde la afluencia de gente aumentaba. Seis personas, incluido su padre, discutían alguna cosa con verdadera incredulidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mara alcanzando al grupo.
—Vuelve a tu cuarto, hija —le ordenó el juez.
—¡No voy a volver a mi cuarto! ¡Quiero saber qué está pasando!
El juez agachó la cabeza. Fue otro de los hombres que allí estaban quien le respondió.
—Han atacado otras granjas. Aún no sabemos cuántas.
—¿Cómo han podido organizar algo así? —cuestionó el juez—. Al menos cuatro granjas atacadas al mismo tiempo. ¿Cómo han podido hacerlo? ¿De dónde demonios han sacado las armas?
Discutieron esas preguntas durante un buen rato, emitiendo sobre todo opiniones y apenas certezas, hasta que tres hombres aparecieron en la puerta, exhaustos y sudorosos.
—¡Han matado a los Dreider! —anunció uno de ellos.
El juez se salió del grupo, apartó a uno de sus integrantes para abrirse paso y se acercó al hombre que acababa de hablar.
—¿Los Dreider? ¿Están muertos? ¿Los tres?
—Sí, señor. A él le han encontrado degollado en su cama, junto a su mujer. A su hijo lo mataron cuando intentaba escapar. Esos malnacidos le descerrajaron un tiro de pedreñal en la cara.
A Mara cada vez le costaba más incorporar esos sucesos a su sistema de creencias. Todo lo que pensaba acerca del funcionamiento del mundo se tambaleaba. Con una jaqueca inminente gestándose en su cabeza, se dirigió hacia la salida de la casa y respiró algo del frío aire de la noche.
—¡Caminad, diablos! —se oyó un grito, seguido del restallido de un látigo y un grito de dolor.
A lo lejos comenzaban a llegar los prisioneros. El primer grupo, de unos dieciséis varones, avanzaba con esfuerzo. La mayoría de ellos estaban manchados de sangre y heridos de diversa gravedad. Era el grupo al que el hombre montado a caballo gritaba y azotaba a placer. Detrás de ellos venían el resto, unas noventa personas más.
Conforme se acercaban, Mara fue fijándose en la cara de los esclavos, desesperada por encontrar a Cazi y a Güido. Echó a correr hacia ellos en cuanto les distinguió, con lágrimas asomando en sus ojos.
Se abrió paso a través del grupo y, cuando estuvo a su altura, se tiró a sus brazos.
—¡Estáis bien! ¡Estáis bien! —sollozó estrujándoles—. ¡Gracias a Daxal!
Cazi la apartó ligeramente. También lloraba.
—No sabíamos nada, cariño —dijo desesperada—. No lo sabíamos.
—Lo sé. Lo sé. Debo volver, pero estad tranquilos. Esto va a acabar pronto.
Cazi tenía agarrada a Mara por el brazo y no la soltaba. El miedo reflejado en sus ojos le arrancó el corazón del pecho.
—Cuida de mamá Cazi, Güido —le pidió, soltándose de su agarre y acompañando el cuerpo de Cazi hasta el de su hijo.
Volviendo a la entrada de la casa, se percató de la feroz mirada con la que su padre escrutaba cada uno de sus pasos. Se estremeció.