Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 11

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«¡A ver qué puede hacer el hombre!»

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Otto Frank nació en Fráncfort en 1889. Por el lado materno, su familia estaba radicada en Alemania desde el siglo XVI. Combatió en la Primera Guerra Mundial respondiendo al llamamiento de las autoridades a la población hebrea (Patriotas judíos, luchad por vuestro país) y ascendió a teniente gracias a su valentía en misiones de reconocimiento. Estuvo en las trincheras francesas durante la batalla del Somme, en la que hubo un millón y medio de muertos y heridos. En la guerra conoció la soledad, el aislamiento y el miedo. Quizá por eso en 1917 le escribió a su hermana que el amor y la familia debían ser lo prioritario en la vida humana.[1]

Quienes conocían a Otto contaban que era un hombre de carácter alegre, incluso jocoso, vitalista y lleno de energía, pero también muy discreto y reservado. Conoció a su esposa, también judía, en Alemania y allí nacieron sus dos hijas. No era un observante estricto de los preceptos de su religión. Su apego a Alemania era tan fuerte como su apego a su herencia judía.

Poco después de la derrota de Alemania en 1918, los judíos se convirtieron en el chivo expiatorio de la humillación que había sufrido el país. Grupos de exaltados atacaban a judíos en las calles de Berlín culpándolos de la carestía de alimentos, de la inflación y de la guerra que había iniciado la propia Alemania. Y en 1924, mientras estaba encarcelado, un joven comenzó a escribir un libro titulado Mein Kampf. Entre sus opiniones se encuentran estas:

El descubrimiento del virus judío es una de las grandes revoluciones que han tenido lugar en el mundo (…) Si, con la ayuda de su credo marxista, el judío llega a alzarse victorioso sobre el resto de las naciones del mundo, su galardón será la corona fúnebre de la humanidad y este planeta volverá a rotar desierto en el éter (…) Al defenderme del judío, lucho por la obra del Señor.[2]

Quienes asumen teorías conspirativas, con todos sus superlativos, siempre proclaman que la supervivencia de la humanidad está en juego. Y siempre hay un enemigo; aquí, el judío bolchevique. En este caso, funcionó.

La persecución de los judíos dio comienzo tan pronto como Hitler accedió a la cancillería, en enero de 1933. Fue un proceso extremadamente burocrático, sistemático y retorcido. En marzo de ese año, las SS montaron en Dachau un primer campo para presos políticos. Cinco años después, se convertiría en el primer campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial. La maquinaria propagandística se encargó de difundir teorías de higiene racial que afirmaban que los judíos eran portadores de una lacra genética. Al poco tiempo comenzaron los despidos de judíos y la confiscación de sus bienes.

Para Otto Frank, el decreto que segregaba a los niños judíos y a los gentiles en las escuelas y que obligó a su hija mayor, Margot, a sentarse apartada de sus compañeros, fue la gota que colmó el vaso. No educaría a sus hijas, dijo, «como caballos con anteojeras, ajenas al paisaje social de fuera de su pequeño círculo».[3] Quería que estuvieran integradas en la sociedad, no aisladas como seres inferiores, como parias, y, por extensión, deseaba que su país estuviera integrado en el mundo, no aislado por un grotesco sentido de la superioridad aria.

Tenía cuarenta y cuatro años y era alemán por los cuatro costados —su temple prusiano hacía sonreír a sus amigos—, pero además poseía el don de la clarividencia. En enero de 1933, su esposa y él estaban cenando con unos amigos alemanes cuando la radio dio la noticia de que Hitler había ganado las elecciones. Edith y él se miraron espantados cuando sus amigos comentaron: «¡A ver qué puede hacer el hombre!».[4] Para esos amigos, Hitler era el hombre fuerte que pondría orden en Alemania y haría que el país recuperara su grandeza tras la terrible depresión. Creían que sus «excentricidades» podían soslayarse.

Esa misma noche, Otto y Edith hablaron de marcharse de Alemania. Él había observado atentamente el ascenso del nacionalismo y sabía lo peligroso que podía llegar a ser. Le preocupaba cómo mantener a su familia, dado que la huida equivaldría a abandonarlo todo. ¿Adónde podían ir? Gran parte de su familia extensa ya se había exiliado. Su hermano Herbert había huido en 1932 a París, donde su primo Jean-Michel Frank se había labrado un nombre como diseñador de talento y colaboraba con artistas de la talla de Salvador Dalí. Su hermano Robert y la esposa de este, Lottie, emigraron a Inglaterra en el verano de 1933 y abrieron una tienda de arte en un sótano de St. James Street, en Londres. Su hermana Leni y su cuñado, Erich Elias, vivían en Basilea (Suiza), donde él era socio fundador de Opekta, una filial de Pomosin Werke, empresa de Fráncfort dedicada a la producción de pectina, el gelificante que se empleaba en la elaboración de mermeladas. En 1933, Alice Frank, la madre de Otto, se marchó también a Basilea para reunirse con su hija.

Al pensar dónde podían exiliarse, Otto descartó Inglaterra y Estados Unidos. No hablaba suficiente inglés, se decía. ¿Cómo iba a ganarse la vida allí? Sabía que sus hermanos le echarían una mano en lo que pudieran, pero también tenían dificultades para salir adelante y no quería ser una carga más para ellos. Pensó que en Francia podía irles bien. Pero su cuñado Erich le escribió contándole que su empresa quería abrirse al mercado internacional y le propuso abrir una filial de Opekta en Ámsterdam.

Otto había pasado una temporada en la capital holandesa en 1923 montando una sucursal del banco de su padre, Michael Frank e Hijos. Lamentablemente, la empresa se fue a pique en menos de un año, cuando la familia se vio obligada a afrontar la bancarrota, y Otto tuvo que regresar a Alemania. Pero la ciudad le había gustado y los holandeses eran famosos por su tolerancia. ¿Acaso no habían permanecido neutrales durante la Primera Guerra Mundial? A principios de agosto de 1933, Otto Frank se convirtió en refugiado. Metió su país en la maleta junto con sus zapatos y abandonó Alemania para siempre junto a su mujer y sus hijas.

La suerte no le sonrió. Hablar del destino implica asumir la existencia de una fuerza externa o superior que controla las cosas. Fue más bien el azar lo que llevó a Otto y a su familia por esos derroteros, mientras le iban arrebatando poco a poco la capacidad para controlar su propia existencia.

Otto no podía preverlo, desde luego, pero al final de la Segunda Guerra Mundial los Países Bajos tendrían el mayor porcentaje de judíos asesinados de toda Europa occidental: murió el 73 por ciento de la población judía holandesa, frente al 40 por ciento de Bélgica, el 25 por ciento de Francia, el 6 por ciento de Dinamarca y el 8 por ciento de la Italia fascista.[5] Se calcula que en los Países Bajos se escondieron entre 25 000 y 27 000 judíos. Un tercio de ellos fueron víctimas de delación, debido en parte al sofisticado sistema nazi de recompensas económicas, que servían de aliciente para que agentes de policía y civiles denunciaran a los escondidos.

Esta fue una de las cuestiones que desde el principio impulsó a Pieter van Twisk a unirse a la investigación. Quería llegar a entender por qué las cifras eran tan elevadas en los Países Bajos. Según una teoría asentada desde hacía tiempo, se debía a que la estructura de la sociedad neerlandesa (es decir, su división en grupos según la confesión religiosa o el ideario político) no favorecía la protección de la población hebrea. Los holandeses denominaban pilarización a esta forma de organización social. Había cuatro pilares fundamentales: católicos, protestantes, socialistas y liberales. Cada pilar (zuil, en neerlandés) tenía sus propios sindicatos, bancos, hospitales, escuelas, universidades, clubes deportivos, periódicos, etcétera. Esta segregación propiciaba el que la gente estuviera muy unida dentro de su propio círculo y tuviera poco o ningún contacto personal con miembros de otros pilares. Aun así, Pieter opina que esta explicación es demasiado simplista. Según él, la pilarización es una noción demasiado vaga y genérica para explicar la actuación de los Países Bajos durante la guerra.

Los historiadores Pim Griffioen y Ron Zeller plantean una explicación más compleja. Señalan que el método holandés de registro civil favoreció a los nazis. Las tarjetas del padrón municipal incluían el nombre y apellido, el lugar y la fecha de nacimiento, la nacionalidad, la religión, el nombre y las fechas de nacimiento del cónyuge y los hijos, la fecha de matrimonio, la de defunción, las señas del domicilio dentro del municipio y la fecha de inicio y final de empadronamiento, así como si la persona en cuestión tenía pasaporte o documento de identidad. Se consignaba oficialmente la religión porque los distintos grupos confesionales recibían fondos estatales en función de su número de miembros. A los judíos se los identificaba por las iniciales NI: neerlandés israelita. Así pues, cuando comenzaron las detenciones en el verano de 1942, los nazis lo tuvieron muy fácil para identificar a los judíos holandeses. Dada la situación geográfica del país, huir no era nada fácil. Al este se hallaba la larga frontera con Alemania; al sur, la Bélgica ocupada; al oeste y al norte, el mar, cerrado a la navegación. Prácticamente no había escapatoria.[6]

También es cierto que las condiciones que se vivieron en el país durante la guerra fueron distintas a las de otros países. La Holanda ocupada era, a todos los efectos, un estado policial. Mientras que Bélgica y Francia, por ejemplo, estaban gobernadas por la Wehrmacht y Dinamarca quedó bajo el control de la Armada alemana, Holanda estuvo en principio regida por un gobierno civil encabezado por el abogado austriaco Arthur Seyss-Inquart, al que Hitler nombró reichskommissar (comisario del Reich). Se desató a continuación una lucha de poder: por un lado, Seyss-Inquart y el Movimiento Nacionalsocialista de los Países Bajos (Nationaal-Socialistische Beweging in Nederland, NSB), que se hallaba bajo la férula de Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe; y, por otro, el comandante de policía Hanns Albin Rauter, jefe de las SS en los Países Bajos, que respondía directamente ante Heinrich Himmler, comandante supremo de las SS. A medida que mermaba el poder de Göring y aumentaba el de Himmler, Rauter vio crecer su influencia. Fue él quien se encargó de dirigir la deportación de los 107 000 judíos residentes en Holanda, la represión de la resistencia y las represalias por los ataques contra los nazis. En un principio, por cada nazi muerto se ejecutaba a un par de holandeses, pero esta proporción no dejó de aumentar en el transcurso de la ocupación.

Los holandeses sufrían, además, la represión brutal de cualquier muestra de disidencia del dogma nacionalsocialista. La huelga nacional convocada por el Partido Comunista en Ámsterdam el 25 de febrero de 1941 en respuesta a las razias o detenciones masivas de judíos se considera la primera protesta pública contra los nazis en la Europa ocupada y la única manifestación multitudinaria contra las deportaciones organizada por personas no judías. En la huelga participaron, como mínimo, trescientos mil trabajadores de Ámsterdam y alrededores.[7] La represión alemana fue inmediata e implacable. Los organizadores de la huelga fueron detenidos y ejecutados. La resistencia tardó mucho tiempo en recuperarse. «No volvió a haber otra huelga hasta la primavera de 1943, pero (…) la protesta llegaba demasiado tarde para la inmensa mayoría de los judíos, que ya habían sido deportados» a los campos de exterminio.[8]

Había, aun así, numerosas organizaciones y particulares que prestaban apoyo a los judíos. Había cuatro redes dedicadas al rescate de niños judíos. Henriëtte (Hetty) Voûte, una joven estudiante de biología, se unió a un grupo que se hacía llamar Comité de los Niños de Utrecht, dedicado a encontrar escondite para varios cientos de niños judíos que habían sido separados de sus padres. Hetty recorría el campo en bicicleta, llamando literalmente a las puertas.[9]

Es imposible calcular el número exacto de personas que ayudaron a judíos a esconderse, pero se estima que fueron, como mínimo, veintiocho mil; seguramente más. Una cifra extraordinaria, si se tiene en cuenta que esas personas ponían en peligro su vida y posiblemente también la de su familia, a menudo para salvar a desconocidos.

¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado.

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