Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 13
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La embestida
ОглавлениеEra el viernes 10 de mayo de 1940. Miep recordaba que se agolparon todos en torno a la radio, en el despacho de Otto. Reinaba una atmósfera de horror y desolación. El locutor informó de que tropas y aviones alemanes habían cruzado la frontera holandesa al amanecer. Se decía que parte de esas tropas vestían uniforme holandés, que iban disfrazadas de tripulantes de ambulancia o montadas en bicicleta. ¿Sería cierto? ¿Era solo un rumor? Esa misma mañana, cuando la reina Guillermina habló por la radio instando a la población a conservar la calma, quedó claro que había comenzado la invasión alemana. Tres días más tarde, la reina huyó a Inglaterra. Cuatro días después, los alemanes bombardearon el centro de la ciudad portuaria de Róterdam, destruyéndolo casi por completo. Mataron a entre seiscientas y novecientas personas, mientras en paralelo se negociaban los términos de la rendición. Adolf Hitler achacó a un problema de las comunicaciones por radio el no haber detenido a tiempo el bombardeo. Pero al día siguiente de destruir Róterdam amenazó con bombardear también Utrecht si los holandeses no se rendían. Los Países Bajos capitularon el día 15. La «guerra» duró cinco días en total. La falta de previsión del Gobierno holandés, que había confiado en que Alemania respetaría su neutralidad, se evidenció de manera espectacular.
Al principio, la ocupación alemana pareció casi benigna. Los nazis trataban a los holandeses como a primos de una rama menor y daban por sentado que asumirían fácilmente los principios del nacionalsocialismo. La demanda alemana de bienes holandeses generó una suerte de boom económico y la política de guante de seda que aplicó Arthur Seyss-Inquart hizo que algunos holandeses vieran con buenos ojos la ocupación.
Las cosas, sin embargo, fueron cambiando paulatinamente. El 10 de enero de 1941, el Decreto 6/1941 ordenó que se elaborara un registro de toda la población judía. En todos los ayuntamientos se habilitaron oficinas municipales para garantizar el cumplimiento del decreto. Los judíos debían ir a registrarse en persona y pagar una tasa de un florín por cabeza. Cuando no estaba clara la adscripción hebrea de alguna persona, se derivaba su caso a la oficina del generalkommissar en La Haya, dirigida por Hans-Georg Calmeyer, abogado alemán y jefe del Departamento de Administración Interior de las fuerzas de ocupación, bajo cuyos auspicios se estaba elaborando el registro.
La inmensa mayoría de los judíos holandeses acudieron a registrarse, pensando que de todos modos su nombre y su dirección ya figuraban en los padrones municipales y los archivos de las sinagogas. No registrarse se castigaba con una pena de hasta cinco años de prisión.[1] Además, les habían hecho creer falsamente que registrarse en la Oficina Central de Emigración Judía (Zentralstelle für Jüdische Auswanderung o JA) les facilitaría el emigrar a países de fuera de Europa.
Miep Gies decía que los nazis holandeses salieron «como ratas» de sus agujeros para darles la bienvenida entre vítores.[2] El NSB (Nationaal-Socialistische Beweging, NSB), el partido nazi holandés fundado en 1932, había sido ilegalizado en 1935, pero tras la ocupación resurgió con nuevos bríos. En 1943 tenía 101 000 afiliados. Conforme a las directrices marcadas por Seyss-Inquart, se organizó un brazo paramilitar dentro del movimiento: la llamada Sección de Defensa (Weerbaarheidsafdeling, WA), que actuaba como fuerza policial complementaria.
En febrero de 1941, el odio hacia los judíos ya se dejaba sentir en las calles, y las bandas de matones del NSB patrullaban por los barrios de Ámsterdam sembrando el terror. Rompían ventanas y escaparates, y echaban a los judíos de los tranvías a empellones. El dueño del café-cabaré Alcazar fue uno de los que se resistieron hasta el último momento a colgar el cartel de Prohibida la entrada a judíos. Siguió permitiendo que artistas judíos actuasen en su establecimiento hasta que el domingo 9 de febrero, a media tarde, un grupo de unos cincuenta militantes del WA atacaron el Alcazar lanzando una bicicleta contra su escaparate. Mostraban así su indignación porque el propietario hubiera permitido actuar la noche anterior a Clara de Vries, una artista judía. Golpearon a los clientes del cabaré —judíos y no judíos— y destrozaron el mobiliario. Mientras tanto, la Grüne Polizei montó guardia fuera para impedir que interviniera la policía holandesa y permitió de buen grado que los actos vandálicos continuaran y se extendieran a otros establecimientos.[3]
La política de guante de seda de Seyss-Inquart sedujo a los holandeses haciéndoles creer que la ocupación alemana sería amistosa y comedida, pero ese sueño llegó bruscamente a su fin cuando el 11 de febrero de 1941 un grupo de unos cuarenta nazis holandeses irrumpió en el mercadillo de Waterlooplein, en el centro de Ámsterdam —una zona comercial en la que predominaban los comerciantes judíos—, entonando consignas antisemitas. Entraron por la fuerza en los almacenes y se armaron con objetos contundentes. Se produjo entonces un violento altercado entre los agitadores nazis y un reducido grupo de jóvenes judíos que se habían organizado para defenderse. Algunos vecinos, en su mayoría comunistas, prestaron ayuda a los judíos. Al acabar el enfrentamiento, se halló inconsciente a Hendrik Koot, un miembro de la WA. Murió tres días después. El «martirio» de Koot se convirtió en una herramienta propagandística de primer orden para el NSB. El 17 de febrero, más de dos mil miembros uniformados del partido acompañaron el féretro de Koot por las calles de Ámsterdam.
El 12 de febrero de 1941, agentes de la policía alemana y local cortaron las vías y puentes de acceso al barrio judío de la ciudad. Se prohibió entrar y salir de la zona a todos los ciudadanos. El 12 de marzo, durante un discurso ante la sección holandesa del NSDAP (el Partido Nazi alemán) en el Concertgebouw de Ámsterdam, el comisario Seyss-Inquart declaró: «Atacaremos a los judíos allí donde los encontremos y quien se solidarice con ellos tendrá que afrontar las consecuencias».[4] En junio de ese mismo año, los nazis purgaron el Concertgebouw de músicos judíos. En su última actuación al completo, la orquesta tocó la Novena sinfonía de Beethoven con intención de avergonzar a los nazis cuando el coro cantara el verso Alle Menschen werden Brüder («los hombres se vuelven hermanos») de la Oda a la alegría. En 1942, se eliminaron los nombres de compositores judíos grabados en las paredes del auditorio.[5]
Los nazis habían dado ya con una fórmula magistral para engañar, controlar y destruir lentamente a toda una comunidad. En 1939, en los países recién ocupados y los guetos judíos, crearon consejos judíos (en neerlandés, Joodse Raden) para que sirvieran de intermediarios entre las autoridades nazis y la población judía. Los alemanes imponían normas y el Consejo Judío se encargaba de llevarlas a efecto. El Consejo Judío de los Países Bajos disponía de su propio periódico, Het Joodsche Weekblad, donde se publicada cada nuevo decreto antisemita a espaldas del público en general. Si dichos decretos se hubieran publicado en un diario generalista, los alemanes se habrían arriesgado a una reacción adversa de la población no judía.
En su primera reunión, el 13 de febrero de 1941, el Consejo Judío holandés respondió a los incidentes violentos que acababan de ocurrir en el barrio judío instando a sus habitantes a entregar todas las armas que tuvieran en su poder. Esto equivalía a admitir que los judíos tenían parte de responsabilidad en los estallidos de violencia provocados por los matones nazis, cuando de hecho solo estaban defendiéndose.[6] Evidentemente, el Consejo estaba plegándose a las órdenes de los alemanes, lo que sentó un precedente catastrófico.
El alto mando alemán recurría continuamente al chantaje: si el Consejo se resistía a poner en práctica una medida, los nazis amenazaban con hacerlo por su cuenta recurriendo a la violencia. La verdadera autoridad entre bastidores era la Zentralstelle, la Oficina Central de Emigración Judía, cuyo nombre era extremadamente engañoso, pues daba a entender que los judíos tenían posibilidad real de emigrar. Se diría que, al menos en un principio, los dirigentes del Consejo Judío creyeron que los alemanes no tenían intención de deportar a toda la población judía de los Países Bajos y que el papel del Consejo consistía en proteger a aquellos que corrían más peligro. En los primeros tiempos de la ocupación, a pesar de que llegaban noticias espantosas sobre campos de concentración en Polonia y Alemania, los judíos holandeses seguían convencidos de que los alemanes no se atreverían a hacer en los Países Bajos lo que estaban haciendo en la Europa del Este.
Cuando empezaron las deportaciones, la Zentralstelle creó un sistema de Sperren o exenciones temporales de deportación y permitió al Consejo Judío hacer recomendaciones. Los integrantes del Consejo y sus allegados se beneficiaron automáticamente de estas exenciones, y las personas que seleccionaba el Consejo estuvieron a salvo durante un tiempo. Sin embargo, este sistema propiciaba los abusos, y la línea que separaba cooperación y colaboración fue haciéndose cada vez más fina.[7]
Mientras tanto, en Ámsterdam continuaban los disturbios. El 22 de febrero de 1941, sábado por la tarde (sabbat, por tanto), seiscientos agentes de la Ordnungpolizei alemana armados hasta los dientes irrumpieron en camiones en el barrio judío de la ciudad, que estaba acordonado, y detuvieron al azar a 427 varones judíos de entre veinte y treinta y cinco años.[8] Los mandaron primero a Kamp Schoorl, en los Países Bajos. De ellos, treinta y ocho pudieron regresar a Ámsterdam debido a su mala salud. Los otros 389 fueron enviados al campo de concentración de Mauthausen, en Austria, y algunos posteriormente al de Buchenwald. Solo dos sobrevivieron.
Tres días después, el 25 de febrero, tuvo lugar una huelga masiva organizada por obreros holandeses en protesta por las detenciones. La huelga, a la que se sumaron 300 000 personas, duró dos días. La respuesta de los nazis fue implacable: pidieron la intervención de las Waffen SS, a las que se dio permiso para disparar contra los huelguistas. Murieron nueve personas y otras veinticuatro resultaron heridas de gravedad. Se detuvo a los líderes de la huelga y al menos una veintena fueron ejecutados. Se fotografió a detenidos del barrio judío empuñando armas de fuego y las fotografías se publicaron en la prensa holandesa como prueba de que las autoridades alemanas se enfrentaban a un «estallido de terrorismo».[9] Si quedaban holandeses que aún se hacían ilusiones sobre lo que podía suponer la ocupación alemana, esto acabó de desengañarlos.
Los judíos alemanes, por su parte, no albergaban tales ilusiones. Otto Frank conocía bien las prácticas de los nazis: la exclusión de los judíos de los refugios antiaéreos; la prohibición de que tuvieran un empleo remunerado; la arianización de los negocios; los registros de judíos, obligados a llevar siempre a la vista la estrella amarilla; la confiscación de bienes y propiedades; las detenciones masivas; los campos de tránsito; y, por último, las deportaciones al este, donde aún no estaba claro qué destino les aguardaba. A partir de entonces, Otto luchó con todas sus fuerzas por salvar a su familia. Sabía que tenía que poner a salvo su empresa y abandonar los Países Bajos.
Intentó de nuevo emigrar a Estados Unidos. Los hermanos de su mujer, Julius y Walter Holländer, habían tardado casi un año en encontrar empleo. Por fin, Walter consiguió entrar a trabajar como obrero en la fábrica que la E. F. Dodge Paper Box Company tenía a las afueras de Boston, y pudo enviar un aval de sostén económico a los Países Bajos para respaldar la solicitud de visado de su madre, Rosa, Otto y Edith. Es de señalar que su jefe, Jacob Hiatt, y un amigo firmaron sendas declaraciones juradas a favor de Ana y Margot, lo que debería haber facilitado mucho las cosas. Lo malo era que se exigía una fianza de cinco mil dólares por cada inmigrante como garantía de que no se encontrarían en la indigencia al llegar allí.[10] Y ni Otto ni sus cuñados disponían de esa cantidad de dinero.
En abril de 1941, Otto escribió a su adinerado amigo norteamericano Nathan Straus Jr., cuya familia era la propietaria de los grandes almacenes Macy’s y que había sido compañero suyo de residencia en la Universidad de Heidelberg. Aunque debió de ser humillante para él, le pidió una carta de recomendación y la fianza, recordándole que tenía dos hijas y que era sobre todo por ellas por lo que recurría a su ayuda. Straus se puso en contacto con el Servicio Nacional de Refugiados y, aunque se ofreció a proporcionar las referencias necesarias, dio a entender que, teniendo en cuenta su influencia, no era necesario que depositara la fianza de cinco mil dólares (equivalentes a unos 91 000 dólares actuales). En noviembre de 1941, cuando se habían agotado los visados disponibles, Straus se ofreció por fin a correr con todos los gastos, pero para entonces era ya demasiado tarde.[11]
Un informe interno del subsecretario de Estado Breckinridge Long a sus compañeros de departamento, fechado en junio de 1940, revelaba cuál era la postura de la administración estadounidense. Su estrategia para controlar la inmigración (tachando a los refugiados de espías, comunistas y elementos indeseables) consistía en «poner todos los obstáculos posibles y exigir pruebas adicionales para posponer indefinidamente la concesión de visados».[12] El consulado estadounidense en Róterdam, donde Otto pidió el visado en 1938, resultó destruido en el bombardeo de 1940 y los solicitantes tuvieron que volver a iniciar los trámites, pues los documentos originales se habían perdido. Finalmente, en junio de 1941 el Gobierno de Estados Unidos cerró la mayoría de sus embajadas y consulados en los territorios ocupados por los nazis, alegando el peligro de espionaje. A partir de ese momento, Otto tendría que solicitar personalmente los visados en un consulado norteamericano situado en algún país presuntamente «no beligerante», como España o la Francia no ocupada. Pero no podía abandonar los Países Bajos sin un permiso de salida, que no podía conseguir a menos que tuviera un visado para trasladarse a ese otro país. El sistema en su conjunto era, premeditadamente, un círculo vicioso. Otto había quedado atrapado en la pesadilla inacabable de la burocracia de guerra.[13]
Nunca cejó, aun así, en su empeño de salvar a su familia. En fecha tan tardía como octubre de 1941 trató de conseguir un visado para Cuba, un intento arriesgado y costoso que a menudo resultaba ser una estafa. En septiembre escribió a un amigo diciéndole que Edith le estaba presionando para que se marchara, bien solo, bien con las niñas. Quizá, una vez fuera del país, pudiera comprar la libertad de toda la familia. Por fin, el 1 de diciembre, consiguió un visado cubano, pero diez días más tarde, el 11, cuatro días después del ataque japonés a Pearl Harbor, Alemania e Italia declararon la guerra a Estados Unidos, y el Gobierno cubano canceló los visados.[14]
Su último intento fue apelar a la Sección de Inmigración del Concejo Judío de Ámsterdam, el 20 de enero de 1942. En los archivos de la Anne Frank Stichting de Ámsterdam se conservan cuatro formularios (uno por cada miembro de la familia) solicitando visados de salida. Nunca llegaron a tramitarse.
Los nazis fueron muy eficientes a la hora de «limpiar» Ámsterdam de judíos. En 1940 había unos ochenta mil judíos en la ciudad, en torno a un diez por ciento de su población total. En septiembre de 1943, la ciudad sería declarada libre de judíos.