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Prinsengracht, 263

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El 1 de diciembre de 1940, siete meses después de la invasión alemana, Otto Frank trasladó sus empresas a una nueva sede en el número 263 de Prinsengracht. Opekta y Pectacon se estaban consolidando y las ventas marchaban bien. Escogió un edificio del siglo XVII cuya fachada daba al canal, a la vuelta de la esquina de la Westerkerk, la imponente iglesia en la que está enterrado Rembrandt van Rijn. La calle estaba flanqueada por pequeños negocios, almacenes y modestos talleres fabriles, a menudo con viviendas en las plantas de arriba.

El número 263 era un típico edificio de Ámsterdam, con una zona de almacén en la planta baja y oficinas y cuartos trasteros en los tres pisos superiores. Como muchas casas de ese periodo, tenía un anexo de cuatro plantas en la parte de atrás. El almacén abarcaba todos los bajos del edificio (incluidos los del anexo trasero) y tenía un portón a pie de calle que daba a Prinsengracht y un acceso trasero a través de un patio. El anexo, invisible desde la fachada delantera del edificio, podía verse desde la parte de atrás, que daba a un patio interior ajardinado muy espacioso. Decenas de vecinos de los otros tres lados de dicho patio tenían a la vista el anexo.

Unas cinco semanas antes del traslado a esta nueva ubicación, el 22 de octubre de 1940, los alemanes decretaron que todas las sociedades comerciales e industriales que fueran parcial o totalmente propiedad de judíos tenían que inscribirse en un registro especial de la Wirtschaftprüfstelle, la Agencia de Inspección Económica. El incumplimiento de esta norma se castigaba con una cuantiosa multa y cinco años de prisión. Otto comprendió que era el primer paso de la «desjudeización» y la expropiación de sus empresas. Eludió la normativa nombrando respectivamente a Victor Kugler y al marido de Miep, Jan, director gerente y supervisor de Pectacon, que quedó «arianizada» al pasar a llamarse Gies & Co, un nombre completamente holandés. De haber seguido siendo judía, la empresa se habría liquidado bajo la dirección de una empresa fiduciaria alemana y el dinero de la liquidación se habría depositado en el banco Lippmann, Rosenthal & Co. Pero la empresa de Otto no llegó a sufrir este expolio. Pasó a ser holandesa.

Los nazis eran expertos en utilizar subterfugios para mantener una apariencia de legalidad. Para granjearse la confianza de los judíos, a principios de 1941 tomaron el control del Lippmann-Rosenthal, un banco judío de larga tradición, y lo convirtieron en el lugar en que depositar el botín de sus saqueos. Los judíos se veían obligados a entregar sus bienes y todos sus objetos de valor. Podían conservar únicamente «alianzas de boda, relojes de plata de pulsera y bolsillo y un juego de cubiertos consistente en un cuchillo, un tenedor, una cuchara sopera y una de postre».[1] Se entregaban recibos a los clientes y en algunos casos se pagaron intereses, pero aun así se trataba de un banco fantasma. En realidad, los nazis estaban haciendo acopio de capital judío para pagar las posteriores deportaciones y el mantenimiento del trabajo esclavo y los campos de concentración.

Las deportaciones comenzaron en el verano de 1942. Los judíos a los que se seleccionaba para su deportación debían entregar las llaves de sus casas a la policía holandesa junto con un listado de sus enseres domésticos. Se confiscaba todo, desde los muebles a las obras de arte. Los nazis eran maestros del eufemismo. Llamaban oficialmente sicherstellung, «salvaguarda», al expolio de obras de arte.[2]

Tras las primeras deportaciones, la resistencia holandesa puso en circulación un folleto de protesta que explicaba la situación con toda claridad:

Todas las medidas impuestas por los alemanes con anterioridad tenían por objeto aislar a los judíos del resto de los holandeses, imposibilitar el contacto y aniquilar nuestros sentimientos de convivencia y solidaridad. Lo han conseguido en grado mucho más alto de lo que somos conscientes y posiblemente de lo que estamos dispuestos a admitir. Hay que matar a los judíos en secreto y nosotros, los testigos, debemos permanecer sordos, ciegos y mudos (…) Dios y la historia nos condenarán y nos responsabilizarán en parte de esta masacre si guardamos silencio y nos limitamos a mirar.[3]

Otto Frank no pasó por alto ninguno de estos acontecimientos. Al principio, las restricciones parecían grotescas y pasajeras. Al ir y volver del trabajo cada día, se encontraba con que tenía prohibido tomar el tranvía o sentarse en la terraza de un café a descansar los pies. Procuraba refrenar su rabia, pero cuando en junio de 1942 la BBC informó de que habían muerto 700 000 judíos en Alemania y los territorios ocupados,[4] comprendió que no se trataba de simple segregación, sino de escapar al exterminio. Era imposible conseguir visados de salida para su familia. Supo que el siguiente paso era esconderse.

¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado.

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