Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 7

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La redada y el policía verde

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El 4 de agosto de 1944, el agente de las SS Karl Josef Silberbauer, de treinta y tres años, sargento del Referat IV B4, la sección del Sicherheitsdienst (SD) conocida popularmente como «unidad de caza de judíos», se hallaba en su despacho de la calle Euterpestraat de Ámsterdam cuando sonó el teléfono. Contestó a pesar de que estaba punto de salir a comer, y más tarde se arrepentiría de ello. Quien llamaba era su superior, el teniente alemán Julius Dettmann, que le informó de que acababa de recibir una llamada denunciando que había judíos escondidos en un almacén industrial, en el número 263 de Prinsengracht, en el centro de Ámsterdam. Dettmann no le dijo quién era el denunciante, pero estaba claro que se trataba de alguien de confianza; de alguien a quien el servicio de inteligencia de las SS conocía bien. Había habido numerosos soplos anónimos que resultaban ser falsos o estar desactualizados; cuando llegaba la unidad de caza de judíos, los escondidos ya se habían trasladado a otro lugar. El hecho de que Dettmann movilizara a sus efectivos nada más recibir la llamada significaba que confiaba en el informante y sabía que valía la pena investigar la denuncia.

Dettmann telefoneó al sargento inspector holandés Abraham Kaper, de la Oficina de Asuntos Judíos, y le ordenó que enviara a algunos de sus agentes a aquellas señas de Prinsengracht para acompañar a Silberbauer. Kaper encargó la misión a dos policías holandeses, Gezinus Gringhuis y Willem Grootensdorst, de la unidad IV B4, y a un tercer agente.

Hay muchas versiones de lo que sucedió antes y después de que Silberbauer y sus hombres llegasen al número 263 de Prinsengracht. Lo único que se sabe con certeza es que encontraron allí a ocho personas escondidas: Otto Frank, su esposa Edith y sus dos hijas, Ana y Margot; Hermann van Pels, amigo y compañero de trabajo de Otto, su esposa Auguste y su hijo Peter; y el dentista Fritz Pfeffer. Los holandeses tienen un verbo que designa esta forma de esconderse: onderduiken, «sumergirse».[1] Llevaban «sumergidos» dos años y treinta días.

Una cosa es estar preso, aunque sea injustamente, y otra bien distinta estar escondido. ¿Cómo puede uno soportar veinticinco meses de reclusión absoluta: no poder asomarte a la ventana por miedo a que te vean; no salir nunca a la calle ni respirar aire fresco; tener que guardar silencio durante horas y horas para que los empleados del almacén de abajo no te oigan? Para mantener esa disciplina, hay que tener un miedo atroz. La mayoría de la gente se habría vuelto loca.

Durante esas largas horas de encierro, cada día laborable, mientras hablaban en susurros o andaban de puntillas y abajo los empleados se dedicaban a sus quehaceres, ¿qué hacían los escondidos? Estudiar, escribir. Otto Frank leía historia y novelas (sus favoritas eran las de Charles Dickens). Los jóvenes estudiaban inglés, francés y matemáticas. Y tanto Anne como Margot llevaban un diario. Se estaban preparando para la vida de posguerra. Creían aún en el futuro y la civilización, mientras fuera los nazis y sus cómplices e informantes intentaban darles caza.

En el verano de 1944 cundió el optimismo en la Casa de atrás. Otto clavó en la pared un mapa de Europa y seguía las noticias de la BBC y los partes del Gobierno holandés exiliado en Londres a través de Radio Oranje. Aunque los alemanes habían confiscado los aparatos de radio para impedir que la población neerlandesa escuchara los noticiarios extranjeros, Otto consiguió llevar consigo uno cuando se escondieron y seguía el avance de las fuerzas aliadas escuchando las noticias de la noche. Dos meses antes, el 4 de junio, los Aliados tomaron Roma y cuarenta y ocho horas después tuvo lugar el Día D, la mayor invasión anfibia de la historia. A finales de junio, los estadounidenses se hallaban empantanados en Normandía, pero el 25 de julio lanzaron la Operación Cobra y la resistencia alemana en el noroeste de Francia se vino abajo. En el este, los rusos iban ganando terreno en Polonia. El 20 de julio, varios miembros del alto mando de Berlín llevaron a cabo un intento de asesinato contra Hitler que causó gran alegría entre los ocupantes de la Casa de atrás.

De pronto, daba la impresión de que solo faltaban unas semanas para que acabara la contienda, o un par de meses, quizá. Todo el mundo hacía planes para después de la guerra. Margot y Ana empezaron a hablar de volver a clase.

Y entonces sucedió lo inimaginable. Como diría Otto en una entrevista casi dos décadas después: «Cuando llegaron los de la Gestapo con sus pistolas, todo se acabó».[2]

Dado que Otto fue el único de los ocho que sobrevivió, solo disponemos de su relato para conocer lo ocurrido desde la perspectiva de los ocupantes de la Casa de atrás. Recordaba la detención con tanta viveza que está claro que llevaba ese momento grabado a fuego en la memoria.

Eran, contaba, sobre las diez y media de la mañana. Él estaba arriba, dando clase de inglés a Peter van Pels. Al hacer un dictado, Peter escribió mal la palabra double: le puso dos bes. Otto le estaba señalando la falta cuando oyó que alguien subía por la escalera estruendosamente. Se sobresaltó, porque a esa hora todos los ocupantes de la casa procuraban hacer el menor ruido posible para que no se los oyera en las oficinas de abajo. Se abrió la puerta y apareció un hombre que los apuntó con un arma. No vestía uniforme policial. Levantaron las manos. El desconocido los condujo abajo a punta de pistola.[3]

De su relato de la redada se desprende una sensación de profundo estupor. Durante un acontecimiento traumático, el tiempo se ralentiza, parece dilatarse y algunos detalles cobran un extraño relieve. Otto se acordaba de la falta de ortografía, de la lección de inglés, del crujido de la escalera, de la pistola apuntándoles.

Recordaba que estaba dando clase a Peter. Recordaba la palabra en la que se equivocó el chico: double, con una sola be. Esa es la regla ortográfica. Otto creía en las reglas, pero una fuerza siniestra iba subiendo las escaleras con intención de aniquilarlo a él y a todo cuanto amaba. ¿Por qué? ¿Por ansia de poder, por odio o simplemente porque podía? Con la perspectiva del tiempo, se ve que Otto mantuvo a raya ese horror abrumador, que conservó su dominio de sí mismo porque otras personas dependían de él. Al ver la pistola que empuñaba el policía, se acordó del avance de los Aliados; de que la suerte, el azar o el destino aún podían salvarlos a todos. Pero se equivocaba. Su familia y él viajarían en los vagones de carga del último tren que salió con destino a Auschwitz. Era impensable, pero Otto era consciente de que lo impensable podía suceder.

Cuando Peter y él llegaron a la planta principal de la Casa de atrás, encontraron a los demás en pie con las manos en alto. No hubo ataques de histeria ni llantos. Solo silencio. Estaban todos estupefactos, anonadados por lo que estaba ocurriendo, cuando ya veían tan cerca el final.

En medio de la habitación, Otto vio a un hombre al que supuso de la Grüne Polizei, como llamaban los holandeses a la policía alemana de ocupación debido al color verde de su uniforme. Era, claro está, Silberbauer (que en rigor no pertenecía a la Grüne Polizei, sino a las SS). El sargento de las SS aseguraría posteriormente que ni él ni los agentes de paisano sacaron sus armas. Pero el de Otto es el relato más fidedigno de lo ocurrido. El testimonio de Silberbauer, como el de la mayoría de los miembros de las SS después de la guerra, tenía como único fin exonerarse de responsabilidades.

La calma con la que reaccionaron los escondidos pareció irritar al nazi. Cuando les ordenó que recogieran sus cosas para el traslado a la sede de la Gestapo en Euterpestraat, Ana agarró el maletín de su padre, que contenía su diario. Otto Frank contaba que Silberbauer le arrancó el maletín, tiró al suelo el diario con las tapas a cuadros y las hojas sueltas y llenó el maletín con los pocos efectos de valor y el dinero que Otto y los demás conservaban aún, incluido el paquetito de oro de dentista que guardaba Fritz Pfeffer. Los alemanes estaban perdiendo la guerra. En aquellos momentos, gran parte del botín que las «unidades de caza de judíos» requisaban para el Reich acababa en los bolsillos de algún particular.

Paradójicamente, fue la avaricia de Silberbauer la que salvó el diario de Ana Frank. Si ella se hubiera aferrado al maletín, si le hubieran permitido llevárselo cuando la detuvieron, no hay duda de que al llegar al cuartel del SD le habrían quitado sus escritos y los habrían destruido o se habrían perdido para siempre.

Según Otto, en aquel momento Silberbauer reparó en el baúl gris guarnecido con herrajes que había debajo de la ventana. En la tapa se leía Leutnant d. Res. Otto Frank: teniente reservista Otto Frank. «¿De dónde ha sacado ese baúl?», preguntó Silberbauer. Cuando Otto le dijo que había servido como oficial en la Primera Guerra Mundial, el sargento pareció impresionado. Tal y como contaba Otto:

Se llevó una sorpresa mayúscula. Me miró extrañado y por fin dijo:

—Entonces, ¿por qué no ha informado de su graduación?

Yo me mordí el labio.

—¡Pero, hombre, habría recibido un trato decente! Lo habrían mandado a Theresienstadt.

No dije nada. Por lo visto pensaba que Theresienstadt era una casa de reposo, así que me callé. Me limité a mirarlo. Pero de repente desvió los ojos y de pronto me di cuenta de una cosa: se había puesto firme. En su fuero interno, aquel sargento de policía se había puesto firme. Si se hubiera atrevido, hasta podría haberme saludado llevándose la mano a la gorra.

Luego, bruscamente, giró sobre sus talones y corrió escalera arriba. Volvió a bajar un momento después, subió de nuevo, y así estuvo un rato, arriba y abajo, arriba y abajo, mientras decía a voces:

—¡No hay prisa!

Esas mismas palabras nos las gritó a nosotros y a sus agentes.[4]

Según el relato de Otto, es el nazi quien pierde la compostura y se pone a correr arriba y abajo como el Sombrerero Loco mientras los demás conservan la calma. Otto advirtió el culto germánico a la obediencia castrense en la reacción instintiva de Silberbauer al saber que había sido oficial del ejército, pero puede que subestimara su racismo reflejo, automático. Años después diría: «Quizá [Silberbauer] nos hubiera salvado si hubiera ido solo».[5]

Es muy dudoso que lo hubiera hecho. Tras conducir a los detenidos al camión que esperaba para trasladarlos al cuartel de la Gestapo, donde serían interrogados, Silberbauer regresó al edificio de Prinsengracht para interrogar a una empleada de la oficina, Miep Gies. Es posible que no ordenara su detención porque era austriaca, como él, pero ello no le impidió sermonearla. «¿No le da vergüenza ayudar a esa gentuza judía?», le dijo.[6]

Karl Silberbauer aseguraría posteriormente que se enteró años después, al leerlo en el periódico, de que entre las diez personas a las que detuvo ese día se encontraba la quinceañera Ana Frank.

En 1963, cuando un periodista de investigación dio con su paradero, afirmó:

No me acuerdo de la gente a la que sacaba de su escondite. Habría sido distinto si hubiera sido gente como el general De Gaulle o algún cabecilla de la resistencia, o algo así. Esas cosas no se olvidan. Si no hubiera estado de guardia cuando mi compañero recibió la llamada (…) no habría tenido ningún contacto con esa tal Ana Frank. Me acuerdo todavía de que estaba a punto de salir a comer algo. Y como ese caso se hizo famoso después de la guerra, es a mí a quien le toca aguantar este jaleo. Me gustaría saber quién está detrás de este asunto. Seguramente el Wiesenthal ese o alguien del ministerio que intenta congraciarse con los judíos.[7]

Cuesta imaginar una respuesta más deleznable y que denote una sensibilidad más embotada. En aquel momento, Silberbauer sabía ya perfectamente que «esa tal Ana Frank» a la que detuvo el 4 de agosto de 1944 había muerto de hambre y tifus en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Es como si la joven fallecida no importase: como si fuera anecdótica, irreal o su sufrimiento fuera insignificante. Como si la víctima en realidad fuera él. Es curioso que al matón, al verse desenmascarado, lo embargue siempre la autocompasión.

¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado.

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