Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 5

PREFACIO
El Día del Recuerdo y la memoria del cautiverio

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Llegué al aeropuerto de Schiphol el viernes 3 de mayo de 2019 y tomé un taxi para ir hasta una dirección de Spuistraat, en pleno centro de Ámsterdam. Una representante de la Fundación Holandesa para la Literatura me esperaba allí y me mostró el apartamento en el que iba a alojarme durante el mes siguiente. Me hallaba en Ámsterdam con el fin de escribir un libro acerca de la investigación sobre quién traicionó a Ana Frank y a los demás ocupantes de la Casa de atrás el 4 de agosto de 1944, un misterio que nunca se había esclarecido.

Casi todo el mundo conoce a grandes rasgos la historia de Ana Frank: que la adolescente judía se ocultó, junto con sus padres, su hermana y algunos amigos de la familia en un desván de Ámsterdam durante más de dos años durante la ocupación nazi de los Países Bajos, en la Segunda Guerra Mundial. Pasado ese tiempo, alguien los denunció y fueron enviados a campos de concentración, de los que solo salió con vida Otto Frank, el padre de Ana. Todo esto lo sabemos principalmente gracias al extraordinario diario que Ana dejó en la Casa de atrás aquel día de agosto, cuando los nazis fueron a detenerlos.

El caso de Ana Frank forma parte indisociable del acervo cultural de los Países Bajos y siempre ejerció una fuerte atracción sobre el cineasta neerlandés Thijs Bayens, quien en 2016 invitó a su amigo el periodista Pieter van Twisk a unirse a un proyecto que comenzó siendo un documental y pronto derivó en un libro. El proyecto fue cobrando impulso poco a poco, pero en el año 2018 había ya un mínimo de veintidós personas trabajando de manera directa en la investigación, además de numerosos colaboradores externos que realizaban labores de asesoramiento. La investigación comenzó con el reto de identificar al traidor, pero pronto fue mucho más allá. El Equipo Caso Archivado, como se llamó al grupo de investigadores, se propuso llegar a entender qué le sucede a una población sujeta a ocupación enemiga cuando el miedo se entreteje con la vida cotidiana.

Al día siguiente de mi llegada, el sábado 4 de mayo, era el Día del Recuerdo, la fiesta nacional con la que los holandeses conmemoran las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y la costosísima victoria aliada. Thijs Bayens me invitó a acompañarlos a su hijo Joachim y a él en la procesión silenciosa que recorre las calles de Ámsterdam y que marca el inicio de las conmemoraciones.

Éramos unas doscientas personas, quizá, aunque el gentío fue aumentando a medida que recorríamos la ciudad. Estuvimos escuchando un rato a la orquesta gitana que tocaba delante de la Ópera y atravesamos luego el barrio judío, pasando por la monumental sinagoga portuguesa, el Museo Histórico Judío y el Hermitage, donde hay placas conmemorativas incrustadas entre los adoquines del suelo. Torcimos luego a la izquierda y seguimos el río Ámstel, cruzamos el Magere Brug, el «puente flaco» de madera blanca que los nazis cercaron con alambre de espino el 12 de febrero de 1941 para acordonar la judería de la ciudad (y que quedó abierto de nuevo al cabo de unos días, debido a la presión del consistorio municipal). Seguimos atravesando el centro de la ciudad hasta llegar al Dam, la plaza mayor, donde se habían congregado cerca de 25 000 personas para ver a los reyes y escuchar el discurso de la alcaldesa, Femke Halsema, quien dijo estas palabras:

Escribir una nota o llamar. Hacer oír tu voz o no. Abrazar a tu pareja, cruzar la calle o no. Venir aquí esta noche, al Dam, el 4 de mayo. O no. Cada vez, cientos de veces al día, elegimos. Sin pensar, sin coacción (…) ¿Qué le ocurre a una persona cuando pierde todas las libertades? ¿Cuando vive bajo la ocupación enemiga? Cuando el espacio que la rodea se encoge. Nuestra libertad vino precedida de dolor y enormes sufrimientos (…) Por eso hemos de transmitir el recuerdo de la falta de libertad, como si la guerra hubiera sido ayer mismo. Por eso la conmemoramos (…) este año, el próximo y todos los venideros.[1]

Al día siguiente, tras instalarme, cené con Thijs. Hablamos de política europea; en especial, de la xenofobia y la creciente hostilidad hacia los inmigrantes. Después, le pregunté por qué había decidido abordar la investigación del caso. Me dijo que, como cineasta, uno traslada vivencias propias a su trabajo. Él se había criado en Ámsterdam en la década de 1970, cuando la ciudad era famosa en todo el mundo por su idiosincrasia y su apertura de miras. Había okupas, comunas de artistas, manifestaciones pacifistas. Te sentías libre y lo demostrabas. Todo eso ha cambiado. En los Países Bajos, en Europa, en Norteamérica, asistimos a una marea de miedo y de racismo.

Unos meses atrás, al pasar por Prinsengracht, Thijs se topó con una larga cola de visitantes que esperaba para entrar en la Casa de Ana Frank. Mientras observaba a la gente, le dio por pensar que la familia Frank y las otras personas escondidas en el anexo trasero eran personas normales y corrientes de un barrio como otro cualquiera, lleno de conocidos y compañeros de trabajo, de vecinos y tenderos, de tíos, tías y parientes. Era así de sencillo. Y, entonces, las insidiosas maquinaciones del fascismo fueron ganando terreno. Poco a poco, pero de manera implacable, las relaciones humanas se vieron afectadas por la presión y las personas se volvieron unas contra otras.

Thijs se alejó de la gente que hacía cola frente a la casa museo y tomó una decisión: quería iniciar un debate público. Ámsterdam había dejado de ser un bastión del individualismo. Donde antes reinaba la tolerancia, ahora había desconfianza. ¿En qué momento nos desprendemos unos a otros? ¿Cuándo decidimos a quién defendemos y a quién no? La detención de Ana Frank sería una forma de poner ese debate sobre la mesa. Thijs me contó que en el norte de Ámsterdam hay un mural de dieciocho metros de altura que casi domina por completo la ciudad. Es un retrato de Ana acompañado de una cita de su diario: Que me dejen ser yo misma. «Creo que es a nosotros a quien está interpelando», me dijo Thijs.

Quería enseñarme algo y fuimos dando un paseo hasta el cercano Torensluis, uno de los puentes más anchos de Ámsterdam, que cruza el canal de Singel. Delante de mí se alzaba una gran escultura sobre un pedestal de mármol. Thijs me explicó que era una efigie del novelista decimonónico Eduard Douwes Dekker, considerado uno de los grandes escritores neerlandeses, famoso principalmente por una novela en la que denunciaba los abusos del colonialismo en las Indias Orientales holandesas. Me llevé una sorpresa cuando me dijo que la escultura era obra de su padre, Hans Bayens, de quien hay numerosas obras diseminadas por Ámsterdam, Utrecht, Zwolle y otras localidades del país.

Me contó que su padre rara vez hablaba de la guerra. Era un trauma demasiado grande. Su madre decía que, años después de acabar la contienda, su padre solía tener pesadillas y se despertaba aterrorizado, señalaba la ventana y gritaba que estaban pasando los bombarderos.

Thijs no conoció a sus abuelos, fallecidos antes de que él naciera, pero había oído contar historias sobre ellos. Lo que más le impresionó fue descubrir que su casa había sido una doorgangshuis, una «casa de tránsito» de las que usaba la resistencia para ocultar a judíos. Siempre había varios judíos escondidos en el sótano, algunos durante semanas, mientras la resistencia les buscaba un lugar en el que pudieran ocultarse de manera permanente.

Cuando se embarcó en el proyecto Ana Frank, Thijs habló con el mejor amigo de su padre para preguntarle qué recordaba de la guerra. El amigo le recomendó que entrevistara a Joop Goudsmit, un anciano de noventa y tres años que había pasado una larga temporada en casa de sus abuelos durante la guerra. Goudsmit se convirtió en parte de la familia Bayens y pudo describirle la casa, la habitación del sótano donde vivió escondido, la radio oculta bajo la tarima del suelo del ropero, y la cantidad de judíos que pasaron por allí. Le dijo que el riesgo que corrieron los Bayens —por sus contactos con falsificadores de documentación, entre otras cosas— fue extremo.

Resulta desconcertante pensar que el padre de Thijs nunca le hablara de esto, y sin embargo es algo muy típico. Después de la guerra, fueron tantos los que se atribuyeron falsamente el mérito de haber formado parte de la resistencia, que quienes se arriesgaron de verdad, como sus abuelos, a menudo prefirieron guardar silencio. La guerra, no obstante, afectó profundamente a su familia y Thijs era consciente de que indagar en los hechos que condujeron a la redada en la Casa de atrás le permitiría adentrarse en el laberinto de su propia historia familiar. La historia de Ana Frank es todo un símbolo, pero también es tan corriente que resulta aterrador: se dio centenares de miles de veces a lo largo y ancho de Europa. Thijs me dijo que para él era también una advertencia. «No se puede permitir que esto vuelva a suceder», dijo.

¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado.

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