Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 19
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El campo de Westerbork
ОглавлениеEl mismo día de la detención, a última hora de la tarde, Miep entró en la Casa de atrás con su marido y el jefe de almacén, Willem van Maaren. La sombra de Karl Silberbauer, el sargento del SD, lo oscurecía todo. Le había advertido que no desapareciera porque pensaba volver. En una entrevista que concedió años después, Miep recordaba que, pese al miedo que sentía, había necesitado volver a entrar en la Casa de atrás para convencerse de que las personas que habían permanecido 761 días escondidas allí ya no estaban. Los cajones estaban abiertos y había cosas tiradas por todas partes.[1] En medio de aquel desorden, vio tirado en el suelo un objeto que conocía bien: el diario de cuadros rojos y blancos, con cierre metálico, en el que tantas veces había visto escribir a Ana. Cuando acabó de llenar sus páginas con su letra apretada y alguna que otra fotografía, Ana le pidió que le llevara otro, pero en todo Ámsterdam no se encontraban diarios a la venta. Así que Miep le llevó varios cuadernos y, cuando llenó los cuadernos, Bep le daba hojas azules de la oficina para escribir. Miep se agachó y recogió el diario de Ana y un par de cuadernos, se los llevó a la oficina y los guardó en un cajón sin cerradura de su mesa. Un cajón cerrado con llave habría despertado sospechas. Era arriesgado guardar el diario, pero Miep quería dárselo a Ana cuando volviera. Por suerte, no lo leyó. De haberlo leído, habría descubierto que Ana utilizaba nombres reales en sus escritos y, para proteger a todos los implicados, habría tenido que destruirlo.[2]
Bep también estuvo allí, algo más tarde, acompañada de su novio. Según le dijo a su hermana pequeña, Diny, necesitaba ver con sus propios ojos que se habían llevado a los escondidos.[3] «Cuando has cuidado de esas personas durante años y de repente se las llevan por la fuerza, ¿qué se puede decir?».[4]
Como era habitual en el caso de judíos deportados, en algún momento entre el 5 y el 10 de agosto los operarios de Abraham Puls, la empresa que tenía la contrata de recogida de los bienes confiscados a los judíos, fue a llevarse los enseres de los escondidos. Los holandeses llamaban gepulst («pulsado») a esta requisa y a veces hasta se quedaban en la calle mirando el espectáculo. Se confiscaban muebles, ropa de cama, comida y efectos personales que luego se vendían, o bien se mandaban por tren a Alemania y al este de Europa para suplir las necesidades de ciudadanos alemanes cuyas viviendas habían quedado dañadas por los bombardeos aliados. El expolio de bienes judíos dio lugar a una extensa corrupción. Con frecuencia, los objetos que se sacaban de las casas desaparecían y numerosos «pulsadores» sin escrúpulos se hicieron ricos gracias a este procedimiento.
Bep y Miep se atrevieron a subir al anexo después de que lo vaciaran y descubrieron que los hombres de Puls habían dejado gran cantidad de papeles y libros desparramados por el suelo del desván, al considerar que no tenían ningún valor. Bep reconoció las hojas azules que le había dado a Ana para que escribiera y rescató un fajo de ellas atado con un cordel. Era la revisión del diario original en la que estuvo trabajando Ana durante las diez últimas semanas de encierro. La joven confiaba en poder publicarlo cuando acabara la guerra con el título La Casa de atrás. Creía que podía ser como una novela de misterio de las que mantienen la intriga hasta el final.[5]
Tras pasar cuatro días en las celdas de detención de la célebre cárcel de Weteringschans, los ocho detenidos fueron trasladados en camión a la estación de Muiderpoort y de allí, en tren, al campo de Westerbork, a 130 kilómetros de Ámsterdam. Entre los presos que viajaban con ellos había dos hermanas, Rebekka —llamada Lin— y Marianne —Janny— Brilleslijper, detenidas por militar en la resistencia. Janny se fijó de inmediato en los Frank: un padre al que se veía muy preocupado, una madre nerviosa y dos chicas vestidas con ropa de tipo deportivo y mochilas.[6] Nadie hablaba, solo contemplaban las casas de la ciudad, que iban desapareciendo a lo lejos mientras a ellos se los llevaban, arrancándolos de la civilización. Las hermanas Brilleslijper serían de las últimas personas en ver a Ana Frank con vida.
Trece años después, Otto le describió aquel viaje al escritor Ernst Schnabel. Su relato de cómo disfrutaba Ana de la naturaleza, de la que llevaba apartada tanto tiempo, es conmovedor.
Íbamos en un tren de pasajeros corriente. No nos importaba demasiado que la puerta tuviera el cerrojo echado. Estábamos juntos otra vez y nos habían dado un poco de comida para el trayecto. Sabíamos adónde nos llevaban, pero a pesar de eso era casi como si estuviéramos otra vez de viaje o haciendo una excursión, y la verdad es que estábamos contentos. Contentos, por lo menos, si comparo ese viaje con el siguiente que hicimos. En el fondo sabíamos, claro, que quizá no nos quedaríamos en Westerbork hasta el final. A fin de cuentas, habíamos oído hablar de las deportaciones a Polonia. Y sabíamos también lo que estaba pasando en Auschwitz, Treblinka y Majdanek. Pero ¿acaso no estaban ya los rusos en Polonia? La guerra estaba tan avanzada que podíamos depositar un poquito de esperanza en la suerte. Mientras íbamos hacia Westerbork, confiábamos en que la suerte estuviera de nuestro lado. Ana no apartaba los ojos de la ventanilla. Fuera era verano. Se veían pasar los prados, los campos de rastrojos y los pueblos. El tendido telefónico, que discurría a lo largo de la vía, subía y bajaba a lo largo de las ventanillas. Era como volver a ser libres. ¿Me entiende?[7]
Cada vez que un nuevo transporte llegaba a Westerbork, la noticia se difundía rápidamente por el campo, llevando esperanza y desesperación a partes iguales: la esperanza de que no hubiera parientes o amigos que hubieran sido traicionados y cuya presencia redoblara el propio dolor, y la desesperación de que aún siguieran llegando con regularidad transportes de Ámsterdam y de que, pese al avance de los Aliados, la guerra no hubiera terminado aún.
Una mujer llamada Rosa —Rootje— de Winter asistió a la llegada de los nuevos reclusos junto a su hija de quince años. De pronto gritó: «¡Mira, Judy!». Había ocho personas esperando en la larga fila a que los funcionarios anotaran su nombre en el registro. La señora De Winter se fijó en lo pálidos que estaban. «Saltaba a la vista que habían estado escondidos y que hacía años que no les daba el aire».[8] Una de esas personas era Ana Frank. La hija de la señora De Winter y Ana se harían posteriormente amigas en aquel lugar desolado.
Lo que sucedía a la llegada de los presos seguía siempre el mismo patrón: primero pasaban a los barracones de cuarentena, donde un empleado del banco Lippmann-Rosenthal se incautaba de cualquier objeto de valor que llevaran los detenidos; luego, se los asignaba al barracón de castigo, el número 67, destinado a los delincuentes, puesto que esconderse se consideraba un delito. En cada barracón vivían trescientas personas. Se entregaba a los recién llegados un uniforme azul con peto rojo y unos zuecos de madera. A los hombres se les rapaba la cabeza; a las mujeres se les cortaba el pelo casi al cero.
En su diario, Ana cuenta que su única vanidad era lo bonito que tenía el cabello. Pero los alemanes necesitaban pelo para las correas de transmisión y las juntas de las tuberías de los submarinos.[9] El mundo se había vuelto loco: el cabello de las personas cuya existencia estaban aniquilando los nazis se utilizaba para la fabricación de armas de guerra.
El campo de Westerbork estaba situado en una zona de turberas que todo lo empapaban de humedad. No era muy grande: unos quinientos metros cuadrados. Lo dirigían en parte prisioneros judíos alemanes, miembros del Servicio de Orden (Ordedienst, OD) que hacían las veces de fuerza policial. Eran refugiados alemanes a los que las autoridades holandesas habían confinado en el campo en 1939, cuando los Países Bajos aún eran un país neutral. Más adelante, engrosaron sus filas también judíos holandeses. Las autoridades alemanas aseguraban a los integrantes del OD que, si hacían cumplir las normas dentro del campo, se librarían de ser deportados «al este». Su número variaba —entre cuarenta y sesenta hombres—, y respondían directamente ante los comandantes del campo.[10]
Westerbork, paradójicamente, brindó a Ana una especie de libertad tras el encierro en la Casa de atrás. La señora De Winter recordaba que «Ana estaba feliz; era como si se sintiera liberada porque podía ver gente nueva y hablar con ella, y reír». Podía respirar y sentir el sol en la cara. «Aunque no estuviéramos a salvo ni se hubieran acabado nuestros padecimientos», añadía De Winter.[11]
El 25 de agosto de 1944, los Aliados liberaron París. El 3 de septiembre cayó Bruselas y el 4, Amberes. Los estadounidenses estaban ya a medio camino de la península itálica. La guerra estaba llegando a su fin. Pese a todo, el domingo 3 de septiembre, 1019 personas fueron deportadas a Auschwitz. Tres días y dos noches de viaje, entre 60 y 75 personas por vagón de ganado: 498 mujeres, 442 hombres y 79 menores; entre ellos, la familia Frank, los Van Pels y Fritz Pfeffer.[12] Fue el último transporte que salió de Westerbork con destino al campo de concentración de Auschwitz, en Polonia.
Otto había tenido la esperanza de que la suerte les sonriera. No fue así.