Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 17

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Un incidente angustioso

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Ocho personas escondidas en un espacio reducido durante veinticinco meses: es asombroso que aguantaran tanto. Como decía Bep: «Ocho personas son ocho individuos. Aunque cada uno metiera la pata solo una vez al año, ya serían dieciséis motivos de crispación».[1] A veces estallaban riñas familiares durante las horas de oficina. Bep, que reconocía las voces, subía enseguida a avisar a los escondidos de que se los oía abajo. Una vez en que su padre, que era el encargado del almacén, oyó voces, se puso a echarle la bronca a un empleado para tapar el ruido mientras ella subía corriendo a poner orden. El pobre trabajador no entendía qué había hecho.[2] Era todo muy angustioso.

El mundo había enloquecido, pero Otto logró mantener la calma hasta cierto punto. Miep advirtió un cambio en él. Parecía tener más aplomo y, a pesar de que siempre había sido un hombre nervioso, daba la sensación de ser absolutamente dueño de sí mismo. Transmitía una sensación de paz y seguridad. Miep se daba cuenta de que trataba de dar ejemplo a los demás.[3]

Mantener la calma era imprescindible. Hasta marzo de 1943, el padre de Bep se ocupó de todo. Tiraba la basura tomando todo tipo de precauciones y se encargaba de disimular cualquier indicio de que había personas escondidas en el anexo trasero. En junio de ese año, sin embargo, le diagnosticaron un cáncer. Siguió trabajando unos días, pero, como anotó Ana en su diario, el 15 de junio le operaron y tuvo que dejar el trabajo para poder recuperarse.

Al no encontrar sustituto por su cuenta, Kleiman recurrió a la oficina pública de empleo, que le mandó a un tal Willem van Maaren. Era muy arriesgado incluir a un perfecto desconocido en el mundo hermético de la Casa de atrás, y Kleiman pronto se arrepentiría de su decisión. Van Maaren mostraba una curiosidad sospechosa, y los protectores de los Frank llegaron a la conclusión de que robaba provisiones del almacén para venderlas en el mercado negro.

El cambio del jefe de almacén fue seguramente el mayor peligro que corrieron los habitantes de la Casa de atrás desde que se escondieron, pero había muchas otras cosas de las que sus protectores tenían que preocuparse cotidianamente: conseguir cupones de comida a través de la resistencia (según contaba Miep, Jan tuvo que llevar el documento de identidad de todos los escondidos al grupo clandestino con el que colaboraba para demostrar que estaba alimentando a ocho personas); buscar dinero extra para comprar comida; y, a medida que aumentaba el racionamiento, encontrar alimentos.

Por si eso fuera poco, los robos en los establecimientos de Ámsterdam eran muy frecuentes. En Prinsengracht 263 hubo al menos tres intentos de robo entre 1943 y 1944. El 16 de julio de 1943, Peter bajó al almacén antes de que llegara el personal, como tenía por costumbre, y se encontró las puertas abiertas. Los ladrones habían forzado con una palanca la puerta del almacén y la de la calle. Curiosamente, en la Casa de atrás nadie se había despertado. Los intrusos habían subido al segundo piso y robado una pequeña cantidad de dinero, cheques en blanco y, lo peor de todo, cupones de racionamiento equivalentes a toda la asignación de azúcar de los escondidos.

El 1 de marzo de 1944, Peter volvió a encontrarse abierta de par en par la puerta delantera —la que llevaba a los despachos— y descubrió que faltaban el maletín nuevo del señor Kugler y un proyector. Pero lo más preocupante era que no había indicios de que el ladrón hubiera forzado la entrada. Parecía tener un duplicado de la llave, lo que significaba que debía de ser uno de los empleados del almacén. Pero ¿cuál de ellos?

El incidente más inquietante tuvo lugar un mes después, el 9 de abril, apenas cuatro meses antes de la redada en la Casa de atrás y la detención de sus ocupantes.[4] Se oyeron ruidos en el almacén después de la hora de cierre y Peter, su padre, Fritz y Otto bajaron a ver qué pasaba. Peter vio que faltaba un panel grande de la puerta del almacén. Entraron los cuatro en el almacén y entrevieron a los ladrones. En ese momento, Van Pels gritó «¡Policía!» y los intrusos huyeron. Pero mientras los escondidos trataban de tapar el hueco de la puerta, alguien lanzó una patada desde la calle y el tablón salió disparado. La audacia de los ladrones los dejó estupefactos. Lo intentaron otra vez y, de nuevo, arrancaron el panel de una patada desde fuera. Pasado un momento, un hombre y una mujer alumbraron el hueco con una linterna.

Los ocupantes de la Casa de atrás corrieron a esconderse arriba. Un rato después, oyeron un zarandeo en la estantería que ocultaba la puerta. Ana dice en su diario que no encuentra palabras para describir el horror de ese instante. Oyeron pasos que se alejaban; después, todo quedó en silencio. Se retiraron los ocho al piso de arriba, donde pasaron la noche en vela esperando a la Gestapo.

Al día siguiente, Jan Gies se enteró de lo que había ocurrido. Martin Sleegers, el sereno, que recorría el barrio en su bicicleta acompañado por sus perros, había visto el agujero en la puerta y había alertado a la policía. Sleegers y un agente llamado Cornelis den Boef, militante del NSB, registraron el edificio entero, incluido el rincón en el que se encontraba la entrada al anexo trasero. Fueron ellos quienes zarandearon la estantería.[5]

Ese mismo día, cuando volvía al edificio, Jan se encontró por la calle con Hendrik van Hoeve, el tendero que les vendía las verduras, y le contó que habían intentado robar en el almacén. Van Hoeve contestó que ya lo sabía: su esposa y él habían pasado la víspera por delante del edificio y habían visto el hueco de la puerta. Él había alumbrado hacia el interior con una linterna y creía que había asustado a los ladrones y que estos habían huido. Pensó en llamar a la policía, pero decidió no hacerlo. Añadió que tenía sus sospechas sobre lo que pasaba en el anexo trasero y no quería causar problemas.[6] Van Hoeve dio a entender claramente a Jan que sabía que allí había gente escondida. Willy, el hermano de Kleiman, fue enseguida a reparar la puerta.

A principios de 1944, un tal Lammert Hartog entró a trabajar en la empresa como ayudante de Van Maaren, el nuevo encargado del almacén. Venía recomendado por Petrus Genot, que trabajaba con el hermano de Kleiman en su empresa de control de plagas. La esposa de Hartog, Lena, que limpiaba de vez en cuando las oficinas de Opekta, también medió para que le dieran el trabajo a su marido.

A finales de junio, Genot advirtió a Kleiman de que la mujer de Hartog le había preguntado a la suya si era cierto que había judíos escondidos en Prinsengracht 263. Anna Genot se quedó horrorizada. ¿Cómo podía Lena difundir tales chismorreos con los tiempos que corrían? La advirtió de que tuviera mucho cuidado con lo que iba diciendo por ahí. Lena, aun así, le hizo el mismo comentario a Bep, que también le dijo que no debía hablar tan a la ligera de esas cosas.[7]

Angustiada, Bep habló con Kugler y Kleiman. ¿Qué debían hacer? Si Hartog y su esposa, Lena, y quizá incluso Van Maaren, sospechaban que había judíos escondidos en la Casa de atrás, pronto se extendería el rumor. ¿Debían avisar a Otto? ¿Había llegado el momento de intentar trasladar a los ocho escondidos a otro lugar? Tal vez Ana y Margot pudieran permanecer juntas, pero ¿cómo iban a encontrar escondite para siete personas? ¿Aceptarían los Frank separarse? Era verano. La gente se quedaba en la calle hasta más tarde. ¿Podrían salir ocho personas del edificio a hurtadillas sin llamar la atención? Al final, no hicieron nada. Este era uno de los recuerdos más dolorosos que tuvieron que asumir: el sentimiento de culpa por no haber avisado a Otto. La redada en la Casa de atrás se produjo dos meses después. Si sus protectores los hubieran trasladado entonces, ¿se habrían salvado Otto Frank y su familia, los Van Pels y Fritz Pfeffer?

¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado.

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