Читать книгу ¿Quién traicionó a Ana Frank? La investigación que revela el secreto jamás contado. - Rosemary Sullivan - Страница 12
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Un paréntesis de tranquilidad
ОглавлениеEn diciembre de 1933, Otto Frank encontró piso para su familia en el número 37 de Merwedeplein, en el Rivierenbuurt (el Barrio de los Ríos) de Ámsterdam. Era un piso modesto de tres habitaciones, en la segunda planta de un bloque construido en torno a 1920, en una hilera de edificios idénticos.[1] En el Barrio de los Ríos vivían por entonces centenares de refugiados judíos huidos de la Alemania nazi. Los judíos holandeses, más pobres en general, envidiaban sus comodidades de clase media y advertían a los recién llegados de que no hablaran alemán en público para que no los identificaran como inmigrantes. Otto pensó que había encontrado un refugio seguro para su familia. A Ana le encantaba el barrio y llamaba «la Alegre» a la plaza de Merwedeplein. Durante los primeros cinco o seis años, los Frank se encontraron a gusto en Ámsterdam; las niñas se integraron pronto en el colegio, hablaban holandés y tenían amigos. Lo que sucedía en Alemania era trágico pero quedaba muy lejos.
En la Holanda de aquella época el antisemitismo no se expresaba abiertamente y, cuando se hacía, solía ser en forma de agresiones verbales. Estaba surgiendo, no obstante, otro tipo de intolerancia. A medida que llegaban más y más refugiados huidos de Alemania, y luego de Austria y el este de Europa, la xenofobia fue aumentando poco a poco entre los holandeses. Los refugiados llegaron en tres grandes oleadas al país: en 1933, al ascender Hitler al poder; en 1935, con la promulgación de las Leyes de Núremberg; y en 1938, tras los sucesos de la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, cuando se saquearon los establecimientos judíos, se detuvo a unos 30 000 judíos y cerca de 600 resultaron heridos de gravedad. Se les acusó, por último, de incitación a la violencia y se los condenó a pagar multas por valor de varios millones de marcos. Cuando la verdad podía retorcerse hasta ese punto, había llegado el momento de huir. Se calcula que entre 1933 y 1940 llegaron 33 000 refugiados a los Países Bajos.
El Gobierno holandés votó a favor de tratar a los refugiados como «elementos indeseables».[2] En 1939 se creó el campo de Westerbork para albergar a los refugiados judíos tanto legales como ilegales, y se obligó a las asociaciones judías holandesas a sufragar su mantenimiento. Ubicado en un paraje rural muy apartado, al noreste del país (la reina Guillermina impidió que se construyera en una zona más céntrica, por estar demasiado cerca de uno de los palacios de la familia real), el campo se componía de toscos barracones y casetas. En principio fue un campamento abierto en el que presuntamente se preparaba a los refugiados para su emigración. Pero, cuando algún tiempo después se produjo la ocupación, todo estaba listo para que los alemanes convirtieran Westerbork en campo de tránsito para los judíos que iban camino de los campos de concentración del este.
En medio de todo esto, Otto Frank consiguió montar la filial de Opekta gracias a un préstamo de su cuñado, Erich Elias. Obtenía escasos beneficios, pero en 1938 creó otra empresa, Pectacon, especializada en hierbas aromáticas, especias y condimentos que vendía a carniceros y otros comerciantes. De ese modo, podía seguir haciendo negocio durante los meses de invierno, cuando escaseaba la fruta para fabricar mermeladas. En octubre de 1937 viajó a Londres y Bristol con idea de fundar una filial en Inglaterra, lo que naturalmente habría supuesto la emigración de la familia al Reino Unido y su libertad, pero el proyecto no salió adelante.
Al hacer balance de aquellos primeros años de la familia en Holanda, Otto podía afirmar que, después de la espantosa situación que se vivía en Alemania, habían recobrado la libertad y llevaban una existencia apacible. En verano, Edith y las niñas solían viajar a la ciudad balneario alemana de Aquisgrán, muy cerca de la frontera entre los dos países, donde la familia de Edith tenía alquilada una casona desde 1932. Fue allí donde se alojaron durante cuatro meses mientras Otto buscaba casa en Ámsterdam. Otto también llevaba a sus hijas a Basilea a visitar a su madre, Alice, a su hermana Leni y a sus numerosos primos.
La relación de Otto con sus empleados da la medida de su talante como empresario y como persona. Cuesta imaginar trabajadores a los que se pidieran mayores sacrificios y que estuvieran tan dispuestos a prestar apoyo a su jefe como las cuatro personas que trabajaban para Otto Frank: Johannes Kleiman, Victor Kugler, Miep Gies y Bep Voskuijl.
Otto conocía a Johannes Kleiman desde 1923, cuando estuvo en Ámsterdam tratando de montar una sucursal del banco Michael Frank e Hijos. Kleiman gozaba de su total confianza. Cuando en 1941 se prohibió a los judíos tener negocios en propiedad, Otto dejó a Kleiman al frente de Pectacon para impedir que los alemanes confiscaran la empresa o la liquidasen. Con el tiempo, la empresa pasaría a llamarse Gies & Co. para darle un aire más holandés. Después de que Otto y su familia se escondieran, Kleiman amañaba los libros de cuentas a fin de ocultar el dinero que apartaba para Otto, que seguía siendo el verdadero presidente de la compañía.
Victor Kugler combatió en la Primera Guerra Mundial con la Armada austrohúngara y resultó herido. Se instaló en los Países Bajos en 1920 y fue uno de los primeros empleados de Otto: entró a trabajar en Opekta en 1933. Kugler, que compartía las opiniones políticas de Otto, le contó que se había marchado de Austria en 1920 porque «le asqueaban el fascismo y el antisemitismo que vio con frecuencia en el ejército imperial austriaco durante la guerra».[3] Tenía treinta y tres años y estaba casado con una mujer aquejada de una enfermedad grave. Miep Gies lo describía como un hombre bien parecido, de pelo moreno y carácter huraño y meticuloso. Era, según decía, muy serio; no bromeaba nunca y se mostraba siempre muy educado y formal.[4] Lo que ella no sabía era que Kugler había tenido una infancia difícil: era hijo de madre soltera en un pueblecito en el que podía resultar muy penoso que te tacharan de ilegítimo, lo que quizá explique su reserva.
Miep Gies, nacida en 1909, también era austriaca. Después de la Primera Guerra Mundial, en su país natal había tal escasez de alimentos que muchos niños, como la propia Miep, sufrían desnutrición aguda. Al empeorar su estado de salud, sus padres la inscribieron en un programa de ayuda a través del cual se enviaba a niños desnutridos a los Países Bajos para que se recuperaran. Los niños viajaban solos en tren, con una tarjeta con su nombre colgada del cuello. Miep recordaba que el tren se detuvo en la ciudad holandesa de Leiden cuando ya era noche cerrada. Un hombre la agarró de la mano y salieron de la estación y del pueblo. De pronto apareció una casa. Se abrió una puerta y una mujer le dio la bienvenida y le ofreció leche caliente. Unos niños la miraban con asombro. La llevaron a la cama y se quedó dormida al instante. Miep forjó un vínculo muy estrecho con la familia Nieuwenburg, con la que permaneció cinco años. A los dieciséis, estando de visita en Viena, pidió autorización a sus padres biológicos para quedarse definitivamente con su familia de acogida.[5] Debido a esa vivencia personal, sentía una profunda compasión por los refugiados.
Otto la contrató en 1933, cuando ella tenía veinticuatro años. En cierta ocasión, Miep lo describió como un hombre de pocas palabras, principios elevados y un sentido del humor marcado por la ironía.[6] El que pronto sería su marido, Jan Gies, trabajaba para los Servicios Sociales y desde 1943 colaboró activamente con el Fondo Nacional de Apoyo (Nationaal Steun Fonds, NSF), la organización clandestina encargada de procurar financiación a las distintas ramas de la resistencia holandesa, financiación que procedía en gran medida del Gobierno holandés exiliado en Londres.[7] Era una labor peligrosa. Durante esos años, más de veinte mil holandeses ayudaron a esconder a judíos y otras personas que necesitaban ocultarse. Miep contaba que ella había hecho de buen grado lo que pudo por ayudar, igual que su marido. Y que, sin embargo, no fue suficiente.[8] Jan y ella se hicieron íntimos amigos de los Frank. Cenaban juntos casi todas las semanas.
Elisabeth Voskuijl, llamada Bep, tenía dieciocho años cuando empezó a trabajar en Opekta, a principios del verano de 1937. Diez años menor que Miep, parecía terriblemente tímida pero poseía un coraje extraordinario. Hablaba con elocuencia de su jefe. Otto era, según ella, «cariñoso, muy exigente consigo mismo y extremadamente sensible. Una palabra suave surtía siempre más efecto que un grito».[9] El padre de Bep, Johannes, también entró a trabajar en la empresa como jefe de almacén. Contrario a los nazis por principio, fue él quien construyó la estantería que camuflaba la entrada a la Casa de atrás.
Estas cinco personas ocultaron a la familia Frank, le salvaron la vida a Otto y fueron partícipes de su tragedia. No eran simples empleados; eran amigos que, al igual que Otto, veían claramente la amenaza que representaban los nazis. Después de la guerra, al echar la vista atrás, Otto diría que para él Ámsterdam era un lugar cargado de ambigüedad. Por un lado, lo identificaba con la amistad hasta la muerte. Y, por otro, con la traición.
En 1938, su sentimiento de seguridad empezó a resquebrajarse; sobre todo, tras la anexión de Austria por parte de Hitler. ¿De verdad estaban a salvo en los Países Bajos? Si los nazis habían invadido Austria y la habían declarado parte de la Gran Alemania, ¿por qué no iban a hacer lo mismo con Holanda? Según la ideología nazi, los holandeses eran un pueblo germánico que hablaba una variante del alto alemán. Esa primavera, Otto fue al consulado estadounidense en Róterdam para solicitar un visado con intención de emigrar a América. No fue el único. A principios de 1939, los consulados estadounidenses en Europa habían recibido ya 300 000 solicitudes de visado. Y la cuota anual de visados reservados para ciudadanos alemanes y austriacos era de apenas 27 000.[10]
Si a Otto se le pasó por la cabeza reunirse con su madre y su hermana en Suiza, pronto descartó la idea. Ya antes de que empezara la guerra, los suizos se habían negado a aceptar a refugiados o inmigrantes judíos. No querían enemistarse con Hitler ni ver comprometida su neutralidad. Los únicos judíos a los que se admitía en el país eran aquellos que, como los judíos palestinos, podían demostrar que se hallaban en tránsito, camino de otro país. Otto sabía que, si intentaba cruzar la frontera suiza con su familia, era casi seguro que los devolverían a Holanda y acabarían detenidos, puesto que los judíos tenían prohibido abandonar el país sin el correspondiente visado.
Otto se aferró a la esperanza de que Alemania respetara la neutralidad holandesa, como había ocurrido en la Primera Guerra Mundial. Pero, ante todo, trataba de poner al mal tiempo buena cara. Era consciente de que su familia y él se hallaban de nuevo en peligro. Su prima Milly Stanfield, de Londres, recordaba la correspondencia que mantuvo con él durante la primavera de 1940: «Recibí una carta suya en la que me contaba lo horriblemente desgraciado que se sentía porque estaba seguro de que Alemania iba a atacar».[11] Decía que casi no podía ni pensar en lo que sería de las niñas. Milly le propuso que las mandara a Londres. Allí estarían más seguras. Otto le contestó que Edith y él no concebían la idea de separarse de ellas, a pesar de que Milly era la única persona a la que le habría confiado la vida de sus hijas.
Es probable que esta fuera una de las decisiones de las que Otto se arrepintió después amargamente, pero entonces no podía prever lo que sucedería. Si Hitler había invadido Holanda, ¿por qué no iba intentar invadir también el Reino Unido? ¿Y qué garantía había de que este fuera a resistir? Sus hijas podían hallarse solas en un Londres ocupado, y él jamás se lo perdonaría.
En marzo de 1939, Rosa, la madre de Edith, llegó de Aquisgrán para instalarse en el número 37 de Merwedeplein. Más adelante, en el verano de 1940, los hermanos de Edith, Walter y Julius, pudieron por fin emigrar a Estados Unidos y prometieron conseguir visados para todos. De nuevo había esperanzas de encontrar una salida.