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VIII

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El demonio hablaba.

Cosas varias. A veces se adentraba en detalles sobre el funcionamiento del infierno. En esos momentos yo perdía interés y pensaba otras cosas. Pensaba: Naturalmente que no es Lucifer mismo, sino algún diablillo menor más a la talla de mi maldad en la tierra. Un mal menor. Un criminal común y corriente. Tal vez demasiado sensible a la faceta ecológica de sus crímenes. Pero en general tan hijo de puta como cualquier otro ser humano. Y tan miope. Cuando se colaba alguna palabra dicha por el demonio en su plática técnica, me preguntaba si todos los pensamientos que tenía yo no eran sembrados por el diablillo, no eran sus propios pensamientos en mi cabeza, y que eso era el infierno. Pero no. Recordaba que eran mis pensamientos, los de mi propia cosecha, los que me torturaban la mayoría de las veces.

No se escuchaban gritos. No torturaban a nadie. Los tiempos han cambiado, dijo el demonio menor, mirándome con ojos irónicos. Luego no decía nada. Dejaba grandes espacios entre las palabras. Entre las frases. Y en esos espacios se colaba algún pensamiento mío. Como: Lo que miro en él, ¿son ojos en verdad? ¿Estoy viendo su rostro a un metro del mío?

En realidad, dijo, la única diferencia entre el infierno y el cielo es ese cartel que ves ahí. Seguí el movimiento de su hombro, su brazo, la extensión del codo, la muñeca y por último su dedo índice (todo se desglosó en forma líquida, como una ola). Apuntaba a un letrero que no recuerdo haber visto antes. Naturalmente, el letrero decía:

EL INFIERNO

Así. En español. El tipo era como de cuarenta puntos, en Times New Roman, color negro en fondo blanco. Plástico. Mate. Se veía funcional, el tipo de letreros que encuentra uno en los hospitales. Después de leer el letrero mi mirada volvió al dedo índice y recorrió en dirección inversa la longitud de su brazo hasta llegar al hombro. Me asombró mucho que recorriera el brazo con tanta atención, con tanta lentitud. Y más me asombró percatarme de que el brazo siguiera ahí, extendido, todo el tiempo de mi recorrido. Observé todos los detalles, una mano sarmentosa, un brazo cubierto por una manga suelta, tal vez demasiado ancha para el brazo lánguido. Pero mientras me decía esto pensaba que todos esos adjetivos no eran sino convencionales, hasta literarios, y que no describían el brazo realmente sino una parte de mi experiencia, una parte de mí. Me describían a mí. Cuando mi mirada llegó al hombro siguió hasta el cuello y de ahí al mentón, luego al rostro entero. Por más que mi mirada escrutó ese rostro, no pude calificarlo. Me fallaron los adjetivos o la experiencia. Cuando miré los ojos, los sentí sonreír.

Sí, dijo. Las cosas han cambiado. Hasta podría uno creer que las tontas declaraciones de los derechos humanos han llegado hasta acá. Prohibida la tortura. Toda confesión de pecados obtenida bajo coerción física es ilegal y los jueces la arrojan fuera de la sala.

Sabía bien que no era eso lo que estaba diciendo, que algo en mi cerebro lo estaba interpretando así. El infierno, me dije a mí mismo, no funcionaría así, como un trámite judicial. No estaba seguro siquiera de ese pensamiento, pues con tan sólo tenerlo otros cinco se presentaron en forma simultánea: del alboroto me quedó un sabor de multiplicidad y juegos epistemológicos.

El rostro y la vestimenta del diablo menor eran fugitivos, translúcidos, se desvanecían si no los veía, inclusive si los miraba en forma directa, era imposible describirlos. Lo más palpable era la sensación de que tenía un rostro, de que estaba vestido. Era un gestalt más que todo, algo que la cabeza ponía ahí tras haber escuchado una voz o creído haber escuchado una voz.

No sé en qué momento desperté, pero el demonio menor había dicho unas palabras antes, que aún resonaban como un eco en mi cabeza, un eco distante, el tercer rebote de una frase lejana. Había dicho: A veces pienso que este en realidad no es el infierno, porque muchos se despiertan.

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