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IV

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Brasil.

Nada de in media res.1 Empezaremos por Brasil.

Es una fantasía para muchos, Brasil. Porque sólo piensan en Copacabana o Ipanema. Y en el famoso Carnaval. Como dice el rapero del baile funk, esse é o cartão postal.

Mi primera mujer fue una negra de caderas rotundas, carnes duras, tetas erguidas al viento, tal vez de unos veintitantos, tal vez treinta, con las negras es difícil saberlo, son una carne de eximia calidad, extremas de salud, superiores en todo a las demás razas, superadas sólo por atletas. Dos años duré con esta mujer, a quien conocí a los once años cuando cursaba el primero de secundaria y a quien dejé cumplidos los trece, cuando terminé la secundaria y me mudé al extranjero.

Un amigo mayor me la presentó.

Estaba yo jugando con mis muñequitos de Star Wars. Yo siempre era Han Solo, fugitivo de la justicia imperial, contrabandista, con la escuadra que escupía láser colgando bajo en el muslo derecho, como un vaquero del viejo oeste a quien honran con carteles de Se busca, vivo o muerto.

Lupe, la sirvienta, había dejado pasar a mi amigo. Me había gritado: ¡Te busca Joaquincito! Pero no la oí. Estaba concentrado en una aventura en la torre, huyendo de los stormtroopers, blancos soldados de corte nazi que portaban armas largas y eran siempre numerosos. Los había situado su capitán en todos los flancos. Chubaca y yo estábamos rodeados y el pinche Luke se había subido a su X-Wing en dirección a no sé qué chingados planeta a continuar con su mamada jedi, un entrenamiento en artes marciales, hipnotismo, telequinesis, filosofía zen y otras pendejadas que no nos ayudarían a mí y a Chubaca a escapar. No nos quedaba otra que lanzarnos por las tuberías de desagüe y nadar entre los asquerosos desperdicios industriales, arriesgándonos a empaparnos de la basura tóxica radiactiva. Era eso o la muerte con rayos láser. También podíamos rendirnos. El capitán sabía quiénes éramos. Su jefe máximo, Darth Vader, sabía quiénes éramos. No nos matarían. Incluso tal vez ni siquiera nos torturaran. Intentarían sobornarnos, voltearnos a su campo, convertirnos en espías.

Yo era Han Solo y no tenía principios. Me gustaba la comodidad, la aventura, el lujo, la lujuria, me esperaban varias mujeres en varias galaxias. Pero Chubaca era un mamífero peludo de una sola pieza, duro como un burro y terco como un tronco. Y no aceptaría sino dos cosas: la muerte o escapar. Volé el candado de una alcantarilla. La abrí y me lancé de hocico. Chubaca me siguió. Cuando metía los muñequitos en la cámara donde enfrentarían los peligros de una inmensa serpiente, Joaquín llegó a mi cuarto.

Quihubo.

Qué onda.

Aquí nomás. Cierra la puerta.

Solté los muñequitos y me levanté para cerrar la puerta. Joaquín era hermano de César, mi mejor amigo. Joaquín tendría quince años. A todos los de la banda nos parecía ya un adulto, alto, fuerte, con pelos por todos lados. Joaquín se levantó la camisa y pude ver nuevamente sus famosos y envidiados cuadritos. Tenía un lavadero impresionante que creo nos impresionaba más a nosotros que a las niñas del barrio.

Enrollada frente al ombligo y atorada entre el lavadero y el pantalón traía una revista. No me dijo nada. Sólo me miró y me la entregó enrollada. La desenrollé para ver la portada. Carnaval en Rio, decía y mostraba varias carrozas con gente bailando alrededor, muchas negras, muchos negros, muchos rubios, máscaras, un desorden, pues: un carnaval. Al abrir la revista y hojear las páginas pude ver el despliegue carnavalesco.

O reveillon 1980, leí en letras hechas de arena en la playa de Copacabana. Algunas páginas estaban duras como si se hubieran salpicado y secado después. Faltaban algunas páginas que alguien había arrancado. Luego llegué a la página que me mantuvo atorado en un íntimo sueño erótico durante dos años enteros. Encima de una carroza toda blanca como si hubiera sido bañada en plumas de cisne bailaba con desenfreno una negra que parecía obra de un dibujante de inmenso talento. Los muslos de chocolate, largos, musculosos, se torneaban en los extremos internos con una curva suave. En la parte superior y exterior se abrían a una cadera ancha que luego dibujaba una curva drástica hacia el espacio estrecho de la cintura para abrirse ligeramente hacia arriba y continuar con el torso angosto, esbelto, hasta salir nuevamente distal cuando llegaba a los hombros.

Todo ese contorno de piel estaba desnudo y de un homogéneo color tostado. El ombligo se hundía en dos bandas musculares de la pared ventral que dejaban ver ligeramente las inserciones de los músculos abdominales. La vista se expandía hacia las alas donde se ubicaban las costillas, recubiertas por destellos de piel chocolate. Luego, más al centro, destacaban dos pequeñas esferas, expuestas al aire, libres, alegres, pícaras, que estaban rematadas por dos botones más oscuros.

El rostro empezaba y terminaba con la explosión de una sonrisa inmensa, intensa, tan blanca como una estrella, enmarcada por dos labios carnosos, gruesos, rojos como la sangre y violentos. No recuerdo los ojos. No recuerdo la nariz ni el cabello. La geografía que recuerdo es la que he narrado. Ese país se limitaba a esas características geológicas.

No recuerdo más sino el largo tiempo que permanecí hipnotizado por esta versión brasileña del arte del jedi. Tenía la boca abierta. Lo sé porque Joaquín había sacado a Luke de la cabina de su X-Wing y me lo había metido a la boca. No fue sino hasta que lo sentí en la campanilla que reaccioné. Solté la revista, hice aspavientos frente a la cara mientras mordía las piernas del muñequito. Me lo saqué, confundido, enfurecido, avergonzado. Joaquín estaba en el suelo, de rodillas, sujetándose el estómago que le hervía de las carcajadas. Al mirarme pude ver sus ojos llenos de lágrimas.

Cuando nos calmamos los dos abrí la puerta del cuarto. Fui al baño por el papel higiénico. Volví y cerré la puerta con seguro para que no entrara Lupe. Luego Joaquín en un extremo y yo en el otro de la cama nos colocamos en el suelo en cuclillas, al borde del colchón, cada quien con media revista, que Joaquín había roto en dos con un rápido movimiento. Él hojeaba su puñado de páginas mientras se la sacudía con rapidez. Yo sólo miraba una página, sólo miraba dos muslos, un ombligo, dos pechos, esa sonrisa y dos labios gruesos rojos y violentos. Me vine sin verla, pues se me pusieron los ojos en blanco.

1 Frase latina que significa ‘en medio de las cosas’. No al principio, no al final: en medio.

Dukanichanata

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