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V
ОглавлениеPausa de varios días.
¿En qué nos quedamos? Hace varios días que no escribo, ocupado en otros asuntos. Todo mundo dice lo mismo, ¿no? Lo siento, no he podido: he estado ocupado. ¿En qué? Las ocupaciones modernas, todo lo que pudiésemos estar haciendo, puede ser fácilmente, con filosofía, desechado. ¿Qué podría ser más importante que entrar de lleno a lo medular del alma? La muerte espera, impaciente, ¿para qué dilatarse en asuntos triviales? ¿Qué no resulta banal, para alguien como yo, como tú: condenado a muerte, todo aquello que no vaya directamente a nutrir el corazón? Si no te pone una lágrima en el ojo, si no te levanta el rictus en amable sonrisa, ¿para qué sirve? A la basura, todo.
Así, he estado ocupado. Hasta este momento. Dicho eso con gran convicción dogmática, inamovible, principio de patriota (¿aún se usa ese adjetivo, digo, aparte de ponerlo en las calcomanías de misiles y legislación totalitaria?), no me hubiera sentado a escribir de no ser porque me he lastimado el hombro.
Estaba invirtiendo vida en nimiedades, en box de sombra contra la parca (caballeros medievales juegan ajedrez, yo practico muay thai), cuando en un gancho al final de una combinación que incluía rectos y varias patadas, siento una leve incomodidad, el brazo derecho poco obediente. Lo dejo caer para descansarlo y entonces siento el jalón, un pequeño relámpago de dolor, apenas un parpadeo, un clic de ratón. Lo siento localizado en la parte superior del húmero, sin duda en la inserción del deltoides. Es un dolor, como muchos, debilitante (porque hay de los otros, de los que fortalecen, ¿o confundo opciones con programas del genotipo, que nos marcan para una o para otra interpretación de la hormona p?). Cualquier excusa, supongo, para renunciar al esfuerzo físico, siempre tan penoso, y sentarme a cualquier cosa que se pueda hacer sentado. Ver televisión. Es sábado, hay matinés. O si no, la versión electrónica de El mundo hasta ayer, donde se da rienda suelta el profesor Diamond, con ligera misantropía. O, en su defecto, esto: esto que llevo prometiéndote desde los veinte años.
En las pausas entre párrafos, el teclado alejado lo suficiente como para dejarme descansar los antebrazos sobre el borde del escritorio con tal de hacer menos fatigosa la escritura, en esas breves pausas, doblo el cuello para descansar del peso de esta hidrocefálica cabeza, embotada de haraganería, burbuja de duende, y me miro las piernas: vascularizadas al máximo, como los poderosos muslos de un atleta. Igual los brazos. Ironías de los últimos momentos de mi virilidad. Ya me lo habían dicho cuando tenía diecinueve y me paseaba por el mundo vestido con unos shorts cortados de un pantalón de mezclilla y una camisa a tirantes con el símbolo de la cruz roja en el pecho: Qué desperdicio de cuerpo. Toda esa potencia asignada a un poltrón. Bíceps hipertrofiados donde debería haber mayor neurología y no el tortuguismo que era mi placer.
Llevo manteniendo entre altas y bajas este cuerpo equivocado durante décadas. Quien me ve por la calle se imaginará un pasado deportivo, una constitución proletaria de obrero que vuelve a casa con la puesta del sol. Y no. Soy esas olas del mar que los ingenieros se mueren por domesticar en un corral hidráulico que genere watts hasta el fin de los días. Soy mi propio melancólico ingeniero, me miro en el espejo (seguido, me gusta el placer, me aplaudo, me admiro, mezcla de senilidad precoz y psicosis light). Y me digo: Qué no pudo haber hecho, cualquier otro, armado con este cuerpo y dos de las ideas que a diario tiro a la basura. Más que nada, que fue lo que he hecho: es difícil lograr tan endemoniado nivel de entropía: con respirar se logra algo. Es todo lo que me cuelga del cuello por medalla.
Menciono el cuerpo por melancólico narcisismo. Pero también porque fue la herramienta que sirvió de palanca para persuadir a las protagonistas de este trabajo que someto a tu refinado criterio. Antes de mí, son seres que como fantasmas se pasean por el mundo espectral conocido sólo por los discípulos de Connie Méndez. Gracias a mí: heroínas inmortales en páginas destellantes de arte lingüístico.
En la época de mi Primer Amor (platónica para ella, seminal para mí), mi cuerpo era el de un niño. En palabras de psicólogo: un preadolescente. Joaquín, varios años mayor que yo, pronto encontró un sustituto. No lo volví a ver del otro lado de la cama, en cuclillas, con una mano en la revista pasando las páginas y con la otra mano jalándosela a toda velocidad. En cambio yo duré de mi lado dos años, hasta que un diciembre del año QOIP me llegó mi turno.
Mi madre tenía, como por lo general tienen las locas, una amiga loca. Y esa amiga loca llegó una noche de diciembre durante el Jánuca,2 llorando, el rostro húmedo, despeinada, el maquillaje corriéndole por el rostro, con dos maletas y una hija, a quedarse por unos días. Era la tercera semana de diciembre. Lo recuerdo bien porque fue el último Jánuca en que recibí juguetes, aunque a los trece cumplidos recibirlos evidenciara un poquito mi retraso mental (entonces no lo sabía, pero sufro de retraso mental profundo: escribir, esperanzado, este libro, lo prueba, ya que a la vez estoy leyendo a Svevo y ese pobre idiota tampoco hizo nada interesante sino hasta frisar los sesenta, cuando todo ser humano a esa edad empieza a redactar testamento, ordenar su vida, tender la cama para horizontal y satisfecho esperar la muerte).
Había recibido, junto con los juguetes, una banca de halterofilia y había empezado, sin mayor ciencia que las tres páginas del folleto Weider, el levantamiento de pesas. Como estaba lleno de fresca testosterona, mis músculos se hincharon rápidamente y a veces me entretenía verlos bailar bajo una película fina de piel: origen del molesto narcicismo que me persigue hasta hoy en día: el músculo sigue ahí, prisionero, pero ahora se mueve con más libertad, no tan lozano, más moroso, pero con mayor juego, pues la película ahora se estira con esa desagradable flexibilidad pellejosa de la queratina anciana. Imagina la ridícula postal de niño enajenado, jugando con sus muñequitos de Star Wars con rotundos bíceps capaces de levantar cincuenta kilos cada uno.
La hija de la loca tenía dieciséis años y mi madre se dejó convencer por mi limitrofía: no pasaría a más el dejarme solo con la niña adolescente mientras las dos locas salían a celebrar el privilegio de los seculares (ni Jánuca ni Navidad, llena el caballito arriba, abajo, al centro y pa dentro). ¿Mi padre? Década y media de casado, pasaba casi todo el tiempo en el bufete de abogados.3
Después de una cena hogareña en la que comimos lo que trajo la invitada (panqué frito de papa, pavo, pastelillos de queso, berlinesas), tomamos rosé espumoso a montones y nos comimos las doce uvas, blintzes y buñuelos de manzana, rosquillas, las dos mujeronas se fueron a buscar analgésico anímico en la noche mientras que nosotros dos nos quedamos en casa.
Lo que yo haría con una nena de dieciséis años en este momento. Sólo pensarlo tengo que dejar de pensarlo de inmediato, o me vuelvo loco. Pero entonces, cuando era fiel a la abstracción de mi negra brasileña, no tenía idea de cómo movilizar esa actividad al mundo palpable y carnal de una chica adolescente y un poco briaga que me miraba comer pastel. Para ella yo tal vez era un muñeco. Las chicas maduran tan pronto. Pero la banca de halterofilia había cumplido con su labor y debajo palpitaban fuerzas con las que ella definitivamente quería interactuar. Incapaz de ver la transición del papel a la mesa festiva, del Carnaval de Río a la cena de Rosh Hashana, mi cuerpo estaba tranquilo en su ebriedad y sólo quería sentir el corte lento de la espátula en el interior grumoso del pastel, verlo transportado a mi plato, ver el tenedor cortarle un tajo, sentirlo en la boca y luego bañar la garganta con una combinación de leche, rompope, egg nog y rosé espumante cuyas burbujas y dulzura me hacían creer que eran sólo refresco.
2 Navidad judía.
3 Apá mandaba un Mazel Tov desganado, anticipándose a la decepción filial que le esperaba.