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IX

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Tendríamos que hablar de eso, ¿no? Digo, cuando nos sinceramos, ya sea en la borrachera o en clímax místico. Ese desencadenarse, elevar anclas y exponer la vida al viento azaroso, eso es de hombres. Suicidas, cierto. Pero hombres.

Nací uno, por gracia o desgracias del espíritu santo. Por ello, por ese nacimiento, gente a quien le guiño el ojo lo sabe: no tenemos mucho respeto por los hombres que se creen todo el cuento maravilloso: mujer, techo, hijos, laburo. No se requiere un Marx para desmontar toda la ideología que sustenta ese agravio contra el hombre. Y bueno: hay muchos hombres. Muchos tipos. Así como en la naturaleza no todos los machos del reino animal son leones. Pero, ¿quién está más cerca de nosotros, de nuestro corazón? ¿El alacrán y la mantis religiosa que, obligados por la poca densidad de sus territorios, ofrecen su cuerpo como alimento literal para que en él la hembra siembre sus huevos? ¿O el atletismo solitario, más o menos inútil, del guepardo? ¿El ocio draconiano del león? No creo que las cuerdas del alma de un hombre resuenen en simpatía armónica con la vida de los insectos. Y sin embargo, fácilmente sucumbimos a todo el plan matriarcal: ¿te dejo usar mi cuerpo para tu placer, te hago una copia de tus preciosos y preciados genes, para que te perpetúes como merece tu excelsa humanidad; a cambio tú montas un nido según los patrones ecosuicidas contemporáneos, gastas 75% de tu vida en asegurar la vida de una, dos o más copias de tus preciados genes para que sean el museo viviente de la divina configuración que son tu rostro, tu cuerpo, tu inteligencia; y luego languideces en la muerte postergada, paulatina de las enfermedades degenerativas como el cáncer, el accidente cardiovascular?

Esa es la bella transacción. Malthus se ríe en su eterna tumba bibliográfica, consultada en forma constante y desesperada hasta hoy en día, buscándole como a un oráculo la salida del embrollo generacional, gestacional, geométrico, como si su estudio hubiese sido una propuesta cabalística, de esperanza esotérica, y no un análisis final del fin del mundo. Punto.

Y todos, sometidos a las reglas de la estética, participamos, sumisos, sobornados por el orgasmo, corruptos por la soledad, eternamente ciegos a las épocas geológicas que han formado en un millón de años lo que nos tragamos, apresurados por la comezón orgásmica, impulsados por la lujuria, en diez mil breves primaveras.

Pero no todo está perdido. Queda, siempre abierta, una última seducción.

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