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VI

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De nuevo en México.

Mentí, como la vida miente. Recibí con mucha seriedad las unidades aristotélicas, como rebelión contra el oh desorden homérico. Y quise remediarlo empezando por un principio inventado, un érase una vez.

Estamos buscando la génesis de este destino sexualizado. Querer buscar tal vez ya sea un error. Pero si corre por la sangre esa indagatoria, ¿para qué negarla? Buscamos el legado, para los nietos. Algunos dejan efectivo, otros canciones, nosotros, los hiperbóreos (ji ji ji), dejamos una obra maestra. De ahí que se exija un cierto grado de claridad.

Tengo a lo más unos nueve años. Llego de la escuela, mochila al hombro. María ya tiene la comida lista. No es broma. Se llamaba María. En aquella época así se llamaban todas, sin importar el nombre de pila. Por nuestras varias casas pasaron varias de ellas y todas, que yo recuerde, respondían a ese nombre, María.

Hay albóndigas. Mi comida favorita. Rellenas de huevo y arroz, bañadas en caldo de tomate. María me preparaba dos tortillas de maíz, con sal, enrolladitas, y una tortilla de harina de trigo, con mantequilla y sal, también enrolladita, para acompañar las albóndigas. Agua de jamaica. El postre, también mi favorito: arroz con leche.

Dirás: Uy uy, tienen al niño chiple. Y bien. Así era. Y yo también lo sentía. No lo pensaba. De pensarlo hubiese sospechado algo. Pero solo lo sentía. Lo merecía. El favorito de mamá. Así decía ella. Ambos sabíamos que yo era hijo único. Ve tú a saber qué melodrama interno ocultara mamá. ¿Algún hermanito abortado? ¿Alguna hermanita dada en adopción por haber nacido feíta?

Terminé el arroz con leche apenas. No me cabía. Me fui a acostar. Soñaba las tonterías de cualquier niño cuando el sueño tomó un giro sorpresivo: apareció María, que me sonreía, me acariciaba. Alrededor mío veía que me rodeaban luces, destellos, como en una feria y sus fuegos artificiales. Un sueño muy intenso. Tanto así que desperté. Y lo que vi al despertarme no me alarmó. Era algo extraño, pero no me alarmé. Al despertar sentí un cojín en el rostro. No apretado contra la cara como para asfixiarme, sino sostenido ligeramente para taparme la vista. Pero el cojín se había deslizado en parte hacia la derecha y con el ojo izquierdo pude ver todo el espectáculo. El cuerpo de María, desnudo, estaba sobre mí. Delgada, de piel tostada, con pechos pequeños de los que se dicen en botón, María subía y bajaba sobre mí, se deslizaba hacia abajo, se deslizaba hacia arriba y gemía, gemía con mucho placer o dolor, no sabía yo muy bien. Sentía sus muslos en los costados y vi la mano izquierda que se apoyaba en la cama. Vi todo eso y luego miré su rostro. Tenía los ojos abiertos y me miraba. Se detuvo. Tápate la carita con el cojín, me dijo. La obedecí y continuó el espectáculo. Para ella. ¿Para mí?

El recuerdo me llega cada vez más débil. Hoy, a medio siglo de la primera vez que abrí los ojos, sólo son ligerísimas alas que se baten en la bruma lejana. Nunca dije nada, el instinto me dijo que hacerlo público era perderlo. ¿Cuánto tiempo lo tuve? Ya no lo recuerdo. Sin duda, lo tuve mucho tiempo, pues me marcó de forma tan definitiva que no he podido hacer otra cosa con mi vida que repetir ese momento de abandono, de posesión pasiva, de carne desnuda, silencio, goce oculto. Pero también creo que no lo tuve todo el tiempo necesario para saciarme y cerrar esa faceta vital, pues desde entonces me urge rascarme esa insatisfecha comezón, ese algo inacabado, esa puerta a medio cerrar, esa grieta en los muros de la porosa almita, y durante todos los años de mi vida después de esa temporada en que nació en mí la sexualidad, no he hecho otra cosa que apagar esa luz intensa con otros cuerpos, con la mano, con la crueldad, con el onanismo, con la pornografía, con un egoísmo acérrimo concentrado en procurarse más de lo mismo que tuvo en su infancia…

Dukanichanata

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