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SOÑÉ QUE DEAMBULABA por los pasillos de baldosas verdes del colegio de jesuitas, con la puñaleta escondida en el bolsillo derecho de mi pantalón corto. Pasillos laberintos y, al fin, la justicia agazapada en mi bolsillo: fría y afilada.

El medio sol vomitando sobre el patio central y sobre mil doscientos espíritus alineados en perfecta formación militar. Lunes, cuatro cuarenta y cinco de la madrugada, bajo una tempestad de aguijones. ¿Por qué el prefecto de disciplina no está en su oficina? Y preciso me despierta el puto teléfono, fue un sueño interesante.

El ruido que sale del Refugio Alpino repta por el pavimento y alcanza el edificio, sube los cuatro pisos, hace vibrar el cristal. El Refugio Alpino es un famoso metedero de domingo para sirvientas y policías en día de descanso. Fue fundado en 1984, abre desde el martes. Queda en el segundo piso del pasaje antiguo que va a dar a Lourdes. La música se mezcla con los pitos y los chirridos de los carros en el trancón de la trece.

Enciendo un cigarro, me asomo. Ahí está el celador, embutido en su abrigo largo rojo con botones dorados. Revienta los pulmones soplando un silbato de plástico. Manotea, hace señas con una bayetilla mugrosa, guía a un carro color uva que parquea en reversa y apaga las luces traseras.

Se apea un tipo peluqueado al cepillo, tiene bíceps abotagados. No saluda. Calza zapatos deportivos atravesados por franjas verdes fosforescentes. Es un tombo, se le nota. La puerta del copiloto abre y se baja una mujeruca de tetas gordas forradas con licra leopardo, el carro festeja con un movimiento alegre de los amortiguadores. La mujeruca lleva botas de caña con clavijas y melena mal tinturada agarrada por una hebilla boliviana de cuero.

Me tambaleo hasta el baño, necesito un duchazo de agua helada. El agua corre, me sumerjo sin encender la luz. Meo champaña. Tibieza confortante bajo las plantas de mis pies. Aprieto el cigarro con los labios y un hilo de humo azul pelea por ascender.

Memorable combate bajo la regadera: la brasa chasquea, el remolino del sifón arrastra virutas de tabaco, restos de papel carbonizado, detritus. Pero el hilo de humo, retador, danza, se retuerce, se agarra de nada y sube hasta bifurcarse. Resbala por el techo mohoso pintado con pintura de aceite. El humo triunfa antes de desaparecer.

Me visto. Planeo respirar aire puro, dar una vuelta, hablar con alguien. Engulliré una hamburguesa especial de cinco mil y compraré cigarros. Noche de viernes, buena para mí. Agarro las llaves, estrello un portazo y brinco peldaños de dos en dos.

Se oscurece la mirilla del 303 y se abre la puerta con un chirrido. Es doña Eleonora. Trae un sobretodo de lana adornado con indiecitos soplando flautas anaranjadas y un letrero deshilachado que dice «Ecuador». Eleonora arrastra pantuflas peludas. Del apartamento sale un vaho de naftalina y café con leche. Me mira con par puntos verdes enmarcados por cejas pintadas de lápiz marrón:

—Buenas noches, don Esse, lo estaba esperando. Es para pedirle un favor…

—Después de varios días, verla es mi primera alegría, Eleonora.

—Es que encontré colillas tiradas en la escalera e imagino que son suyas…

—No son mías, pero cuando las vea las sacaré a patadas.

—Además, mi marido sufre de lumbago, le cuesta trabajo dormir y usted, con esa música estridente, tan tarde en las noches…

—Es rock progresivo, pero no se preocupe. Me dedicaré a silbar y a chasquear los dedos. ¿Ha leído De pelos y señales?

—¿Se está burlando?

—Ni más faltaba, mi estimada señorona, De pelos y señales es un libro muy bueno, es de profecías, yo lo escribí. Se lo recomiendo. Sobre todo el capítulo trece, el corazón del libro…

—¿Cómo así, don Esse, qué quiere decir?

—Quiero decir que estoy a su servicio y que la estaré esperando, por si me necesita.

—Ay, señor Esse, usted es todo un caballero…

—Y por favor, perdone las incomodidades que le causé a usted y a su marido. También las que no.

—No, no es para tanto. ¿Cómo dice que se llama su libro?

—De pelos y señales…

—Pues le prometo que lo voy a leer.

—Sí, le hace falta. Hasta luego, le deseo lindos sueños.

Oigo expectorar a su marido, allá, en algún rincón del 303. Si supiera que voy a patearles el culo a ella y al viejo. Impregnaré de gasolina las puertas de los cuatro pisos, inundaré la escalera y encenderé un cigarrito. Acuchillaré a sus indios ecuatorianos y les arrancaré los riñones. Vieja pedorra.

Bajo la escalera silbando, buscando colillas para patear. Me siento mejor, casi contento. Sí que era verdad: me hacía falta hablar con alguien. Afuera, la ciudad y su aire puro: pedos de carros subidos sobre el andén.

Semáforos rotos

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