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TENÍA GANAS DE PELEA. Estaba cabreado porque Patrizia, mi mujer de entonces, se había ido a bailar con sus compañeros de oficina. Cerré la librería a las nueve menos cinco y tomé la séptima hacia el norte.

Mi plan aquella noche era emborracharme en la sesenta con octava, en Moby Dick, el bar de unos amigos y amanecer con cualquier puta de oficio, de esas que no cobran, de esas que estudian y trabajan toda la semana para hacer tiempo mientras llega el viernes.

Atravesé el Parque Nacional a paso rápido: a esa hora se puebla de atracadores y de maricas. Frente al monumento de no sé quién, «paladín y mártir», cerca del caño de la treintainueve, vi una silueta blanca acosada por dos sombras densas y el destello de un puñal.

Quería salvar a nadie. Solo tenía ganas de pelea. Me acerqué corriendo, arriando madres, haciendo ruido. Quería enredarme en una de esas broncas bravas en las que uno queda para levantamiento y el otro muere llegando al hospital. Valía huevo. Imaginaba a mi Putilla moviendo el culo pegada a su jefe, a ritmo de vallenato, brindando con aguardiente. A esa altura del encoñe me resistía con las veinte garras a aceptar que se fuera a guarachear con sus compañeros de la Caja de Pensiones.

Cuando llegué, las sombras brincaron sobre unas matas y corrieron hacia el caño. Solo alcancé a verles los tenis. La silueta blanca resultó ser Amanda. Ahí fue cuando la conocí. Eso me pasa por sapo.

Semáforos rotos

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