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—Veinte mil el polvo y diez mil la habitación.

—Eso está muy caro, mona.

—Ahí está: veinticinco y yo pago el cuarto, incluye los tres servicios.

—Vale, pero me demoro lo que quiera. Agua, luz y teléfono por veinticinco mil, una ganga. Es rubia, delgada, casi translúcida, trae el pelo mojado y huele a jabón de manzanas. Camina pegadita a mí:

—Te llamas Cindy o te llamas Claudia, ¿cómo te llamas hoy?

—Me llamo Julieta, ¿y tú?

—Yo me llamo Esse todos los días, pero dime Romeo.

—Ah, bueno, Esse, vamos a tirar.

Bajamos por la sesenta. Un par de atracadores con cachuchas nos miran fijo pero Julieta levanta las cejas y ablandan. La bombilla del poste zumba, se apaga, se enciende, anunciando que pronto se va a fundir.

Julieta: minifalda ceñida y camiseta con letras doradas en escarcha que dicen New York. Llegamos a una esquina, torcemos media cuadra a la izquierda y aparece un motel de dos plantas sin letrero y con piso de baldosín. Antes de hundir el índice en el pezón del timbre, se abre una puerta metálica que rechina.

—¿Y a qué te dedicas?

—También soy puto, somos colegas.

Julieta sonríe y le doy un billete nuevo de veinte mil.

—Faltan cinco.

—No tengo más.

—Vamos.

Semáforos rotos

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