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CAMINO LIVIANO, aunque más apesadumbrado, veinte lucas menos. Pero Julieta resultó mejor chupadora que Amanda, casi tan buena como Patrizia, pero nadie como Farra. Habrá que restarle el pedorro amor. Salgo de la ratonera preparado para estrellarme con los de las cachuchas. La sesenta está sola. El foco del poste alumbra sin zumbar.

Aire puro. Esmog nocturno helado y azul de Bogotá. Respiro bien. Enciendo un cigarro. Voy hacia el oriente, tranquilo, erguido, hombros atrás, manos fuera de los bolsillos y mirada al frente. Lo leí en un estudio antropológico: Proxemia, comunicación no-verbal para evitar ser atracado.

Corono la Caracas. Entre la bruma una putica me mira con grandes canicas ónix y se acerca. Es más joven que Julieta y que Amanda, pero no tan vieja como Patrizia. Le cuento que vengo de allá y que voy de salida.

Dice con voz suave que la próxima, que me lo habría dado gratis porque tiene calentura. Regresa a su esquina meneando el culo respingado con resignación. El eco del taconeo pega contra los muros y se refugia bajo el letrero verde manzana de la Panadería Panamericana: cafetería-bizcochería-frutería. Un radio dice en algún lado: «Son las dos de la madrugada con cincuenta y ocho minutos en todo el territorio nacional».

El semáforo en el cruce de la sesenta con Caracas parpadea bilis metálica detrás del humo que sale por mi nariz. Un carro de placas VHZ 643 pasa veloz y asesino, con la música a tope, raspando el andén. Imagino lo que habría sido de mi carne blanda si hubiera pisado el asfalto por pura inercia.

Veo en diagonal, en vivo, un atraco: sesentaiuna bis, una calleja estrecha bordeada por cafés internet con cabinas separadas para ver porno; librerías de tomos hurtados; burdelitos de aire detenido. Reconozco a los hijueputas de las cachuchas: atraparon a un borracho descamisado y le esculcan los bolsillos. Quieren sacarle sangre, se nota.

Un cuchillo plateado se descarga, dos, tres veces. Chasquea la carne y salpica las rejas bajadas de los locales. Suena un tumulto de voces entrecortadas y un arrastrarse de pies. Enviones de puñal caen desde lo alto.

Siempre he detestado a todo aquel que usa cachucha, así esté jugando béisbol. Me pongo mosca. Miro para otro lado. Arranco. Alcanzo a oír, mientras me alejo, el golpe seco del cráneo contra el filo del andén.

Cruzo cual flecha la novena, corono la cincuentainueve y sigo hacia arriba. Allende, los cerros que cercan Bogotá por el oriente. Ya no son azules. Piso mierda humana. Esmog profundo. Ululan ambulancias y resuenan chirridos de llantas hacia el norte. Perros de callejón aúllan y se refleja la electricidad en hocicos impregnados de agua de charco. Oigo a una gata desgarrándose en celo, allá, arriba, en la terraza del edificio Tótem.

Huele a llanta quemada y a remanente de gas lacrimógeno. Olor de protestas, los desmadres que no registran los noticieros. Uno a uno, los focos zumban y se desmayan arriba de mi coronilla. Frío eléctrico de Bogotá que se cuela por mi ropa y por mis poros. Frío cuchillero que rasga el cuero de mi chaqueta y el mío.

Las esquirlas pugnan por hundirse hasta la médula cavernosa, nutritiva, de estos largos huesos. Traigo erizados los vellos de la columna y los del ombligo. Mierda. Tengo miedo. ¿Todo esto tengo que pasar solo por ir a verme con las puticas?

Semáforos rotos

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