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Pescó las llaves de la mesa, unos billetes arrugados, la cajetilla y el encendedor. Fue hasta la cocina, prendió la luz, sacó algo haciendo ruido y salió sin apagarla. Giró la cerradura y dijo que iba a comprar una cosa.

Una oleada de aire helado sobrevino desde el fondo negro de la escalera. Me lanzó un beso errático con la palma de la zurda, bien abierta, y cerró dando un portazo. Oí sus pies de dedos alineados alejarse, escalón por escalón. Retumbó la puerta principal y se estremecieron los cuatro pisos del edificio. Volví a la ventana. Aún quedaba algo de su vaho y me lo bebí a besos mientras la veía cruzar la sesentaidós, en diagonal, a paso rápido.

Bamboleaba el culo como una diosa, sin proponérselo, metro sesenta y siete de huesos con buen trasero. Saludó de lejos al cuidandero y enfiló por la décima como quien va hacia Lourdes, no alcancé a verla más.

Fui hasta la cocina, tomé de su caja una Fritzulipsis y le arranqué el celofán, solté. El celofán planeó chasqueando, gentil, tornasolado, y aterrizó sobre la baldosa. Mastiqué la Fritzulipsis. Apagué la luz que Amanda dejó encendida y regresé junto a la costa del colchón. Respiré hondo y me zambullí, tras dar un triple salto mortal.

Estiré el brazo y halé el cordón de cobre que enciende la lámpara auxiliar: se iluminó la mitad del lecho. Agarré del lomo De pelos y señales que se abrió en la página 103 y me puse a leer.

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