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A LA DERECHA, FUNCIÓN EN EL TEATRO LIBRE: una manada de babuinos perfumados y bien peinados se apretuja frente a la taquilla, comentan la crítica de la obra. Frases elaboradas que no dicen nada pero en un tono de gruñido más alto del que se necesita. Sueltan carcajadas elegantes y pedos silenciosos. Se creen bien vestidos. La mayoría lleva gafotas.

En la entrada, dos putitas como de dieciocho y, detrás de ellas, tres imbéciles de seguridad con chaquetas amarillas. Las putitas: uniformadas con tacones altos, minifalda aterciopelada negra, medias veladas grises, camisita satinada y sostén púrpura. Son rubias y lacias. Intercambiaron babas cuando se pintaron con el mismo colorete carmesí incendio. Sonríen a los que entran y les miran con desprecio mientras les arrancan las boletas caras. Están calcadas pero algo indica que la del lunar en la parte baja de la rodilla izquierda es mejor polvo.

Heimlich grita con mayúsculas sostenidas el letrero iluminado de la fachada alta del teatro, de paso ayuda a iluminar un tramo de la sesentaidós. Ojalá encendieran a menudo ese letrero, a ver si espanta a los atracadores que merodean la cuadra como a las tres de la madrugada.

A la izquierda: rodar, rodar hacia la trece. Se prende y zumba el neón anaranjado con rojo del Refugio Alpino e ilumina el pasadizo que va a dar a Lourdes. Ya no me dan ganas de vagar por Lourdes, guarida de maricotas.

—Señor Esse… —me saluda el celador.

—Entonces, Richard, ¿cómo va la vuelta?

—Pinta bien, ojalá no llueva, ¿cómo está la señora Amanda?

—Está muy buena, usted la ha visto.

—¡Ja!, don Esse, pero ¿cómo está ella?

—Ya le dije, loco, está muy buena, hasta la tierra se la quiere comer. Si no es que ya se la comió, la gran puta tierra…

—¡Uy! no diga, don Esse, o sea que se separaron…

—O sea que nada, apreciado, usted, más que portero, debería ser reportero, y le amago una patada que esquiva con una carcajada sin dientes.

—Por ahí me pareció verla, yo venía para acá, a recibir el turno…

—¿En dónde?

—En Lourdes, la saludé, pero no contestó.

—Todo bien, Richard, ella es así, es que está un poco loca.

—Así son las viejas…

—Así son. Nos vemos.

—Ta’ luego don Esse, que le vaya bien.

Es mi búsqueda santa de aire puro: rodar por la sesentaidós hacia la trece. Justo tenía que brincar un sapo para hablar de ella y recordármela. Yo que al fin empezaba a pensar en otra cosa.

Qué tal así, rodando, ir a parar en la sesenta con Caracas. Un piojoso en busca de aire puro. La esquina de la sesenta con Caracas, esa es la esquina brava de las putas, a tan solo siete cuadras. Allá funciona, de día, la Panadería Panamericana: cafetería-bizcochería-frutería, el verde manzana del letrero hace juego con las sillas. Pero de noche es la esquina caliente de las putas. A tan solo siete cuadras de aquí. Tres a la izquierda, cuatro a la derecha, a doce minutos, rodando despacio.

Semáforos rotos

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