Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 10

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Mi padre y Mariana habían intentado tener hijos. Se adivinaba en la tristeza de Mariana algunas noches y en el silencio de mi padre, que una vez dejó a la vista los sobres de los laboratorios con estudios y recetas llenas de firmas y sellos. Mariana no va a cenar con nosotros, decía en esas oportunidades y le llevaba un plato con comida a la habitación. Tiempo después aparecieron los perros. Primero Lupo, un Jack Russell intenso y neurótico, y enseguida Roxy, una cachorrita de la misma raza.

Durante los viajes de mi padre y Mariana había que organizar dónde dejarlos, aguantar las quejas de los vecinos por los ruidos y las peleas y negociar con los paseadores que se negaban a seguir llevándolos. Pasaban el día encerrados en el departamento, atados. Para cuando mi hija nació, los perros eran el tema central en la vida de mi padre.

La primera noche que la llevamos a cenar a su casa, Luna tenía tres meses. Eran pocas cuadras pero hacía frío. Vestimos a nuestra hija con varias capas de ropa, preparamos las mantas, los pañales y chupetes. Mientras subíamos las escaleras escuché los ladridos de los perros y, cuando llegamos a la puerta, las uñas rasgando la madera. Uno saltó, resbaló en el parquet y de fondo nos llegó la voz de Mariana pidiendo que se calmaran.

Nos sentamos en el comedor. Luna dormía. Acomodé el moisés sobre una silla, cuidando que estuviera en equilibrio. Julia abrió las mantas y le bajó el cierre del enterito polar. Le pedí que la desabrigara de a poco, el pediatra nos había recomendado que tuviéramos cuidado con los cambios bruscos de temperatura. Mi padre eligió un vino y sirvió las entradas. Gli antipasti, dijo. Mariana llevó a los perros al lavadero y les cambió el agua de los platos. Ladraban. Ella los acarició, les dijo «tranquilos, mis chiquitos», pero los perros siguieron igual de nerviosos.

En la mesa conté que Luna ya agarraba sus juguetes y sacudía los sonajeros, que la había visto varias veces sosteniendo su brazo extendido, mirándolo fascinada, un poco bizca, con el puño bien apretado. Nos reímos.

Mi padre abrió el horno, sacó el vacío que cocinaba desde hacía varias horas y los perros redoblaron el escándalo: gruñidos agudos del macho y el lamento de la perra. Mi padre se levantó para ir hasta el lavadero. Zitti, gritó. Se escucharon tironeos y golpes en los lomos, tres o cuatro veces. Los perros sollozaron. Mariana bajó la vista.

Luna se despertó después del postre. Mi padre quiso sostenerla, le besó la frente y trató de hacerla eructar apoyándosela en el pecho y dándole golpecitos en la espalda. Luna no eructaba nunca. Los perros volvieron a ladrar. Quieren saber quién es el nuevo integrante de la familia, dijo mi padre. Julia y yo sonreímos. Él se levantó y volvió al lavadero, trajo a los perros que tironeaban de la correa y se resbalaban en las cerámicas del piso. Olisquearon el horno y las fuentes vacías. Mi padre le dio las correas a Mariana. Tenelos, dijo. Entonces acarició el cuello de Luna y le explicó al oído: Son Lupino y Roxy, van a ser tus amigos, te van a cuidar y van a jugar con vos cuando crezcas. Luna se retorció e hizo un quejido corto. Sono amici, dijo, non avere paura. Solo quieren conocerte. Después, con cuidado, mi padre se agachó junto a los perros y extendió a mi hija hacia ellos. Yo me levanté de un salto. No, le dije. Quizás fuera un juego o un chiste. Julia y Mariana miraban sin moverse. Mi padre abrió la mantita hipoalergénica. Los perros tironeaban, cada vez más cerca.

No, por favor, dijo Julia y mi padre le sonrió.

La tienen que oler, reconocerla, dijo. De pronto, Roxy tiró un tarascón y arrancó la manta, mi padre perdió el equilibrio, cayó y Luna rodó al suelo sacudiendo las piernas, asustada. La levanté justo cuando Lupo se acercaba a ella. Roxy arrastró la manta por el piso. Mariana estaba colorada. No pasó nada, dijo y lo repitió un momento después. Mi padre parecía sorprendido. Non è successo nulla, dijo, vogliono giocare ma non sono cattivi. Acercó la manta al hocico de Lupo para que también la oliera. Yo sentía el corazón desbocado. Mi padre bajó la vista y se fue a poner agua para un té. Julia agarró a Luna a upa, la llevó a uno de los cuartos para que se calmara y no volvió a soltarla en toda la noche.

La otra hija

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