Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 11

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Mi padre tuvo una hija que murió a los ocho meses. Me lo había contado a los doce años, poco antes de que se separara de mi madre, un sábado a la mañana en que me llevó a desayunar afuera. Fue la única vez que lo escuché hablar de ella.

Hacía tiempo yo había encontrado un gorro tejido, rosa y minúsculo, en el cajón de sus medias. Había un chupete viejo, con el plástico oscuro, áspero, en su neceser. Él no era de guardar cosas ni de esconderlas y ese gorro y ese chupete fueron durante semanas las pistas de un misterio. No podían ser mías y tampoco de mi hermano Martín. Los dos teníamos una caja con recuerdos y nuestra ropa de bebé en la baulera. Yo volvía al cajón cada vez que mis padres no estaban, tocaba la lana del gorro, buscaba pelos entre las fibras, olía lo que ya no tenía ningún olor; el chupete con una cadenita de plástico gris me daba asco y frío en la espalda. Me preguntaba de dónde habían salido esas cosas y por qué estaban junto a su kit de cuidado de uñas, las cremas para la cara que usaba y la brocha de afeitar, entre todo lo demás tan ordenado y limpio.

Fue Martín, que recién estaba aprendiendo a leer, el que agarró el documento de mi padre mientras mi madre terminaba de preparar las valijas para un viaje. Por esos días, él deletreaba despacio cualquier cosa, se trababa con las sílabas. Mi padre tomaba café ocupado con su agenda electrónica nueva. Martín leyó en voz alta el nombre y después: Ar-gen-ti-no. Do-ce de mar-zo de mil-no-ve-cien-to-s-se-sen-ta. Esta-do ci-vil viu-do. ¿Qué es estado civil?, preguntó, pero mi madre le sacó el documento y lo mandó a ordenar sus cosas y que eligiera los juguetes para meter en la valija. Mi padre se rio y dijo que eso que habían anotado ahí era un error del hombre del registro civil. Que debería decir que él era casado. Casado con Marcela, la mamá de ustedes, dijo, y deberíamos agregar que papá de dos varones hermosos. Martín se propuso para corregirlo. Lo puedo escribir arriba, dijo. Yo sí sabía lo que significaba «viudo».

Esa noche mis padres discutieron fuerte. Gritos, insultos, silencio, cosas que se estrellaban contra el piso, portazos. A la mañana, temprano, mi padre me despertó. Estaba sentado en el borde de mi cama. Vamos a desayunar, me dijo, vestite sin despertar a tu hermano que salimos ahora.

Nos subimos al auto. En esa época él tenía una camioneta Toyota verde con tres filas de asientos de cuero y un teléfono integrado junto al freno de mano.

Tu mamá insistió con que te contara, empezó. Ella cree que tenés que saberlo.

Yo lo miré desde el asiento del acompañante. Mi padre maniobraba concentrado para sacar la camioneta del garaje, atento a la distancia de los espejos para evitar que las llantas rozaran bordes y columnas.

Yo estuve casado, dijo.

Una vez en la calle, mi padre apagó el estéreo y ajustó la posición de su asiento.

Y tuve una hija, agregó. Fue hace tiempo, tres años antes de conocer a tu madre, cuatro antes de que vos nacieras.

No dije nada, no supe qué decir.

Mi padre pasaba los cambios con fuerza, la camioneta saltaba, aceleraba y se detenía en cada bocacalle.

¿Y?, dije, cuando junté el coraje para animarme a preguntar.

No me gusta hablar de eso, dijo mi padre. Pensé que nunca iba a recuperarme hasta que naciste vos, hasta que pudimos volver a empezar con tu mamá.

Me acarició el pelo con una mano mientras maniobraba.

¿Qué querés desayunar?, preguntó.

Fuimos a un bar de Recoleta que era su favorito, justo enfrente de plaza Francia. Los mozos lo conocían. Ahí me preguntó por el colegio, por las historietas que leía.

¿Qué les pasó?, quise saber al final, cuando él ya había pedido la cuenta.

Mi esposa tuvo una crisis cuando nació la nena, dijo mi padre e inspiró antes de seguir. Ella tenía celos, se ponía mal con la bebé, no quería ni verla.

Apreté la mandíbula. Me acuerdo de que los dientes dolían y de que me concentré en las muelas y en las manchas claras que habían quedado en el mantel. La historia se armaba en mi cabeza antes de que la contara: el gorro, el chupete, viudo.

Mi esposa pasó meses encerrada, yo trabajaba como loco para pagar las cuentas de la clínica y los gastos de la nena. Pasó el invierno y la primavera, dijo mi padre, organicé unas vacaciones para fin de ese año, descansar un poco. Y por esos días mi esposa tuvo una salida de la clínica, pidió estar con la nena antes del viaje y la vi bien: la peinaba con un cepillo suave y le cantaba canciones de María Elena Walsh. La vi bien, repitió mi padre, con una conexión que nunca había tenido. Me confié, dijo, y me miró mientras me agarraba la mano sobre la mesa.

Tu mamá me insistió con que te cuente, yo dudaba, pero estás grande, es verdad.

Bajé la vista.

Ese día, siguió, fui hasta la farmacia, dos cuadras, para comprar unas cosas que faltaban para el viaje. Cuando volví, mi esposa había ahogado a la nena en la bañadera y se había colgado.

Me acuerdo de todas las palabras o creo recordarlas. No hubo nombres propios: él habló de su hija y su esposa. Yo no dije nada más. Mi padre pagó la cuenta, me abrazó mientras salíamos del bar y manejó hasta casa en silencio.

Pensé miles de veces en esa mañana, recordé sus palabras, sus gestos e imaginé otras reacciones, todas las preguntas que no hice. Mi padre nunca volvió a hablar del tema. Él tenía veintiséis años cuando murió su hija, la misma edad que yo tenía cuando supe que iba a nacer Luna.

La otra hija

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