Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 7
ОглавлениеMi hija había sido un atraso que se alargó varias semanas hasta la tarde en que hicimos el test. Julia lloró. El mes anterior la habían ascendido en la fundación donde trabajaba, un puesto en el que tenía que viajar por Latinoamérica, dirigir proyectos. Yo empezaba a armar mi consultorio y en la facultad daba todas las clases que podía. Miré el departamento: la escalera que temblaba a cada paso, las barandas flojas y una tuca aplastada en un plato en la barra de la cocina. Dije varias veces que iba a estar todo bien, que haríamos lo que ella quisiera y la abracé con fuerza, como si fuera a soltarse.
A la mañana siguiente empezamos a entrar de a poco en un tema del que no sabíamos nada. Googleamos. Encontramos un simulador que comparaba el tamaño del bebé con carozos, frutas y pelotas de tenis, fútbol y básquet y que nos dijo también cuándo nacería. Nos reímos y Julia volvió a llorar. El test había quedado sobre la mesa de luz. Ella lo envolvió en papel higiénico, agarró el teléfono y salió del departamento. Dijo que se iba a llamar a una amiga, que necesitaba hablarlo con alguien.
¿Yo quería hablar? Había estado pensando en mi padre desde que crucé Cabildo para comprar el test. Lo llamaba para hacerle preguntas sobre bancos, contadores, problemas con el auto. Cuando me engripaba, él me indicaba qué remedios tomar, cuánto reposo hacer, hablaba con seguridad, me daba soluciones.
Le pregunté si podía ir a cenar y fui a verlo esa misma noche. Caminé las cinco cuadras de mi casa a su departamento con calor, con miedo. No sabía cómo empezar: ¿«vas a ser abuelo»?, ¿«voy a tener un hijo»? Toqué timbre y escuché las corridas y los ladridos de los dos perros que se acercaban y después a Mariana, la novia de mi padre, tironeando de los collares y dando órdenes mientras los perros se resistían. Entré. Mi padre me esperaba en la cocina. Llevaba un delantal a rayas por encima de la camisa y tenía una botella de vino lista para abrir.
¿Julia?, me preguntó mientras yo dejaba mis cosas sobre la silla y Mariana las agarraba para acomodarlas en una mesita del living.
Julia vomitaba en casa. A la tarde, había sufrido unos mareos salvajes y no había podido cambiarse. Como si la sola idea hubiera desatado los síntomas, se había quedado en la cama, tapada hasta el cuello con el celular y una botella de agua al lado.
Bien, dije, estaba cansada, mañana tiene una reunión temprano, les manda un beso.
Mi padre no contestó, destapó una de las ollas y revolvió un par de veces.
Antes de que el salmón estuviera listo comimos una burrata y un milhojas de papa.
Mi padre habló de un viaje a Italia que debía hacer el mes siguiente, del itinerario, de las clases que le pedían que diera y de sus ganas de descansar. Tenía varios seminarios por dictar y pacientes que lo esperaban en Venecia. A las diez insistió en pasar al living porque empezaba una serie que le gustaba. Después del capítulo sirvió unos vasos de whisky. El suyo lleno de hielo y con el líquido hasta arriba. El mío, solo. Esperé a que Mariana terminara de ordenar los platos en el lavavajilla. Estábamos sentados en los sillones de cuero. Casi no llegaba ruido de la calle porque era domingo.
Le pregunté si el ocho de agosto iba a estar en Buenos Aires. Mi padre dijo que creía que sí, terminó su vaso y suspiró. Después preguntó por qué.
Julia está embarazada, dije. Esa es la fecha probable de parto, en invierno. Hubo silencio. Sentí la cara caliente y las manos heladas. Si todo sale bien, agregué, nace ese día.
Vi el esfuerzo que hizo por sonreír. Me apoyó la palma en la rodilla. Dame un abrazo, dijo. Estuvimos unos segundos así. Mariana empezó a llorar y vino a darme un beso. Mil besos a Julia, dijo, quiero verla, felicitarla.
Sí, dijo mi padre, abramos un espumante. Hay que brindar.
Vaciamos las copas y él se apuró en volver a llenarlas en tres movimientos rápidos, la espuma a punto de rebalsar pero sin hacerlo.
¿Sabés lo que hay que trabajar para tener un hijo?, dijo entonces mi padre, y volvió a vaciar su copa en dos tragos.
Trabajo. Iba a pensar mucho en esa palabra en los años siguientes. Le iba a dar vueltas tratando de entender lo que había querido decirme, como si ahí se escondiera la clave de todo lo que iba a pasar, de cómo cambiaron las cosas en mi relación con él y, quizás, de cómo habían sido para él en su vida antes de que yo naciera.