Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 5

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¿Fue un golpe, un chillido? Busqué nuestra cabaña entre los árboles pero no alcancé a verla. Había llevado una lona al arroyo, tenía mi cuaderno de notas y algunos libros. Volví siguiendo el sendero entre los espinillos y los molles. Sentía las piedras a través de las ojotas, algunas ramas me raspaban los talones y los insectos zumbaban alrededor. Iba atento, a paso rápido. Habíamos elegido esa parte de las sierras para estar solos, sin señal de teléfono, sin televisor ni computadora. Un lugar común del verano y de las vacaciones que me gustaba: un poco de naturaleza, leer libros que había acumulado en Buenos Aires y retomar la escritura. Rutinas mínimas como ir a una feria de productores varias veces por semana, cocinar los tres juntos, tener tiempo para explorar el río o tirarse en una hamaca vieja que alguien había colgado entre dos árboles, mirar bichos con la lupa y atrapar luciérnagas. Luna, mi hija, acababa de dejar los pañales, nadaba con alitas y juntaba moras con su oso.

Entonces escuché otro grito, más fuerte: era Julia, me llamaba. Pensé en la pileta, en los alambres de púas, los alacranes y las serpientes. Luna. Corrí hacia la cabaña, hacia el grito, calculando a qué distancia estaríamos de cualquier salita u hospital. Lo que habíamos celebrado tanto, el aire limpio, los animales, el camino que nos aislaba con kilómetros de pozos y piedras, el pueblo chico que cerraba a la hora de la siesta y que apenas tenía un almacén, de pronto se había vuelto una trampa. Llegué. Busqué las llaves del auto. Tenía que apurarme. Miré el fondo de la pileta y después a Julia, que señaló a un lado, junto a las plantas, cerca de la parrilla.

Golpeó el vidrio y cayó, me parece que está muerto, dijo.

Tirado sobre las baldosas había un pájaro que miraba fijo, sin parpadear. Las plumas del pecho se agitaban.

¿Está muerto?, insistió ella.

No sé mucho de pájaros. Este era marrón, algo rojizo, chico como un canario. Iba a morirse ahí, al lado de la pileta. Todavía asustado, fui al cuarto: mi hija dormía la siesta con la cara vuelta hacia la pared, el vestido por encima de la cintura y las sábanas enredadas en los pies. Respiraba profundo.

Afuera, Julia se había acercado al pájaro aunque no se animaba a tocarlo. Sonreía, pero me dejó en claro que los animales y los insectos eran mi responsabilidad. Habíamos visto cuises, zorros, sachacabras y una araña inmensa que vivía entre los tablones del deck y salía a la tarde.

Fui a buscar el sacahojas de la pileta. Pensaba usarlo como pala y tirar el pájaro entre los yuyos. Lo rocé con el borde de plástico azul. Esperaba un aleteo, alguna reacción. El animal se dejó arrastrar un poco sin parar de mirarme. Debajo de las plumas había una mancha. No parecía sangre ni se veían heridas. Era una película húmeda, rosada, algo que había salido de su cuerpo. Solté el sacahojas y disimulé la arcada.

Quizás esté aturdido, dije, esperemos un poco.

Preparamos café y nos sentamos en la galería. Quería que el pájaro se recuperara. En la ruta de camino a Córdoba ya había golpeado un tero con el parabrisas. Vi su aleteo desde los pastizales junto a un alambrado y supe que iba a pegarle. Julia y Luna dormían. Girar el volante a esa velocidad hubiera sido una locura. El tero se revolvió soltando plumas y pasó por arriba del auto. En el espejo retrovisor lo vi dar varias vueltas con las alas desordenadas girando hacia el asfalto.

Desde que habíamos llegado a las sierras las cosas iban bien. Miré a Julia, que abrazaba la taza con las dos manos e inspiraba por la nariz el vapor del café. Pensé en todas las peleas de los últimos meses, la tensión. Le sonreí. Tenía que sacar a ese pájaro de ahí antes de que mi hija lo viera, antes de que quisiera agarrarlo, curarlo y darle un abrazo. Antes de todas las enfermedades que ese bicho podía traer entre las plumas.

Cuando Luna tenía siete meses se cayó de la cama. Dormía con nosotros y rodó sobre el borde. Me despertó el golpe y el grito de Julia, tan parecido al que acababa de dar. Luna estaba tirada entre la cama y la mesa de luz, torcida en una posición extraña. No lloraba. La levanté sosteniéndole el cuello, le pasé los dedos por la cabeza, por los brazos y la espalda, buscando algo roto. La abracé rogando que moviera las piernas y la paseé por el cuarto en penumbras. Luna se retorció y me pateó antes del primer sollozo y los gritos. Insistí con que la lleváramos a la guardia, temía contusiones y coágulos, y mientras pasaba los cambios en la madrugada le grité a Julia que no la dejara dormirse. Para cuando entramos por la puerta de urgencia Luna balbuceaba y les sonreía a los médicos y enfermeros que pasaban a nuestro lado.

El pájaro se levantó atontado, avanzó dando un par de saltitos, emprendió un vuelo bajo, rasante, y se refugió entre las piedras del arroyo. ¿Adónde iría? Había escuchado que después de un golpe así se les quiebra el pico, pierden la orientación y ya no saben volver al nido. Si no caen fulminados, al poco tiempo los atrapa algún depredador.

La otra hija

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