Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 16
ОглавлениеAños después, mientras yo todavía estudiaba en la facultad, me invitó a que lo acompañara a uno de sus viajes a Italia. Él por ese entonces ya daba clases en un posgrado de Gestalt y había armado un consultorio en Venecia. Falté dos semanas a la universidad en septiembre. Pasamos los primeros días en Roma, después fuimos al sur: Palermo, Siracusa y, al final, unos días en la casa de una amiga en una playa de Sicilia donde daría una conferencia. Se terminaba el verano europeo, el mar seguía tibio y calmo. Nos metimos al mar, tomamos granitas y cafés en la plaza del pueblo. Mientras él se reunía con gente yo iba a la playa. En esa casa compartíamos el cuarto de invitados que había al fondo, cruzando un patio de baldosas celestes. No tenía aire acondicionado, solo un ventilador de pie. De noche dejábamos las ventanas abiertas para que corriera algo de aire fresco. Él roncaba en el calor de la habitación, su cama tan cerca de la mía que no me dejaba dormir. Yo me removía entre las sábanas transpiradas, leía hasta muy tarde y me despertaba cerca del mediodía.
La última mañana que pasamos ahí me sobresaltó un ruido de la calle, una moto que rugió a toda velocidad. Llegaba algo de luz de afuera. Tenía mucho sueño, me giré sin despertarme del todo y vi a mi padre acostado con unos shorts de pijama que había comprado en el aeropuerto de Milán, una mano inmóvil dentro del elástico y el torso desnudo. Tenía los ojos abiertos, fijos en el techo. Estaba bien peinado, hacia atrás, notaba la piel brillante en su nariz. Me asusté, el pecho no se movía, él no parpadeaba. Busqué por un instante la tensión en su cara, alguna señal de vida. Me imaginé la piel fría, un cuerpo que ya no era él. De repente giró la cabeza y me miró. Yo cerré los ojos, fingí dormir.
Ese día él tenía que dar una clase para docentes del posgrado en el que trabajaba y para los alumnos avanzados. Habían reservado una sala de reuniones en el hotel más grande del balneario y el lugar se llenó para escucharlo. Viajó a verlo gente de otras ciudades, un equipo filmaría todo.
Me senté en el fondo, cerca de la puerta. Mi padre tenía puesta una camisa nueva y un traje gris, muy liviano, que absorbía la luz del proyector donde pasaba la presentación de Power Point que había armado en el avión de ida. Igual, nadie miraba la pantalla. En un italiano perfecto él contaba sesiones con sus pacientes, hablaba de Freud, de los límites del psicoanálisis, sonreía y señalaba, daba lugar a las preguntas y pensaba mucho cada intervención. Antes de terminar, hizo una pausa, abrió una botellita de San Pellegrino que le habían dejado a un lado, puso dos hielos con los dedos, tomó un trago largo y redondeó una idea que parecía necesitar el máximo esfuerzo para ser formulada con precisión. Brillaba. Después agradeció juntando las manos en un rezo a la altura del pecho. Todos aplaudieron.