Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 17
ОглавлениеEn esos años, antes de que naciera Luna, lo visitaba seguido en su casa. Él preparaba la comida mientras Mariana ordenaba la cocina o sacaba a pasear a los perros. Después de cenar me ofrecía un vaso de whisky. Traía botellas de todos sus viajes, los pacientes le regalaban cajas, le presentaban marcas nuevas, pequeñas producciones escocesas, irlandesas, algún single malt de Japón. Él tomaba todas las noches, llenaba un vaso largo de hielo y servía hasta el borde. Yo tomaba con él aunque fuera entre semana. Ahora sé que esperaba una conversación. Él me contaba de los países que visitaba, de las clases, anécdotas de pacientes nuevos. A veces se levantaba y volvía con una bolsa llena de camisas sin estrenar, zapatos que no quería. Conservé durante años toda esa ropa, las marcas caras que me incomodaban, las corbatas y cinturones que no pensaba ponerme. En cada prenda notaba la diferencia entre nuestros cuerpos. Las mangas me quedaban anchas, los hombros cortos, el cuello demasiado flojo y los pantalones se embolsaban alrededor de mis piernas. Yo tomaba un segundo vaso y a veces llegaba al tercero. Él podía seguir. No se le empastaba la voz ni decía incoherencias, miraba como siempre y hablaba de las mismas cosas. Lo acompañaba para quebrarlo, esperaba que perdiera el control y, al final, era yo el que se iba mareado.
Mi padre habló alguna vez de una úlcera que había sufrido de joven pero en todos los años que lo conocí no se enfermó jamás. No tuvo ni un resfrío cuando mi hermano y yo volvíamos del jardín tosiendo con gripes terribles, no se agarraba piojos durante los años de vinagre en el pelo y peine fino ni se intoxicó la vez que comimos mariscos en el cumpleaños del tío Daniel y todo el resto de la familia pasó una semana temblando de fiebre. Nunca faltó al consultorio ni canceló un paciente, nunca dejó de salir temprano a la mañana y volver tarde a la noche. Me acuerdo de su cuerpo, de la firmeza de su piel que siempre parecía suave. Tenía la espalda llena de pecas, el sol no lo quemaba. En la playa usaba un par de anteojos Ray Ban que se plegaban en un sobrecito y nos mandaba a llenarnos de protector. Mi hermano Martín y yo éramos blancos, pálidos. Nuestra piel nueva estaba lista para curtirse, abierta a la arena, el viento. Nunca lo vi ni supe que hiciera algún deporte o ejercicio pero jamás engordó. Después de algunos años de tomar tanto todas las noches, le creció una panza ordenada, dura y cuando le salieron las primeras manchas en la cara no fue al dermatólogo que le recomendó un amigo: descubrió que el ácido glicólico quemaba las capas de piel superficiales. Se encerraba horas en el baño con sus cremas, el ácido y el aceite. Pasaba los días siguientes vendado con cintas y gasas. Hubo veces en que se excedió con la exposición al ácido y aparecía con lastimaduras, quemado casi hasta la carne. Entonces tardaba más en curar. Lo cierto es que después de un tiempo las manchas desaparecían.
¿Cómo hacía él? Quizás el efecto se redujera a nivel celular, el hígado hinchado y endurecido que lo sorprendería un día amarilleándole la piel, una falla masiva que terminara antes de que la ambulancia llegara al hospital. Lo miraba tomar, los dos solos sentados a la mesa del comedor, mientras sonaba una radio de jazz que había descubierto hacía poco, y yo imaginaba que atrás de su cara, de los ojos claros, del pelo que no le faltaba y se retiraba muy lentamente en unas entradas elegantes, había tejidos rebelándose, tramando una venganza como un géiser, listos para hacerse oír y terminar con todo para siempre.
Al día siguiente él se iba a levantar y darse una ducha muy caliente, tomar café de la prensa francesa y caminar la misma cantidad de cuadras que lo llevarían a mi casa, pero en dirección inversa, hasta llegar a su consultorio. Ahí tenía su sillón y los dos estantes con libros, la mayoría de diseño y decoración, varios sobre templos y casas japonesas, jardines zen y catálogos de muestras del MoMA y la Tate Gallery de Londres. Tenía una pecera con peces sencillos y un motor que no dejaba de hacer circular oxígeno, cuadros pintados por pacientes famosos, una foto en blanco y negro del japonés que había creado la macrobiótica, certificados de asistencias y ponencias en congresos de Gestalt en distintos países y, enmarcado sobre el sillón donde se sentaba, mi título de la universidad.