Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 15

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Mi padre nunca había hecho una terapia ni un análisis, no iba al médico ni tomaba remedios. Durante los años en que se dedicó a la macrobiótica, cuando se sentía mal se encerraba en el baño. Yo lo escuchaba hacer gárgaras, respirar, tirar la cadena mil veces hasta que salía y le daba una indicación a mi madre: raíces de bardana peladas y hervidas durante veinte minutos; una semana de trigo burgol sin sal ni aceite; el jugo de ocho limones recién exprimidos sin colar.

Cuando se hizo psicoanalista compró algunos cuadros, alfombró el consultorio donde antes recibía a sus pacientes macrobióticos, borró el nombre «Centro George Oshawa» de la placa de su puerta aunque dejó la flor de loto que tenía como símbolo. También ubicó los tres tomos de la obra completa de Freud en una mesita junto a la silla donde atendía. Una traducción vieja, hecha en España a comienzos del siglo XX por López-Ballesteros, un germanista que, más tarde supe, no se leía en la facultad de psicología. Igual eran unos libros hermosos. Tenían el filo de las páginas dorado y el texto a dos columnas en letra microscópica. En esos años, mi padre empezó a comprar las novelas de Irvin D. Yalom y a hablar de las resistencias y los síntomas que tomaban el cuerpo. Durante las cenas nos contaba historias de sus pacientes: mujeres que se enamoraban de él, hombres que le agradecían la ayuda con admiración.

Fue la época en que pasábamos los veranos en Uruguay. Mi padre viajaba algunos días de la semana a atender a Buenos Aires. Siempre volvía con regalos del free shop. Lo veíamos llegar a la playa, muchas veces con el traje puesto y las bolsas llenas de legos y lápices de colores. Otras veces llegaba en malla, nos sonreía a mi hermano y a mí y se tiraba de cabeza entre la espuma de las olas antes de venir a abrazarnos.

Me acuerdo de que la primera vez que lo escuché hablar de la Gestalt fue en una de las cenas que organizaba mi madre cada vez que él volvía. Invitaba a los conocidos, los padres de los amigos que nos habíamos hecho con mi hermano después de pasar cada año un mes y medio de verano en el mismo lugar. Nos dijo a Martín y a mí que, aunque no era una reunión para chicos, podíamos comer con los grandes. La acompañamos a buscar cosas al negocio italiano de la Punta: aceitunas, pasta de almendras, jamones de Parma y muchos quesos. En el puerto compramos fuentes de mejillones y pulpo. A la noche volvimos temprano de la pileta, nos bañamos y nos pusimos ropa nueva para esperar que se hiciera la hora. Los invitados se presentaron bien vestidos, con botellas y chocolates importados. Mi padre había puesto un disco de Chet Baker y la mucama sirvió la entrada en la terraza. Vinieron los tíos de mi amigo Fede, Nora y su marido Osvaldo, que habían dejado a sus hijos con la niñera, también una pareja de conocidos de mi madre que tenían casa por la Punta y una vecina con su esposo. Nora era paciente de mi padre hacía tiempo, le regalaba cuadros enormes que pintaba con trazos gruesos y colores flúor, era chilena e hija de un senador. No es Pinochet, bromeaba mi padre cuando hablaba sobre ella. También contaba que su esposo era homosexual y tenía un amante, un hombre joven con quien vivía durante la semana. Me saludaron con un beso en cada mejilla. Cuando se dieron vuelta mi hermano hizo un gesto de arcada. Después llegó mi primo Gastón con su novia y otras dos parejas del edificio.

Hubo un brindis y yo choqué mi vaso de agua tónica contra las copas de todos. Escuchaba las charlas de los grandes, mi padre contaba anécdotas, los invitados se reían. Él era el más elegante, tenía una camisa arremangada, pantalones claros y unos mocasines sin medias.

En un momento, la novia de Gastón interrumpió su relato. Se le veía el bikini bajo el vestido y tenía el pelo aclarado por el sol.

Yo quiero ser psicóloga, dijo, y lo que contás suena súper, ¿vos estudiaste en la UBA?

Mi padre descruzó las piernas y apoyó la copa en la mesa.

Yo soy biólogo, respondió, y mi madre levantó la vista y lo miró. Estudié en Alemania, antes de la caída del muro, vos debías ser muy chica. Trabajábamos en la resistencia de los tejidos y después en el correlato entre la alimentación de los mamíferos y el desarrollo del cáncer.

Hasta ese momento yo no sabía que mi padre había estudiado biología y creía que en Alemania había estado solo unos meses.

La Gestalt, que es lo que hago, no es solo psicología, explicó mi padre, como haría muchas veces en los años siguientes. Igual que en el psicoanálisis, a veces los mejores son filósofos o escritores, a veces médicos, como el propio Freud. O biólogos.

Entiendo, dijo la chica, ¿entonces me recomendás que haga medicina y psiquiatría?

Mi madre avisó que iba a buscar más botellas a la heladera, se fue a la cocina y no volvió a aparecer hasta que los invitados empezaron a despedirse.

La otra hija

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