Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 14
ОглавлениеYo tenía dieciocho años, había empezado a estudiar psicología en la facultad y salía con una compañera que me había invitado a pasar un fin de semana en el campo de su familia, cerca de Tandil. Por eso le había pedido el auto a mi padre y por eso estábamos hacía una hora y media camino a General Rodríguez: la condición del préstamo había sido que aprendiera con él las reglas de la ruta. Manejar distancias largas es otra cosa, dijo, hay que conocer los tiempos y los códigos del camino. No te puedo mandar a que de la nada hagas mil kilómetros, este auto necesita algunos cuidados especiales.
La idea era salir temprano, comer algo en una parrilla y volver. Mi padre me había recomendado qué calzado llevar y pasamos por una estación de servicio para que revisaran agua y aceite y la presión de los neumáticos. El auto era un Mercedes chiquito. Se parecía a un auto cualquiera, los cambios eran manuales, se hacían los mismos movimientos con la palanca –de primera a segunda, de segunda a tercera–, pero no tenía embrague: solo dos pedales. Semiautomático, decía mi padre, una caja especial, basta aflojar el acelerador y pasar las marchas con suavidad. La próxima vez, dijo, me enseñaría a hacer rebajes, frenar con el motor, por ahora era suficiente que usara los pedales con cuidado y criterio. Me habló del ABS y del bloqueo del volante. Me dijo que no tocara los discos de la compactera y que solo lo llenara con nafta premium.
Hay días, momentos como aquel que recuerdo completos, cada palabra y cada ruido. La incomodidad de la posición de manejo, el miedo a equivocarme. Pasé un auto rural con patente vieja que iba lento y zigzagueaba por el carril sin llegar a morder la banquina. Puse el giro para anunciar la maniobra y me aseguré de que no viniera nadie en el sentido contrario. Mientras lo adelantábamos, los dos miramos al Renault azul con la pintura gastada y comida por la herrumbre. Adentro iba una familia: tenían las ventanillas bajas y los chicos saltaban en el asiento de atrás mientras comían galletitas de un paquete enorme. En el techo flameaba una lona que dejaba al descubierto bolsos, cajas de cartón y fierros que parecían la estructura de una carpa, todo atado con una soga. El hombre manejaba impasible. La mujer, supuse, dormía: se veía la cabeza apoyada contra el respaldo y el pelo era un remolino que daba vueltas tapándole la cara. Después puse el guiño para volver a mi carril y aceleré. La rural quedó atrás y se perdió en el espejo retrovisor.
Lo importante, dijo mi padre, que mientras manejaba se había limitado a dar un par de indicaciones y alcanzarme un billete para pagar el peaje, es que uno de los dos esté tranquilo.
Sonrió cuando le pregunté de qué hablaba.
De Majo, dijo, de vos.
Entonces se acomodó en el asiento y ajustó la dirección de la salida de la ventilación: Este es el desempañador, señaló una perilla, y si querés evitarte los olores o los escapes de los camiones, usás este botón para que no tome aire de afuera. Además va a refrescar más rápido.
Te decía lo de la tranquilidad por el sexo, siguió de repente. Uno de los dos en la pareja tiene que estar tranquilo para que las cosas salgan bien en la cama. Yo tendría trece o catorce años, me contó, y una mujer del barrio, una vecina casada con un técnico de la planta de Techint, me daba clases de inglés. Yo hacía los ejercicios, progresaba. Una tarde me esperó desnuda y fue ella la que me enseñó. Pasamos un verano así, juntos. Alguien le terminó contando al marido, porque vino a buscarme a casa. Mi viejo había muerto en un accidente de avión unos años antes y no estaba ahí para defenderme. El vecino era enorme, italiano también y fue mi hermano el que salió conmigo al jardín para enfrentarlo. Nos agarramos fuerte. Al final el hombre lloraba. Pietà, ragazzi, decía. Daba pena. Lo ayudé a levantarse y él me agradeció en piamontés. Pero con esa mujer aprendí mucho, me tuvo paciencia y creo que decía la verdad. Es importante que lo sepas: mantener la calma es lo principal para disfrutar.
Lo miré y él asintió.
Ahí viví hasta que tuve casi tu edad, dijo mi padre, señalando un cartel que indicaba un desvío a Campana. El pueblo entero hablaba italiano, siguió. Todo el mundo lo quería a mi viejo. Guido era un ingeniero que había trabajado con los Rocca desde Italia. Había ayudado al gobierno de Mussolini durante el fascismo. Construía armas. Después entendió las consecuencias de lo que hacía, se arrepintió, ahí lo encarcelaron por sabotaje y se fugó de una prisión yugoslava que era aliada del Eje. Cuando falleció le hicieron un homenaje en la planta de Techint, y eso que tardaron meses en encontrar el cuerpo y los restos del avión en la selva de Venezuela. Había viajado por trabajo a ver unas tierras y montar una fábrica allá. Vi que mi padre apretaba las mandíbulas, emocionado. Después de eso mi vieja conoció a su segundo marido, Andrés, que era policía, un buen tipo pero bruto, y nos vinimos a capital con él. Cuando tenía tu edad me compré mi primer auto, un Torino.
Sí, le dije, me contaste, era verde, ¿no?
Andaba perfecto, dijo él. Lo tuve varios años. Una madrugada, camino a la costa, hubo un accidente grande en una rotonda pocos metros delante mío, lo esquivé pero el auto perdió el control. El amigo con el que viajaba contó ocho vueltas, girábamos como un trompo, yo me rompí la mano y se me abrió la ceja, que pegó contra el volante. El auto parecía intacto por afuera pero ya no arrancó. Todavía me acuerdo de cada maniobra de las ruedas del… ¡Pará!, gritó de golpe interrumpiendo el relato.
Yo apreté el freno y el auto patinó un poco. Se encendieron unas luces en el tablero, sentí el peso del cuerpo lanzado hacia delante y el cinturón apretándome el pecho.
¿Estás bien?, me preguntó mi padre, que agarró el volante como si yo no pudiera. Estábamos detenidos en la ruta, en medio de la nada, y yo miraba para todos lados, tratando de respirar y atento al peligro.
Siempre tenés que anunciar una maniobra brusca como esa, me retó y apretó el botón de las balizas. Por suerte no venían autos ni camiones atrás nuestro. Suspiró y se acomodó el pelo: tenés que ir más atento, dijo.
¿Qué pasó?, le pregunté y la voz me salió torpe, aflautada. Sentía el corazón desbocado y me temblaba el pie en el acelerador.
Puede haber cámaras, dijo, en los puentes que cruzan la ruta a veces ponen fotomultas, siempre conviene ir por debajo de la máxima, diez o doce kilómetros por lo menos. Sentí que ibas muy rápido.
Cuando éramos chicos, en los viajes de vacaciones a Punta del Este, mi padre usaba un aparato de plástico finito como un cassette que sonaba y prendía unas luces de colores cuando se entraba en la frecuencia de los radares de la policía. Lo dejaba junto al freno de mano y lo escondía en la guantera cuando veía a los patrulleros. Al final se lo encontraron en un control camino de vuelta al Buquebus y para que nos dejaran seguir tuvo que entregar el aparato y todos los dólares que habían sobrado de las vacaciones.
Le pedí perdón y sacudí los pies antes de volver a poner tercera, cuarta y quinta. Él abrió el estuche de cds y buscó un rato pero al final no eligió ninguno.
¿Adónde es que viajan con Majo?, me preguntó.
A Tandil, le respondí.
Estábamos yendo a comer a un lugar cerca de Luján, un pueblito ferroviario donde ya no pasaba el tren pero que habían remodelado y que se había convertido en una especie de polo gastronómico: la plaza central estaba rodeada de locales y parrillas. Un paciente le había recomendado un restaurante que era de un cocinero famoso: se conseguía la mejor carne de la zona. Carlos Keen, repetía mi padre. Dábamos vueltas por caminos rurales sin indicaciones. Pasamos cosechas largas sin hablar, tramos de ripio y tierra aplanada, vimos vacas que asomaban el cuello entre los alambres de púa y masticaban al sol mientras levantábamos polvo. Nunca encontramos el pueblo. Al final salimos a un camino asfaltado y frenamos en un parador de ruta.
¿Tu papá te enseñó a manejar?, le pregunté mientras maniobraba entre el pasto de la banquina sobre una huella que terminaba en un montecito cerca de la parrilla.
Dejalo en esa sombra, me indicó, pero no debajo de las ramas, que se llena todo de resina y arruina la pintura.
Elegimos una mesa afuera, sobre el pasto. Era un local chico, parecía que lo atendía la familia que vivía en la casita pegada. Una nena nos puso manteles de papel y dos vasos distintos. Después trajo los cubiertos y avisó que ya venían a tomarnos la orden.
Sí, dijo mi padre mirando su vaso a contraluz, Guido me enseñó algo pero cuando murió yo apenas alcanzaba los pedales. Dábamos vueltas por el fondo de la casa. Una vez me dejó sacar el auto a la calle y mi madre salió escandalizada gritando que era un delito, un peligro, aunque no había nadie en la vereda y no pasé de los diez kilómetros por hora antes de que el auto se frenara en seco. Lo trataba muy mal a mi viejo y él, por alguna razón, se dejaba.
Mi padre abrió la tapa del celular y miró un momento antes de volver a cerrarlo con un clac.
¿Tenés fotos de Guido?, le pregunté. Los álbumes en casa empezaban con imágenes del primer departamento donde vivieron mis padres y una serie larga donde yo aparecía de bebé mientras me bañaban en una cacerola.
Él miró el auto y después me miró a mí.
Mi madre quemó todo, dijo. Alguna vez le pedí fotos a mi hermano Claudio, porque sabía que él había guardado algunas, pero no quiso dármelas. Era complicada ella y mi hermano la seguía en todo. Son complicados. Vos la conociste de chico a Virginia, tendrías dos años la última vez que te vio. Te enloquecías cuando te agarraba. No se cómo explicarlo, dijo levantando los ojos mientras veía acercarse a la moza, quizás te molestaba algo de la energía de ella. Vos te revolcabas enrojecido y recién cuando se iba te dormías agotado del llanto.
La mujer se paró con una libretita a nuestro lado y preguntó si queríamos parrilla con fritas para los dos.
¿Qué hay bueno?, quiso saber mi padre.
Todo, contestó ella.
Sonreímos los tres.
¿Vino tienen?, preguntó él.
La mujer dijo que claro y empezó a recitar la lista. Talacasto, Vasco Viejo, Caballo de Troya, y creía que quedaba una botella de Valmont pero tenía que ir a revisar. Mi padre me hacía caras mientras escuchaba los nombres: alzaba las cejas, se reía. Al final le dijo que no se molestara y pidió una Seven Up.
Mientras comíamos me contó que su madre odiaba el italiano y había prohibido que se lo hablara en la casa. Entonces Guido lo llevaba a escondidas al jardín o salían a andar en auto y juntos cantaban canciones de cuando era joven en Roma y Génova. Mi padre sonreía mientras cortaba con fuerza un pedazo de carne.
A la vuelta me mostró la caja de herramientas en el baúl y describió algunas piezas sin abrirla: me dijo que cualquier problema llamara al auxilio mecánico del seguro. Después retomamos la ruta 7 y puso un disco doble de George Michael. Me prestó sus anteojos y dijo que yo tenía que volver sin ninguna indicación, que era lo más parecido a la experiencia que iba a tener camino a Tandil. Se quedó dormido y se despertó recién cuando entrábamos a capital. Yo volví con las manos transpiradas, apagué la música y revisé los espejos varias veces, iba tenso, atento a todos los carteles, adivinaba cámaras y multas. Mientras estacionaba dijo que había estado muy bien, que tendríamos que haberlo hecho antes. Dijo que quizás la próxima vez podíamos invitar a mi hermano e ir, los tres hombres de la familia juntos, a visitar el monumento a Guido dentro de la planta de Techint en Campana: había una placa en el acceso principal y, creía, un busto en la sala de reuniones del directorio.