Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 13

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Unos años después fuimos con mi padre a un shopping de zona norte. Era fin de semana y todos los niveles del estacionamiento estaban colapsados. Avanzábamos en una fila lenta, no había lugar. El último piso era descubierto. Si no encontramos acá nos vamos, dijo él, desabrochándose el cinturón para mirar a cada lado, girando todo el cuerpo. Tocaba bocina, se pegaba al auto de adelante.

Dobló de golpe y nos metimos en una de las filas repletas de camionetas, con gente cargando las bolsas de supermercado en los baúles y autos esperando con las balizas prendidas. A mitad de camino había un lugar libre, ocupado por una madre y una nena. Estaban paradas en medio de las líneas blancas, sobre el pavimento. Mi padre les hizo luces, la mujer no se movió. Él siguió avanzando con el auto lentamente pero sin pausa y la mujer empezó a retroceder. Dijo algo que no escuchamos porque teníamos las ventanillas levantadas. La mujer llevaba puesta una pollera muy corta, usaba brackets. Al final se corrió y quedó al lado de mi ventanilla. Enfermo, gritó golpeando el vidrio con la palma. Mi padre subió el freno de mano y bajamos.

Enfermo de mierda, repitió ella, no ves que estoy con una nena.

Él no dijo nada y empezamos a caminar hacia la entrada.

Ahora le voy a avisar a mi marido, dijo la mujer, peleate con él.

Vi al guardia de seguridad, que observaba la escena desde una torre.

El estacionamiento es para autos, no se pueden reservar los lugares, dijo mi padre sin mirarla, y que tu marido venga y le explico.

Caminamos unos metros más hasta que frenó un Peugeot rojo con los vidrios polarizados. Bajó un tipo con pantalón de gimnasia, anteojos negros y el pelo rapado a cero. Nunca había visto a alguien tan musculoso. La mujer empezó a llorar. Nos quiso atropellar, dijo señalándonos, me tiró el auto encima.

El hombre nos miró y frunció los labios; el cuello, mucho más ancho que la cabeza, se hinchó de venas gruesas.

¿Le tiraste encima el auto a mi mujer?, preguntó dando pasos chiquitos con el cuerpo enorme hacia nosotros, ¿a mi hija?

El guardia de seguridad agarró el walkie-talkie y se acomodó la gorra.

Le pedí que se corriera, estamos apurados, dijo mi padre, no le pasamos ni cerca.

El tipo miró a su mujer que sollozaba y a la nena que le abrazaba las piernas.

Me importa un huevo, pelotudo, dijo. ¿Querés que los mate a golpes a vos y a tu hijo?

No, dijo mi padre.

Yo me congelé. El tipo se acercaba cada vez más.

Alguien tocó bocina porque el Peugeot cubría el paso. El hombre quedó a menos de un metro de nosotros, me miró con los anteojos negros y yo bajé la vista.

Rajen de acá, dijo.

Caminamos entre los autos hacia la entrada, me temblaban las piernas. Mi padre había competido en torneos de judo, se había peleado miles de veces. ¿Por qué no había querido defenderme? El miedo, el enojo, me acuerdo, me hacían vibrar.

Nos sentamos en un café, yo me tapé la cara sin tocar el licuado que él pidió para mí.

Nos amenazó, dije.

Mi padre tomó su café e insistió con que me calmara, que lo mejor era no tener problemas, que podía terminar preso por pelearse ahí. A un tipo tan grande, dijo, hay que patearle las rodillas, quebrarle las piernas. Iban a llamar a emergencias, a la policía.

Me agarró del hombro y no pude sostenerle la mirada: asentí un par de veces y empecé a llorar. No pude parar por un rato largo. Él esperó, suspiró fuerte, me acarició el pelo y pidió un segundo café, más corto, un ristretto.

La otra hija

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