Читать книгу La otra hija - Santiago La Rosa - Страница 12

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Mi padre había trabajado en el bazar de su madre diez o doce horas por día mientras rendía quinto año libre; mostraba los estuches de dos medallas que le habían otorgado cuando hacía la colimba. Se había dedicado a la macrobiótica después de trabajar en Boston con el pionero japonés que trajo la disciplina a Occidente. Había sufrido una tragedia atroz y después conocido a mi madre en un negocio de alimentos que tenía en Palermo. A los seis meses ella estaba embarazada de mí. Cuando yo era chico, mi padre era psicoanalista. Diez años después, trabajaba como terapeuta gestáltico y empezaba a dar clases en Europa.

Nunca lo vi dudar, no tenía miedo.

Había practicado judo desde la primaria y recibió su cinturón negro antes de los dieciocho años. En su consultorio tenía un equipo de kendo que usó en un acto de mi jardín de infantes y un pequeño altar exhibía dos katanas y estrellas ninja debajo de una mesa ratona de vidrio. Cuando veíamos una película de artes marciales señalaba lo que se hacía mal: son actores, decía, les enseña un coreógrafo. El único que sabe de verdad es Steven Seagal, me explicaba. Mirábamos Nico, Buscando justicia, Decisión crítica y Alerta máxima, que era mi preferida. Nos reíamos de Chuck Norris y Van Damme.

Cuando tenía seis años mi padre organizó clases para mí y mis compañeros de escuela en un dojo desierto que quedaba en el subsuelo de una galería de la avenida Alvear. Él siempre insistió con que tenía que aprender a defenderme. El sensei se llamaba Fukuma y había sido maestro de mi padre. Los viernes un remís nos pasaba a buscar por el colegio y viajábamos disfrazados de karatecas hasta la galería repleta de casas de alta costura y anticuarios. Había una confitería cerrada y, en el centro, una escalera caracol que descendía a un gimnasio oscuro, inmenso y sin ventanas. Había un viejo, Angelito, que encendía las luces cuando llegábamos y nos prohibía golpear las bolsas de boxeo o correr por los vestuarios. También vendía las Gatorades para después de entrenar. A las cinco en punto aparecía Fukuma.

De algún modo, no recuerdo bien cómo, todos sabíamos que había que esperarlo en el dojo del fondo con piso de lona verde donde siempre hacía mucho frío. Jugábamos, amagábamos golpes y los más responsables proponían empezar un trote en círculos para entrar en calor. Cuando llegaba, el sensei gritaba algo que parecía una orden marcial japonesa deformada por los años y nos arrodillábamos en fila para repetir sus palabras y saludarlo con una reverencia antes de empezar la clase. Hacíamos una señal de respeto al retrato de un anciano japonés que colgaba en la pared con un marco de caña de bambú y, después de un aplauso seco de Fukuma, empezábamos la elongación.

Las parejas para las tomas se armaban según la altura. Uno de los chicos nos llevaba dos cabezas a los demás y todos lo evitábamos porque, aunque era un gigante bueno, podía revolearnos por el aire y aplastarnos contra el tatami. A mí siempre me hacían practicar con Pablo, mi mejor amigo. Su hermano entrenaba en las inferiores de Nueva Chicago pero sus padres se quejaban porque no estudiaba y le recomendaban dejar las inferiores del club, jugar intercountries y anotarse en administración de empresas. La madre de Pablo venía a veces a ver la clase y al final improvisaba poses como si fueran tomas y balbuceaba unas frases rápidas, inventadas, en las que reemplazaba la erre por la ele. Terminaba con lo que llamaba un grito ninja.

Mi padre, en cambio, solo vino una vez y miró en silencio. Apareció vestido con un saco azul, corbata y zapatos marrones. Apenas le hizo una inclinación de cabeza a Fukuma, que el maestro no contestó, y se fue antes de que terminara la clase. Hubiera querido verlo entrar con su judogi, usar el cinturón negro gastado en los bordes, mostrar de lo que era capaz. Algunos de nosotros recibimos puntas en nuestros cinturones blancos: amarillas en la mayoría de los casos, naranja para el gigante. Con el paso de los años y la práctica se avanzaba en los colores hasta llegar al negro, la maestría. Un cinturón que acompañaba al judoka hasta la muerte. Perder el cinturón negro podía ser una tragedia, había dicho mi padre, y también contó de gente que mentía y gastaba el cinturón raspándolo con una llave, haciendo fricción contra una columna, formas innobles de falsificar la experiencia. Yo miraba la tira blanca del mío: no perdía ni una fibra, apenas estaba ennegrecido por la mugre y el polvo del tatami, quizás algo de sudor, y no dejaba que mi madre lo lavara. Esa noche, en casa, mi padre me explicó que los verdaderos tatamis se rellenan con sogas, que tenía suerte de practicar sobre esas lonas suaves. Él había entrenado durante meses en Hawái, un curso intensivo para estudiantes avanzados en el dojo de la comunidad japonesa, dijo. Se había despellejado la piel de la espalda y los brazos, entrenaba con las plantas de los pies en carne viva.

Después de eso me esforcé en memorizar los nombres de las patadas y las tomas principales: Ō-soto-gari, Kosoto gari, Harai goshi, Uki goshi, Seoi nage, Morote gari. Fukuma nos había enseñado a acomodarnos el judogi, a estar siempre serenos en el dojo. Todas las clases eran ruidos de cuerpos cayendo, suspiros, esfuerzo y algunas risas ahogadas. Una vez un chico tímido se lastimó y tuvo que ir al baño a enjuagarse la cara. Muy cada tanto, Fukuma proponía algún juego. No eran divertidos pero había reglas y un ganador. A veces, el sensei sonreía al anunciar el resultado. El gigante ganaba siempre hasta que Fukuma planteó un ejercicio de resistencia, implicaba las abdominales especiales por las que todos nos quejábamos (piernas firmes y en alto, cabeza levantada y los brazos perpendiculares al torso golpeando el piso a su orden) y la consigna era aguantar. Nos acostamos esparcidos por el dojo y cuando uno se cansaba y bajaba los brazos debía pararse e ir a sentarse al fondo. Después de unos minutos, hasta el gigante se había rendido y se agarraba la panza. Para cuando la cuenta iba por el ciento sesenta quedábamos solo Pablo y yo, uno al lado del otro. Los demás chicos se habían acercado de a poco y formaron un círculo alrededor de nosotros. La mayoría alentaba por mí. Yo me giré y vi la cara roja de mi amigo inflando los cachetes llenos de pecas, los rulitos transpirados agitándose y me reí. El conteo llegó a ciento ochenta y ya nadie hablaba. Me quemaban las piernas y sentía el cuello duro tensionando la nuca. No quería seguir, pensé, me daba igual. Bajé los brazos y me acosté exagerando el cansancio.

La otra hija

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