Читать книгу El ruso - Sebastián Borensztein - Страница 10
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ОглавлениеWilliam Wilcox tomaba el vino más duro que hubiera pasado por su paladar europeo. Era un hombre delgado y refinado, de no más de cuarenta años. Por su apariencia distinguida, resultaba sumamente extraño verlo en una mesa en el bodegón de Carlusi. Para llegar a aquel antro había que cruzar el Riachuelo, lo que significaba una suerte de expedición a tierras desconocidas, no solo para un extranjero sino para la mayoría de los porteños. Pero el tipo estaba ahí, acodado. Observaba con atención el escenario en que el Ruso y su cuarteto interpretaban el tango El choclo, de Ángel Villoldo.
Wilcox hablaba un castellano aceptable, lo que le permitía entender la letra de un tango cantado con el estilo gardeliano –cambiando eles por erres–; sin embargo, su atención se concentró en la voz y en los movimientos del Ruso. Confirmó lo que ya le habían advertido: el tipo era un cantante óptimo, de voz entonada y correcta, pero le faltaba ese ingrediente que hace a los grandes. Cantar bien es fundamental, pero hay que tener ángel, y algo de suerte también. Incluso, en algunos casos, la suerte puede ser una condición aun superior a la del ángel, pero el Ruso, a juzgar por los resultados que había tenido hasta ese momento, carecía de ambas. Lo cierto es que Wilcox estaba sentado ahí y tenía su mirada clavada en el Ruso. Ese hecho, en apariencia, era producto del azar. Y como consecuencia de esta cuestión fortuita, Alberto Rosenberg, sin saberlo, ocupaba el centro de una escena trascendental por primera vez en su vida.