Читать книгу El ruso - Sebastián Borensztein - Страница 18
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ОглавлениеApoyado en la baranda de babor del Commerce de Marseille que lo llevaba a Francia, el Ruso observaba en silencio cómo Buenos Aires se hundía en el horizonte. El olor a río iba dando paso a una suave brisa salada que, de a poco, le secaba la boca. Muchas cosas pasaban por su cabeza en ese momento. Una de ellas era la imagen de Carlos Gardel en la película Volver, cantando en la misma pose en la que él se encontraba ahora, solo que para el Ruso no se trataba de volver, sino de partir. Se sentía raro por estar cruzando el Atlántico en el sentido inverso al que lo habían hecho sus padres, pero igual que ellos, en busca de un sueño. En un momento, comenzó a recapitular los acontecimientos de su vida y, saltando de un recuerdo a otro, inesperadamente, lo embistió una epifanía: sintió que estaba predestinado a algo grande, muy grande.
En aquel horizonte que poco a poco se fundía con el cielo quedaban la frustración y lo más importante que tenía en la vida: su mujer y sus hijos. Ester había sido mucho más dócil de lo que el Ruso esperaba al recibir la noticia del viaje. Le había dejado la deslumbrante suma de trescientas libras y el compromiso de mandarle el resto del dinero a medida que lo fuese ganando. Con el adelanto ya tenían para pagar las fiestas de bar mitzvá de sus hijos, y viajar los cuatro a las sierras de Córdoba primero y a la playa de Piriápolis después, y además ahorrar. Eso para empezar. Seguramente habría mucho más si el éxito lo acompañaba, como él le había asegurado. Ester se había convencido de que así sería, sobre todo después de conocer a Will en el puerto antes de que el buque zarpara.
A medida que pasaban los días, el entusiasmo del Ruso crecía. No solo porque París estaba cada vez más cerca, sino por la consideración que le dispensaban, digna de una estrella. El capitán del barco, un francés de apellido Poulet, veterano de la Primera Guerra Mundial, estaba fascinado con el tango. Cierta vez, mientras caminaba por un pasillo, escuchó al cuarteto ensayando en el camarote del Ruso. El marino se quedó parado junto a la puerta hasta que irrumpió con un aplauso y los invitó a compartir su mesa en la cena de esa noche. Además, les propuso interpretar algo del repertorio para los pasajeros. Ese pequeño concierto dio lugar a una serie de recitales a cambio de los cuales el Ruso, Will y sus músicos fueron invitados a alojarse en camarotes de primera clase que estaban sin ocupar. El cuarteto no era gran cosa, pero los pasajeros, todos extranjeros, no tenían un criterio tanguero desarrollado. Por otra parte, si bien el barco era muy cómodo, no ofrecía ningún entretenimiento más allá del baile nocturno en el salón principal. Por esta razón, y porque los días en altamar se hacían muy monótonos, el cuarteto fue la gran atracción. Antes de llegar a tierra firme, el Ruso empezó a saborear de qué se trataba, finalmente, el reconocimiento.
La travesía tuvo algunos días bastante malos, especialmente en la mitad del cruce del Atlántico, cuando los sorprendió una gran tormenta que duró tres interminables días. Caminaban agarrados de los pasamanos aún para recorrer unos pocos pasos. Comer se hacía difícil: todo iba al piso, incluso aquellos bocados que conseguían llevarse a la boca terminaban vomitados poco después. El primer día se prohibió salir a cubierta, pero después del mediodía el temporal empeoró tanto que el Capitán se vio obligado a ordenar a los pasajeros que se pusieran sus chalecos salvavidas y no salieran de sus camarotes. Fueron tres días de terror, con los pisos sucios, resbaladizos y malolientes. La gente estaba descompuesta y aterrada por la furia del océano. Los vidrios estallaban y los objetos rodaban de proa a popa, de babor a estribor. Los alimentos eran entregados en los camarotes, pero si bien el personal de a bordo estaba entrenado, también a ellos se les complicaba. La mayoría de las veces, las bandejas se estrellaban contra el suelo antes de ser entregadas a los pasajeros y las pocas que llegaban, lo hacían en condiciones muy poco presentables.
El Ruso temió seriamente que el barco naufragara. A lo mejor toda su vida llena de extraños giros no era más que una broma del destino, o de Dios. Era la primera vez que traía a Dios con el pensamiento en mucho tiempo, quizás porque de verdad estaba aterrado. ¿Y si era Dios el que se estaba divirtiendo con él paseándolo a su antojo de acontecimiento absurdo en acontecimiento absurdo, sin ningún objetivo más que su propia diversión? ¿No sería una broma divina el haberlo hecho nacer en Mataderos, convertirlo en huérfano, hacerlo fracasar sistemáticamente y, a la vez, darle el tesón para verlo insistir y al final arrojarlo al fondo del océano? Por asociación, este pensamiento le trajo a la memoria el gato gris que vivía en el orfanato. Ese animal jugaba a su antojo con las polillas que volaban alrededor del farol que iluminaba el patio. Al Ruso le encantaba ver cómo, con una estocada veloz, el gato derribaba una polilla y jugaba con ella: la soltaba para generarle esperanzas y la atrapaba de nuevo. Repetía ese juego una y otra vez hasta que, al final, se metía la polilla en la boca y la masticaba. ¿No seré yo la polilla de Dios?, se preguntó el Ruso mientras una ola enorme ladeaba el barco de manera temeraria. ¿No estará Dios jugando conmigo como juega el gato maula con el mísero ratón?
Finalmente, la tempestad empezó a ceder y, poco a poco, la normalidad se restableció a bordo. De todas formas, el Negro Flores tardó dos días en desprenderse del chaleco salvavidas. Si bien el sol brillaba y el mar estaba en relativa calma, Flores, como buen paranoico, necesitaba un poco más de tiempo para amigarse nuevamente, y con ciertos reparos, con la navegación.
La alegría finalmente volvió al salón del barco y el cuarteto continuó desplegando lo mejor de su repertorio. Los guitarristas, Juan y José Estrada, no podían dejar de comparar este salón con aquellos tugurios en los que solían actuar, en los que no llegaban a tocar un tango completo sin ser interrumpidos por una pelea, que en más de una oportunidad terminaba en batalla campal y, en ciertas ocasiones, con una muerte. Eran antros siniestros, frecuentados por rufianes de todo tipo. Juan Estrada recordaba siempre la noche en que dejó su guitarra parada contra la pared y se la usaron de mingitorio. En comparación, el Commerce de Marseille, al mando del capitán Poulet, era el mismísimo Teatro Colón. Y así, entre tangos, aplausos, champán y guiños cómplices con Will, que parecía muy complacido con la reacción del público a bordo, llegaron al puerto de Nantes.