Читать книгу El ruso - Sebastián Borensztein - Страница 21

13

Оглавление

Por la mañana, muy temprano, llegaron con Will a Le Petit Carillon. En el interior del local en penumbras aún persistía el aroma del tabaco y del champán de la noche anterior. Las sillas estaban sobre las mesas y un joven limpiaba el piso de madera, para luego encerarlo y dejarlo nuevamente reluciente. En el techo había una enorme garganta circular y del centro colgaba una gran araña con caireles. Las paredes estaban decoradas con boiseries de madera hasta media altura y, de la mitad hacia arriba, las revestía un terciopelo rojo con vivos dorados y tulipas de cristal. Al fondo del salón había un escenario amplio con un piano de un cuarto de cola que aún tenía algunas copas sobre la tapa.

Will le presentó el cuarteto al dueño, un hombre alto y canoso de sonrisa muy amable llamado Pierre, quien los recibió vociferando efusivos elogios.

—Es un honor tenerlos aquí, señores —sentenció Pierre en francés. Y mirando al Ruso dijo—: Mi amigo Will habla maravillas de usted. Estoy ansioso. Quiero que llegue el viernes. Ya están todas las mesas reservadas para esa noche, y para la siguiente también.

Cuando Will les tradujo, el Ruso sintió que todas sus fantasías eran posibles. Había gente que, sin saber de ellos, ya había reservado toda la capacidad del lugar para el primer fin de semana. Recorrieron el local, les convidaron café, hicieron bromas en español entre ellos comparando todo lo que veían con el bodegón de Carlusi, y se fueron al hotel a terminar de definir el repertorio. Pasaron dos días caminando por París. Vieron a mucha gente sin entender lo que decían. En un momento, entraron a un bar. Pidieron sus copas y el Negro Flores salió del lugar para pararse en la vereda y contemplar París. Mientras, los hermanos Estrada intentaban seducir a la camarera, que los miraba sonriente, pero con un gesto de incomprensión en el fondo de sus ojos. El Ruso, en cambio, estaba pendiente de otra cosa: escuchaba a un hombre que hablaba en castellano del general Franco, de la locura de Hitler y de los tambores de guerra que sonaban cada vez más fuerte en toda Europa. La frase que más lo impactó fue: “Si yo fuese judío, no solamente estaría tratando de huir de Alemania sino de Europa en general”. El Ruso sabía de qué hablaba ese hombre: conocía las historias de sus padres. Sabía de Hitler porque leía los diarios en Buenos Aires todas las mañanas y porque su suegro Isaac hablaba permanentemente de su preocupación por los parientes que aún vivían en Polonia. Ese pensamiento le generó un escalofrío que lo recorrió de punta a punta como un relámpago, pero enseguida se dijo que él estaba allí para cantar y seducir al público francés, y que nada de eso tenía que ver con Hitler ni con los nazis, que tanto temor inspiraban en su suegro y en él mismo. Entonces, para dar por terminado ese pensamiento oscuro, salió a la calle y se paró junto al Negro; en el bar quedaron los Estrada con sus intentos de seducción.

Llegó el viernes. Le Petit Carillon desbordaba de gente. El Ruso cantó como nunca antes en su vida; de hecho, lo que sintió fue que todas las actuaciones anteriores no habían sido otra cosa más que ensayos para alcanzar el nivel de aquella noche. Y era más que una apreciación subjetiva porque de verdad lo había hecho mejor que nunca. Tenía la luminosa sensación de estar en su mejor momento, como si el sentimiento de decadencia que lo había perseguido durante años se hubiera esfumado por arte de magia.

Lo que el público veía sobre el escenario eran cuatro exponentes auténticos del arrabal porteño. El rostro curtido del Negro Flores, sus gestos, la forma en que abría y cerraba el fuelle sobre su rodilla; la coordinación de los Estrada, que rasgueaban al unísono marcando el compás con un pie; el entusiasmo que había en la voz del Ruso. Todo eso era auténtico y novedoso para la concurrencia de Le Petit Carillon y, por eso, el cuarteto valía mucho más en París que en el Abasto. Después del quinto tango, el Ruso observó que Will ya no estaba parado junto a la puerta vaivén de la cocina. Se había sentado en una mesa con otros dos hombres, que estaban casi de espaldas al escenario. Cuando el Ruso empezó a entonar Volver, notó que los tipos le daban la mano a Will y se retiraban del lugar. Le pareció extraño y no supo qué significado darle, así que prefirió regresar a lo suyo y no distraerse en medio de su interpretación.

Cantaron diez tangos seguidos, cerraron con dos bises y se bajaron del escenario en medio del caluroso aplauso de unas cien personas que ocupaban las mesas del local y parecían encantadas con estos cuatro argentinos, que según la presentación de Pierre eran lo más encumbrado del tango porteño.

Por supuesto ahí estaba Will, que observaba cómo todo iba sobre ruedas. No podía ser de otra manera. Lo que tenía entre manos era extremadamente audaz, pero dependía, y mucho, de que el Ruso se sintiera en la gloria. Esa misma noche reportó a Londres que el plan que se había puesto en marcha en Buenos Aires continuaba con éxito en París.

El ruso

Подняться наверх