Читать книгу El ruso - Sebastián Borensztein - Страница 15

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El lujosísimo Alvear Palace Hotel se había inaugurado siete años antes, en 1932, y era el albergue preferido de turistas adinerados, empresarios y nobles europeos. El Ruso no había estado nunca en un lugar así, y sus enormes salones, decorados con cortinados bordó y columnas blancas y doradas, eran el marco ideal para el encuentro con su representante inglés. El lujoso ámbito propiciaba las fantasías de éxito, prosperidad y glamour que sobrevendrían con la consagración artística.

Will, de impecable traje marrón, peinado a la gomina y luciendo su reloj pulsera Longines de oro, esperaba al Ruso en una mesa con cubertería de plata y vajilla de porcelana. Cuando Will lo vio venir, se puso de pie y, tras un apretón de manos, esperó a que el Ruso se sentara para hacerlo luego él.

El Ruso solo tomó café. Estaba muy ansioso y, como tenía el estómago cerrado, se negó a probar las delicadas petits fours que se lucían sobre una bandeja de plata de tres pisos. El suntuoso salón, con unas pocas mesas ocupadas dada la temprana hora de la tarde, sumado a la solemnidad en el trato que le dispensaba Will hicieron que el Ruso se sintiera importante, algo que nunca le había sucedido. “Un salón con olor a buena vida”, así se lo describió a sus músicos cuando repartió con ellos el adelanto que le entregó Will tras la firma del contrato. Eran doscientas libras esterlinas para cada uno de los Estrada y para el Negro Flores, y trescientas para él. Y habría más. Según lo firmado se repartirían trescientas libras semanales, más un plus de doscientas si la concurrencia llenaba el club Le Petit Carillon en el que se presentarían durante tres meses. Las cifras en cuestión eran enormes. Trescientas libras esterlinas equivalían a unos cuatro mil pesos, una verdadera fortuna, especialmente para un asalariado vendedor de telas que no ganaba más de cien pesos mensuales. Con esa plata se podía comprar, por ejemplo, una Coupe Chevrolet 39 cero kilómetro, uno de los autos más lindos de la época. Esta sería la primera vez que el Ruso podía esgrimir ante su familia razones de peso para no renunciar a su vida de cantante, aunque en este caso las cosas eran más complejas ya que el escenario estaba del otro lado del Atlántico.

El Negro Flores y los hermanos Estrada eran solteros, así que no tenían nada demasiado importante que resolver antes de la partida. Además, las libras esterlinas que habían recibido evitaron cualquier tipo de pregunta acerca de los detalles del viaje. Por otra parte, el Ruso tampoco podría haber respondido nada: su desconocimiento de la aventura europea era absoluto. Lo único que importaba era que en dos semanas tenían que estar en la dársena para subir al vapor que los llevaría a Francia. Pero había una cuestión compleja que el Ruso debía resolver: cómo contarles las novedades a sus familiares, que no tenían la menor idea de nada. Ni siquiera les había mencionado el primer encuentro con Will en el bodegón de Carlusi. Mantuvo el secreto por dos razones. La primera era porque no sabía si Will hablaba en serio; la segunda tenía que ver con su capacidad de expresión: no sabía cómo hacer para que resultara verosímil la propuesta que le acababan de hacer.

—Vos estás raro —acusó su suegro Isaac la mañana en la que el Ruso le avisó que se iría del negocio a media tarde. Le dio una excusa cualquiera para evitar contarle que se iba al Alvear Palace Hotel a encontrarse con Will.

—Yo te conozco bien a vos, y estás raro. Y Ester piensa lo mismo.

Eso fue lo último que escuchó de su suegro cuando se calzó el sombrero y traspuso la puerta de la sedería, sin contestarle.

El ruso

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