Читать книгу El ruso - Sebastián Borensztein - Страница 16
8
ОглавлениеA Ester la conoció cuando él ya tenía veinticuatro años y vivía solo en la pieza de un inquilinato en la zona del Mercado de Abasto. Como en el asilo se había recibido de bachiller, el Ruso no tuvo problemas para conseguir un trabajo y comenzar su vida adulta. Empezó como empleado del frigorífico La Blanca en Avellaneda. Allí conoció el rigor y el aburrimiento del trabajo administrativo. Su jefe era un gerente inglés de apellido Watts, que lo controlaba minuciosamente y de quien aprendió el oficio contable. Además, por su condición de cantante –era frecuente verlo amenizar cumpleaños durante la hora del almuerzo–. Esto era consentido por Watts que, como buen patrón, sabía que cuanto más contentos trabajaban los empleados, mejor funcionaba el negocio. Pero al Ruso no le gustaba mucho su actividad y, luego de tres años, consiguió pasarse a la Compañía Ítalo Argentina de Electricidad, con un puesto más jerarquizado y un sueldo mejor. En ese momento, tuvo la oportunidad de mudarse. Se fue de la pieza que alquilaba en Avellaneda a un inquilinato del Abasto. En su nuevo barrio, se enfrentaban habitualmente rufianes y malevos; a esas luchas, en ciertas ocasiones, se sumaban patotas de niños bien, conocidas como indiadas, que tenían varios integrantes célebres, entre ellos Jorge Newbery. Toda esa mitología, sumada al ingrediente del tango, hacía de la zona el sitio perfecto para que el Ruso se sintiera a gusto. Cada viernes por la noche, después de una ardua semana de trabajo contable, volvía, por fin, a ser él.
Se tomaba el tranvía hasta Barracas, donde la magia del Fels lo seguía fascinando como la primera vez. Fue en el mismo Fels donde se cruzó con el Negro Flores, y éste, a su vez, le presentó a dos guitarristas, que no eran los hermanos Estrada que integraban el cuarteto actual sino dos buenos músicos que duraron poco. Uno de ellos cayó preso por robo; el otro, se casó con una uruguaya y se fue a vivir a Montevideo.
Ese primer cuarteto, que integró con el Negro Flores, debutó en el Fels y rápidamente abrió su juego hacia otros tugurios, desde donde el Ruso se propuso saltar hacia un circuito mejor, pero la suerte no lo acompañó y no solo no pudo insertarse en el mundo del tango con más categoría, sino que tampoco pudo dejar su trabajo de empleado administrativo.
Los hermanos Estrada aparecieron años después, tras el paso de varios músicos que el Negro Flores iba consiguiendo. Para esos años el Ruso quería tener una mujer. No era que en el Fels, en particular, y en la noche, en general, no hubiera mujeres, sino que él quería una de otro tipo. Por esa razón, empezó a frecuentar la sinagoga de la calle Libertad, muy cercana al Teatro Colón, donde en su infancia había aprendido el arte de inspirar compasión para recibir limosna.
Al parecer, el mandato familiar no se esquiva con facilidad: si bien el Ruso, por propia voluntad o por las vueltas del destino, había logrado sortearlo, a la hora de buscar una esposa para iniciar una familia no dudó en regresar a la tradición. Así fue cómo, después de mucho tiempo, volvió a ponerse una kipá y a encontrarse con esas largas barbas rabínicas. Escuchó nuevamente los cantos litúrgicos que acompañan la lectura de la Torá, tan familiares para él en el pasado. Y fue en ese templo judío, un sábado de octubre de 1928, donde el Ruso conoció a Ester.
Ella estaba en la puerta acompañada por su padre. Había un casamiento y Ester estaba tan elegante que bien pudo haber sido ella la novia. Con dieciocho años, Ester era una mujer estilizada, de piel blanca y cabello rojizo ondulado. Tenía una boca roja y grande que se recortaba de la palidez de su rostro y del resto del universo. A partir de ese momento el Ruso no miró a ninguna otra, ni ese sábado ni en los siguientes diecisiete años.