Читать книгу El ruso - Sebastián Borensztein - Страница 9

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Aquella noche de abril de 1939 hacía un frío inusual en Buenos Aires. Una bruma espesa cubría el cielo a la altura de las luminarias. Alberto Rosenberg caminaba hacia el bodegón de Carlusi con las manos tan heladas como su alma. Sabía que no había vuelta atrás: estaba decidido a comunicar su retirada. A los treinta y cinco años y con el mundo descreyendo de él como cantante, había llegado la hora de archivar definitivamente la cuestión del tango. Era momento de renunciar a los sueños y dedicarse de lleno a la sedería de su suegro Isaac. El hecho de cantar en antros marginales y de haber sido rechazado tanto por la Odeón como por la RCA Víctor, más las promesas incumplidas en algún caso y el rechazo en otros, por parte de la mayoría de los directores artísticos de las radios en las que se había probado, lo tenían definitivamente desanimado. Para colmo de males, su suegro no dejaba de presionarlo tratándolo como a su propio hijo o, a decir verdad, maltratándolo como a su propio hijo, Ernesto, un muchacho de pocas luces.

Alberto Rosenberg, al que le decían el Ruso –así lo habían bautizado en Mataderos, donde no había otra familia judía más que la suya, lugar al que habían llegado porque su padre era un shojet, un matarife kosher del que dependían casi todos los consumidores judíos de carne–, era un buen tipo, elegante, que cargaba con el peso de una gran frustración; sin embargo, no haber podido triunfar como cantante de tango no significaba que su vida fuera un evento fallido. Tenía suficientes aciertos como para ser catalogada de mucho más que digna, cómoda y bastante apacible, sobre todo si se tenían en cuenta las enormes dificultades que había tenido que atravesar desde la más tierna infancia.

Su matrimonio con Ester le había dado dos hijos: Jaime y Marcos, a quienes los viernes llevaba al templo de la calle Libertad, donde había conocido a su mujer. No era un judío practicante a pesar de sus orígenes, pero iba al templo todos los viernes, más que nada para no sumar conflictos con su suegro Isaac, de quien dependía su economía.

La presión familiar de poner más empeño en la sedería que en su propia pasión había conseguido, finalmente, quebrarle el ánimo. La calidad moral de los sitios en los que se presentaba y el hecho de trabajar de noche eran los reproches más frecuentes de Isaac. Y en la intimidad de su dormitorio, abundaban las opiniones de Ester, mucho más amables que las de su padre, pero igual de mordaces: “Simplemente, tu carrera no existe”, le decía ella. Y cuando el Ruso intentaba cualquier defensa en favor de su pasión, aparecía el lapidario “es mejor dedicarse de lleno a lo que realmente nos da de comer”.

Al Ruso no le quedaba más energía para seguir resistiendo el embate; por eso, al finalizar la presentación de esa noche, les iba a comunicar la decisión de abandonar su carrera a sus compañeros del cuarteto. Después, haría lo propio con su familia. Quería vivir con menos conflictos. La clave estaba en dar vuelta para siempre la página más frustrante de su vida.

El ruso

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