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CAPÍTULO CINCO

Después de otro copazo de vino y de mirar fijamente el mensaje de Alice, descubro, para mi sorpresa, que la botella está a cuatro dedos de vaciarse.

Mierda. Esto provocará una discusión mañana o, quizá, más tarde, esta noche, cuando sea que Daphne regrese. Ya son casi las 10:30 y no me ha enviado ningún mensaje.

De pronto, me siento agotado, pero decido poner los adornos antes de acostarme, así tendré una armadura pasivo-agresiva para nuestra próxima pelea. Me tropiezo y me doy cuenta de que mi cándida y agradable embriaguez de cerveza Guinnes se ha convertido en una brutal y dura borrachera de vino tinto.

Con dificultad subo hacia el desván y, cuando abro la pequeña puerta desvencijada, siento cómo la corriente se me mete en los huesos. Los adornos están al fondo, por supuesto, y para llegar a ellos hay que atravesar un camino de obstáculos peligrosos, como cajas de cartón, maletas y hasta un patinete viejo (mío, no de Daphne).

Cuando estoy a poca distancia de donde están las guirnaldas, empujo sin querer una caja con cosas de Daphne y cae al suelo, desparramando por todos lados su contenido.

—Joder… —murmuro.

Cuando me arrodillo para recogerlo, algo entre la basura capta mi mirada: es una lata vieja de galletas. La tapa se ha desprendido, revelando una serie de objetos inconexos: un guion arrugado, un billete retorcido, un programa ya borroso para una obra de teatro y un revólver falso manchado de sangre.

Entonces me doy cuenta de que estos objetos están conectados.

Al instante me viene un escalofrío, como un resabio del sentimiento que tuve al hablar con el viejo y extraño vendedor de relojes en el pub. La sensación de que esto es más que una mera coincidencia.

Primero cojo la pistola. Es increíble que Daphne la haya conservado, no sabía que lo había hecho. Me la paso de una mano a otra, siento sus bordes de plástico fríos y las borrosas huellas dactilares impresas con sangre en el mango. Puedo recordar cuándo me la dio Daphne, lo recuerdo claramente. Fue la noche que la conocí.

El guion, el billete, el programa, todo es de la misma noche. La noche que he recordado hace unos momentos: la noche del escondite en el laberinto. Cojo el programa. En la portada se lee: «EL CLUB DE TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE YORK PRESENTA: UN NUEVO CUENTO DE NAVIDAD».

La obra fue una reinterpretación moderna extremadamente vergonzosa, y sorprendentemente violenta, de Un cuento de Navidad. Mi papel era menor, pero, de todos modos, cuando le doy la vuelta al programa, ahí está, entre el resto del elenco, mi fotografía en blanco y negro. En el retrato aparezco sonriendo ampliamente a la cámara, como si estuviera haciendo una imitación de Wallace en Wallace y Gromit.

Miro la foto y me cuesta trabajo creer que ese chico de diecinueve años que me mira sonriente y yo seamos la misma persona. Es como mirar la foto de un extraño, no siento ninguna conexión. ¿Qué queda de esa persona?

Está claro que pudieron haber sido los chupitos y sambucas que nos tomamos, pero esa noche en el laberinto, una semana después de que se tomara esa foto, recuerdo haber sentido la extraña y, digamos, espiritual certeza de que todo saldría a mi favor, que iba en la dirección correcta, que podía alcanzar todos mis sueños y que el futuro era un lienzo en blanco sobre el que pintaría algo hermoso.

Y, luego, bah, hay que ver lo que pasó. Cogí ese lienzo y lo llené de errores, fracasos y resultados catastróficos; malas decisiones, mentiras y cosas terribles de las que nunca me podré retractar.

Si alguna vez llega a existir una entrada de Wikipedia sobre Ben Hazeley, que no existirá nunca (a menos que llegue a haber alguien que se llame igual que yo y haga algo que valga la pena con su vida), pero, suponiendo que la hubiera, puedo imaginarme exactamente cómo sería. Mientras que otras páginas de Wikipedia tienen secciones como «trayectoria», «legado» o «filmografía», en la mía solo habría una: «Cagadas». Sería una lista larga y detallada con muchos puntos que comenzaría por el subtítulo: «1996: el padre se larga» y terminaría con el subtítulo de la próxima semana: «2020: engaña a su esposa».

Mi cabeza se siente cada vez más pesada y sé que debería empezar con los adornos del árbol, pero por alguna razón no me puedo separar de estos objetos ni de la lata. Me cabrea que Daphne conserve estas cosas, me la imagino subir a hurtadillas de cuando en cuando, abrir la lata y escudriñar un rato estos objetos: un recordatorio material de que hubiera estado mejor sin mí.

Porque así son las cosas, ¿no es verdad? Si tu vida simplemente es una serie de errores y meteduras de pata, entonces ¿no sería mejor no estar ahí?

No hay ninguna foto de Daphne en el programa, la metieron a última hora porque alguien dejó la obra sin previo aviso, pero aún puedo imaginarla tal cual era a los dieciocho: una chica alegre, divertida y eufórica que regalaba a todos, tanto amigos como extraños, una sonrisa electrizante, como si en verdad no notara el poder que tenía.

Y después entré en su vida y la fui desmoronando con los años, hasta convertirla en la mujer cansada, irascible y miserable que estaba en el pasillo hace unas horas. ¿Será posible que su versión adolescente esté igual de desencantada como la mía por cómo se dieron las cosas? Seguramente se imaginaba que a los treinta y tres años tendría un esposo exitoso que la apoyara, un esposo normal, quizá también hijos. Sé que quiere tener hijos, a pesar de que este año no hemos tocado el tema ni una sola vez, sin importar que muchos de nuestros amigos han comenzado a tener los suyos.

Me viene a la mente un recuerdo raro, aunque no es mío propiamente, sino algo que mamá me contó cuando yo era adolescente. Solía importunarla pidiéndole que me contara historias divertidas sobre mi padre y yo, pues aún tenía esperanzas de que pronto volviera a mi vida. En una ocasión, accedió y me contó que cuando yo tenía ocho años entré al salón mientras él veía El sentido de la vida, de Monty Python. Al oír la frase, la repetí como un loro: «Papá, ¿cuál es el sentido de la vida?». A él le hizo mucha gracia y respondió: «Supongo que es aumentar la suma de la felicidad humana».

Cuando mi madre me contó esto, tenía catorce años y me encantó la respuesta, pero ahora me parece la cosa más deprimente que he escuchado en mi vida, porque todo lo que he hecho desde entonces ha sido restar, restar, restar.

Presiono el tabique de mi nariz y la visión se me nubla un poco. Miro el reloj: falta un minuto para las doce, un minuto para Navidad.

Después recuerdo que el reloj es una estafa, aunque es probable que sea casi esa hora. Incluso un reloj estropeado puede marcar la hora correcta dos veces al día…

Cojo el programa de nuevo y la pistola de juguete, las retengo en la palma de mis manos.

El tiempo se me va, ahí sentado en el desván mirando los objetos, hasta que, finalmente, me quedo dormido sin darme cuenta.

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