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CAPÍTULO DOCE

Debo de haber estado soñando con el beso en el laberinto porque ahora, al despertarme, creo oír a mi alrededor el susurro de las hojas. Casi puedo sentir el sabor de los labios de Daphne en los míos.

Por alguna razón, me siento mareado y noto como si me faltara un poco el aire, como si hubiera salido disparado de un tiovivo descontrolado. No me sentía borracho anoche, pero supongo que esas pintas de snakebite eran más fuertes de lo que pensaba.

Con los ojos aún cerrados, suelto un pequeño quejido contra la almohada, que luego doy la vuelta a su lado más fresco. Todavía adormilado, permanezco aturdido bajo el edredón, experimentando una rara combinación de sentimientos por lo que sucedió anoche: calidez, emoción y felicidad, pero también, en alguna parte de la boca del estómago, aprensión, miedo y ansiedad. Porque, a pesar de lo bien que me sentí y de lo perfecto que nos sentíamos el uno con el otro, sé muy bien cómo acabarán las cosas. Sé muy bien lo amarga y tóxica que se tornará nuestra relación.

Hundo la nariz en la almohada fresca deseando poder comprender qué está pasando. Entreabro los ojos, recordando que, en cualquier momento, Harv aporreará la puerta y demandará un desayuno completo con abundante tocino antes de irnos a casa para las fiestas navideñas.

Instintivamente, busco con el brazo a Daphne. Pero no está.

Abro los ojos y echo una mirada al entorno bañado por la luz matinal que se filtra por las cortinas. La primera cosa sobre la que enfoco la mirada es un calendario de adviento que está apoyado contra la lámpara del buró. Casi todas las casillas están abiertas, pero, en lugar de mostrar imágenes torpemente dibujadas del Niño Jesús, contienen recortes de revistas de una actriz que solía gustarme mucho: Larisa Oleynik.

Por segunda vez en quién sabe cuántos días, me levanto como un rayo de la cama, completamente despierto y respirando con agitación. Observo por todas partes la habitación, que es más familiar que mi dormitorio de la universidad, aunque me resulta mucho más inquietante despertar aquí en este momento.

Hay ropa tirada por todas partes sobre la alfombra raída; en una esquina, hay una PlayStation 2 enterrada bajo una montañita de videojuegos; y las paredes están decoradas con carteles: una amalgama de raperos neoyorkinos con el ceño fruncido y patinadores suspendidos en el aire haciendo muecas.

Daphne no está y yo estoy en la habitación de mi casa. Mi casa: la casa donde crecí.

Esta vez he saltado hacia delante en el tiempo, en lugar de hacia atrás, y, gracias a la única ventanilla del calendario de adviento que sigue cerrada, sé con exactitud en qué fecha me encuentro.

Debe de ser el 24 de diciembre de 2006.

Aprieto el puente de mi nariz y un destello de luz se refleja contra mi reloj. Aún lo llevo puesto. Con excepción de unos calzoncillos que no reconozco, no llevo nada encima, pero aún llevo el reloj. Las manecillas están detenidas en el mismo punto: un minuto antes de las doce.

La extraña y críptica frase del vendedor sobre el reloj dando la medianoche relampaguea de nuevo en mi mente. Anoche miré el reloj justo antes de que Daff y yo nos quedáramos dormidos. En ese momento debió de suceder: anoche, cuando el tiempo real coincidió con la hora que marcaba el reloj… ¡debió de ser en ese momento cuando «salté» otra vez! Supongo que, para entonces, ya me había quedado dormido, porque no recuerdo nada en absoluto.

Por un momento, me invade la sensación de orgullo de haber descubierto el mecanismo de estos demenciales saltos temporales; sin embargo, este sentimiento pronto queda sepultado bajo una fresca ola de confusión al recordar que no tengo ni idea de cómo está pasando ni por qué razón.

Con el corazón latiendo a toda velocidad, cojo el calendario de adviento. Lo recuerdo muy bien, aunque no tengo ni idea de dónde puede estar en 2020. Es una baratija del supermercado, la carátula tiene un Papá Noel de mejillas sonrosadas sonriendo como un maníaco. Pero Daphne lo arregló especialmente para mí. Desprendió el fondo de cartón y lo reemplazó por un collage de fotos completamente nuevo. En una ocasión, durante los primeros meses de nuestra relación, estábamos viendo 10 razones para odiarte, un clásico de las comedias románticas de los noventa, y le confesé que cuando era adolescente estaba obsesionado con la hermana menor de la protagonista.

Entonces, justo antes de que terminara el primer semestre del segundo año, Daff me obsequió ese calendario con fotos ocultas de Larisa.

—Ahora puedes llevar contigo a tu verdadero amor a casa en Navidad —dijo socarronamente, y me lo entregó.

Abro la última ventanilla, que es más grande, y aparece una imagen asombrosamente real de la señorita Oleynik conmigo, de pie, uno al lado del otro, sonriendo. Y, hay que admitirlo, hacemos muy buena pareja.

Dejo el calendario sobre la mesita de noche. Tardo unos segundos en entender la importancia de esta fecha. Si mis cálculos no me engañan, Daff y yo llevamos juntos un año y hoy (la víspera de la Navidad de 2006) es la primera vez que ella vendrá a mi casa. De hecho, será la primera vez que conozca a mi…

Oigo el tintineo de las cucharas y de las tazas abajo y al instante se me revuelve el estómago. Mi corazón late tan fuerte que por un momento temo desmayarme, y una presión fuerte y caliente palpita tras la órbita de mis ojos.

—¡Benjamin! —grita mi madre desde las escaleras—. ¿Quieres, por favor, por favor, levantarte de la cama y venir a ayudar a tu pobre madre?

Al oírla empiezo a llorar tan fuerte que apenas puedo respirar.

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