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CAPÍTULO CUATRO

Llego a casa a eso de las nueve y media y Daphne aún no ha regresado.

Tampoco me ha enviado ningún mensaje y mi mente aturdida por la Guiness inmediatamente recrea una imagen de ella y Rich acariciándose con ternura junto a la chimenea que crepita, la fantasía de adulterio hipotético menos creativa que exista. No obstante, surte efecto: la idea de ellos dos en esa fiesta ahora mismo, ebrios y ligando, hace que me sienta abrumado por la ansiedad.

Paso junto al árbol de Navidad para ir a la cocina, donde me siento y descorcho la costosa botella de tinto que Daphne compró especialmente para la comida de mañana.

Me sirvo una copa grande y reviso Facebook. Tengo un mensaje nuevo. Es de Alice.

«¡Hola! Ya averigüé que mi conferencia se llevará a cabo DEFINITIVAMENTE la semana que viene, así que ¡estaré en Londres! Me darán una habitación en el Hilton, en Canary Wharf (¡qué genial!), ¿podríamos vernos para tomar algo allí? ¿Digamos el martes 29? Me gustaría MUCHO verte para ponernos al día… ;-) xxx.»

Le doy un buen sorbo al vino y pienso: entonces, ¿es así como se empieza?

¿Es así de fácil?

Cuando era niño, la sola idea de tener un amorío me parecía algo increíblemente elaborado, complejo y casi maquiavélico. En mi cabeza, mi padre era una especie de genio malévolo que había dedicado meses a urdir su terrible y oscuro plan que partiría nuestras vidas en dos. Pero tal vez le estaba dando mucho crédito. Tal vez tropezó con ello sin pensar las cosas. Tal vez estaba asustado y solo y confundido. Si fue así, supongo que he heredado de él esos atributos. Ninguno de sus talentos, ni una pizca de su encanto; solo las partes de cobarde hijoputa de mierda.

Me sirvo otra copa y miro el mensaje, pensando qué responder.

Todo el asunto es tan… raro. Hacía años que no veía a Alice (desde la vez en París) hasta que nos topamos en la boda de Marek, de la uni, unos meses atrás. Daff no pudo asistir y Alice había ido sola también; justo acababa de romper con su prometido en Mánchester y estaba ahí, según sus propias palabras, para «ponerse tan borracha e insolente como fuera humanamente posible».

Estaba muy nervioso por volver a verla, pero desde el principio ella actuó como si nada hubiera sucedido. Como si no hubiera razón alguna para sentirse incómodos. Me hizo señas con una copa de champán desde el otro lado del jardín y, después de tres copas más, nos enfrascamos en una acalorada discusión sobre si era o no ético intercambiar las tarjetas con los nombres de las mesas. Antes de llegar a una conclusión satisfactoria, Alice ya las había cambiado de lugar, de manera que «el tío Steve» tuvo que sentarse en el otro extremo del pabellón, mientras que ella ocupó su asiento junto a mí, riéndose como una niña traviesa.

Mientras comíamos salmón y pollo y bebíamos vino blanco sin parar, ignoramos descaradamente a nuestros compañeros de mesa y recordamos el pasado, hablamos largo y tendido sobre el presente y nos avergonzamos por las mismas frases de los discursos del brindis.

No era solo su aspecto despampanante (que lo era), sino además lo que me hizo sentir mientras hablaba con ella: como si tuviera diecinueve otra vez, como si los últimos quince años no hubieran ocurrido y el futuro aún estuviera abierto, llamándome. Fue igual que en París. Estaba fascinando porque podía presentarle una versión mejorada de mí mismo. De tal manera que esculpí al fracasado sin ambiciones en el que Daphne me ha visto convertirme hasta que emergió alguien mejor.

Y más tarde, justo hacia el final de la noche, algo sucedió.

Lo único que puedo recordar es que la música se fue desvaneciendo y que Alice estaba tan borracha como yo porque me arrastró fuera de la pista de baile y me condujo a la «peculiar» cabina de fotos de la que nos estuvimos burlando toda la velada.

Cogimos unos accesorios ridículos (varitas de hada y sombreros de copa) y, por iniciativa suya, compusimos gran variedad de gestos, deslumbrados por los destellos de la cámara: sonrisas pronunciadas y muecas de zombi y, para la última foto, besos al aire. Cerré los ojos para esa última foto y recuerdo que, mientras sentía el resplandor del destello de la cámara bajo mis párpados, noté que ya no besaba el aire. Los labios de Alice estaban unidos a los míos. Obviamente, me incliné hacia atrás, pero no tan rápido como hubiera debido.

Cuando abrí los ojos, ella reía encogida de hombros, como si no tuviera importancia. Como si hubiera sido una broma.

Y eso es lo que me he estado diciendo a mí mismo que fue. Pero las bromas no nos mantienen despiertos por la noche con punzadas de remordimiento.

Cuando al día siguiente regresé a casa, ni siquiera le mencioné a Daphne que la había visto. Daff siempre se pone rara con respecto a Alice. Supongo que es porque Alice y yo estábamos muy unidos durante el primer año de universidad. Incluso ahora suele bromear un poco sobre el hecho de que me gustaba Alice. También esas bromas me hacen sentir culpable. Así que no le conté nada cuando Alice me mandó un mail unos días más tarde y tampoco le dije que le respondí. Daff y yo estábamos atravesando una etapa particularmente desalentadora durante la cual no nos dirigíamos la palabra: ella estaba ocupada constantemente en su trabajo mientras yo me angustiaba debido a lo mal remunerada, aburrida y esporádica que era mi situación laboral.

Soy escritor, supongo, técnicamente hablando. Pero decir eso hace que suene más importante de lo que en realidad es. Siempre pensé que seguiría los pasos de mi padre y escribiría alguna obra de teatro o una serie de televisión o una novela magnífica, pero nunca esos sueños se materializaron en algo concreto. Solía pensar que me hacía falta un poco de motivación o de seguridad en mí mismo, pero la verdad es que simplemente carezco de talento. Nunca lo tuve. París lo constató, entre otras cosas.

En algún punto reduje mis ambiciones y comencé a trabajar como redactor de una revista para caballeros de pésimo gusto. Luego, cuando la agonizante industria de las publicaciones impresas bloqueó esa ruta en mi carrera, comencé a hacer lo que sigo haciendo hoy en día: redactar contenido y propaganda turística para cualquier empresa que pague.

No tengo de qué quejarme, lo sé; soy afortunado de tener trabajo, no hay discusión posible, pero tampoco es algo para proclamar a los cuatro vientos.

Recuerdo que hubo una época, hace tiempo, en la que Daff intentaba encender una chispa de motivación en mí. Me presentó a editores y a otros escritores; me animaba a intentar escribir, a seguir escribiendo cosas que yo disfrutara, incluso aunque nunca se las fuera enseñar a nadie. Pero en aquel entonces ya me había dado por vencido, así que no puedo culparla si finalmente ella también se dio por vencida.

Acabo el resto de mi copa y me sirvo otra, el reloj de pulsera llama mi atención. Fue algo muy extraño que todos esos recuerdos vinieran de nuevo a mi mente en el pub. Sobre todo el juego del escondite en el laberinto del campus: no había pensado en eso desde hacía años. Daphne fue la primera en encontrarme y, bastante borrachos, terminamos besuqueándonos entre los arbustos y las espinas, poco antes de que Alice nos encontrara y, frunciendo el ceño, volviera a cubrirnos con las ramas.

Muy en el fondo de mi interior, siempre me he preguntado qué habría pasado si Alice me hubiera encontrado primero. Tal vez, debió ser así.

Leo su mensaje una vez más y envío mi respuesta.

«¡Hey! El 29 me parece perfecto. Me encantará verte. Dime a qué hora te va bien. Xx.»

En el preciso instante en el que le doy a enviar experimento una gran cantidad de sentimientos contradictorios al mismo tiempo. Miedo y emoción y culpa y lástima de mí mismo y también la extraña y excitante sensación de que he puesto algo enorme en movimiento, de que he cruzado una línea sin retorno.

No obstante, la emoción predominante (y sé que es patético) es la de bienestar por sentirme deseado.

Todo sobre nosotros

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