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CAPÍTULO ONCE

No estoy seguro de cuánto tiempo nos quedamos así, abandonados a ese beso.

Debo haber besado a Daphne un millón de veces en los últimos quince años, pero no recuerdo que ninguno de ellos me pareciera tan perfecto. Es como si todo mi cuerpo se iluminara desde dentro. No quiero que termine nunca.

Pero, de pronto, termina.

Se oye un crujido entre los arbustos, alguien aparta las ramas y ahí está Alice, mirándonos fijamente.

Daff se aparta, y la cara de Alice me arranca de una sacudida de regreso a la tierra. Es exactamente como lo recuerdo, el primer estremecimiento de confusión seguido por una especie de decepción vergonzosa. Se muerde el labio inferior, mira hacia abajo entre la hierba.

—Perdón —balbucea.

Daff me dirige una mirada de qué-incómodo-es-esto, pero yo no tengo ni idea de qué decir o hacer. El momento me parece tan disparatado e irreal que es como si le pasara a alguien más.

Afortunadamente, no tengo que hacer nada. Marek y otros cuantos aparecen de la nada, justo detrás de Alice, riéndose como idiotas. Se agazapan en nuestro escondite y de pronto ya hay suficientes cuerpos en el seto como para disipar cualquier incomodidad.

Hago todo lo posible para evitar el contacto visual con Alice, lo que no es difícil, en realidad, pues el espacio está tan abarrotado que mi cara está casi metida en la axila de Marek. Y, a pesar de que me siento culpable hasta las náuseas por que Alice me haya encontrado con Daff, todavía tiemblo de emoción por el beso. No lo puedo evitar. Todo está volviendo, todo lo que sentí en aquel momento, quince años atrás: la sensación extraña en mi estómago, el cosquilleo que anunciaba el comienzo de algo realmente bueno, la indudable certeza de que no podré esperar a que pasen las vacaciones de Navidad para ver de nuevo a Daphne.

Por fin, después de unos minutos que parecen siglos, la última persona nos encuentra y el juego termina. Todos nos arrastramos fuera de los arbustos y salimos del laberinto. Voy rezagado, soy el último del grupo, intentando pensar qué le diré a Alice cuando salga.

Pero no tengo nada de qué preocuparme. Al salir del laberinto, Marek ya ha organizado el regreso al bar para la última ronda. Todos se tambalean detrás de él y no veo a Alice por ningún lado. Me quedo cerca de la entrada del laberinto y veo los cuerpos desaparecer en la noche, aterrado ante la idea de que Daphne haya desaparecido con ellos…

Pero, de pronto, está justo a mi lado en la oscuridad.

—Creo que no me apetece otro trago —dice.

—A mí tampoco.

—Así que… —Siento cómo su mano roza con suavidad la mía—, supongo que estas son las buenas noches…

La primera vez sucedió así. Como aún estábamos rodeados por otras personas, solo intercambiamos un breve e incómodo «Hasta luego» y después fui al bar a por la última cerveza antes de volver a mi dormitorio, donde permanecí acostado, pero despierto, reviviendo el recuerdo de ese beso.

Pero esta vez no quiero que la noche termine. Todavía no logro entender qué está sucediendo, pero si hay algo que sé es que no quiero que Daphne se vaya.

—¿Te gustaría…?

Pero no encuentro la manera de agregar «venir conmigo» sin sonar como un enorme patán.

Daff seguramente advierte el dilema en el que me encuentro, porque inclina la cabeza hacia mí de manera juguetona.

—Ben no-desnudo, ¿me estás invitando a tu habitación?

Me río.

—Sí, pero no tengo malas intenciones. Lo prometo.

Me mira con suspicacia, lo que es comprensible, en realidad. No sé cómo expresar que estoy diciendo la verdad. Por muy maravilloso y eléctrico que haya sido ese beso, la idea de llevar las cosas más lejos no ha cruzado por mi cabeza, honestamente. Solo quiero pasar más tiempo con ella, con esta Daphne. Esta chica alegre, despreocupada, que es tan diferente de la mujer con la que vivo en 2020. Quiero volver a conocerla desde el principio.

—Podemos tomar té —le digo—. Eso es todo, lo prometo. ¿Te apetece?

Me evalúa con sus enormes ojos color café y dibuja esa hermosa sonrisa suya en su rostro.

—Vale. La verdad es que mataría por una taza de té.

Caminamos despacio hacia mi residencia. A cada paso que damos, siento la emoción en mi pecho. Daff enreda su brazo en el mío y me dirige una sonrisa que sugiere que ella se siente tan emocionada como yo.

Al llegar a la entrada de la residencia, nos topamos con una puerta de seguridad cerrada y a su lado una cerradura electrónica.

—Mierda.

El corazón se me va al estómago.

—¿Qué pasa? —pregunta Daphne.

Al carajo, presiono los botones 1-2-3-4, sin éxito. Podríamos quedarnos fuera una eternidad.

—¿Tan borracho estás? —se ríe Daff—. ¿De verdad no puedes recordar tu propio código?

—No, espera, no te preocupes. Ahora lo recuerdo.

Sin embargo, no logro recordarlo. Estoy a punto de sacar mi móvil para llamar a Harv, si es que sigue despierto, cuando oigo gritos ensordecedores detrás de mí.

—VAYA, VAYA, ¡hola!

Me doy la vuelta y ahí está Geordie Claire, con una sonrisa etílica, al lado de su novio gigante, el jugador de rugby. Los dos apestan a tequila y a salsa de chili.

—¡Hola, Ben! —dice Claire, arrastrando las palabras, y me da un abrazo tambaleante—. Nos encantó la obra, en serio. En serio, en serio. Fue, mmm…, muy original.

—Sí, qué trabajo maravilloso, tío —dice su novio, cuyo nombre he olvidado—. Estuviste fantástico.

—Sí, estuvo muy bien, ¿no? —Asiente Daff y de alguna manera consigue mantener un rostro neutro—. Es un sicario nato.

Claire digita el código de acceso y todos juntos subimos por las escaleras. Nos despedimos de ellos en el pasillo. Entonces, descubro que he reducido inconscientemente mi voz a un susurro. Ni siquiera son las 10:30, lo que, para un dormitorio estudiantil de primer año en la última noche del primer semestre, todavía es temprano; sin embargo, en ese momento recuerdo con precisión que el dormitorio de Alice está exactamente junto al mío. No tengo ni idea de si fue al bar con los demás o si está ahí, separada de nosotros por una pared muy delgada.

Milagrosamente, encuentro la llave de mi cuarto en el bolsillo de los vaqueros que llevaba cuando desperté, así que le cedo el paso a Daff antes de entrar a la cocina para hacer el té. Pongo la tetera al fuego, mirándola con intensidad para que hierva más rápido. No sé cuánto tiempo tendremos esta noche, no sé si volveré a 2020 en cualquier momento, así que quiero aprovechar cada segundo que pase aquí.

Cuando hierve el agua, voy a mi habitación con las dos tazas humeantes en las manos. Encuentro a Daff sentada en la cama revisando mis libros. Había pasado horas arreglando la estantería precisamente para estar preparado en un momento como este: cuando una chica guapa lo viera. Estaba repleto de libros oscuros, casi ininteligibles, todo preparado para hacerme parecer mucho más profundo e intelectual de lo que era en realidad.

Siento un pequeño espasmo de desesperación por mi yo adolescente, mientras le extiendo la taza de té a Daff.

—Aquí tienes —le digo—, con leche y una de azúcar.

Daphne enarca una de sus cejas y dice:

—¿Cómo lo sabes?

—Eh… lo he adivinado.

—Vaya sí que tienes suerte. Entonces, ¿estudias letras inglesas?

—Así es.

—También yo —dice y le da un sorbo a su té—. Está muy bueno este té —y luego con una sonrisa agrega—: ¿Sabes? De hecho, te he visto en clase.

—Oh, ¿en serio? —Yo no recordaba haberla visto antes de esta noche.

—Sí, a ti y a Marek —dice—. Parece que siempre sois los últimos en llegar. Justo cuando el profesor se dispone a iniciar la clase, las puertas del aula se abren de par en par y entráis vosotros dos con vuestras parkas y con aspecto de recién levantados de la cama. Todo el mundo se vuelve a mirar.

Al recordar esto, no puedo evitar reírme.

—Dios mío, no es nuestra intención llegar siempre tarde —digo—. Es solo que…

Daphne me interrumpe con una risita.

—Supongo que a los dos os gusta llamar la atención.

Por supuesto que tiene razón, nos encantaba; éramos un par de capullos.

Es muy extraño recordar cómo era yo en aquel momento de mi vida. Tan seguro de mí mismo por las razones equivocadas, tan desesperado por molar y aparentar que era interesante todo el tiempo. Supongo que, durante todo el primer semestre, veía a Marek como un modelo. Al igual que Alice, Marek era inteligente, gracioso y sarcástico y parecía sacado de Withnail y yo. Fumaba sin parar cigarrillos liados por él mismo y llevaba un abrigo agujereado por las polillas. Yo me había comprado uno del mismo estilo; de hecho, puedo verlo ahora mismo colgado en el armario.

Sin embargo, en el segundo semestre, el efecto Marek comenzó a desvanecerse y me di cuenta de que era más divertido pasar el rato con Daff y Harv, sobre todo porque cuando estaba con ellos no tenía que esforzarme tanto por ser alguien que no era.

Daff cambia de posición para poder darme la cara y se sienta con las piernas cruzadas sobre la cama. Se ha quitado los zapatos y pone uno de sus pies envueltos en calcetines de rayas bajo su cuerpo. Su cabello rizado comienza a soltarse de la cola de caballo y lo recoge para arreglárselo, echa los hombros hacia atrás e inclina la cabeza; por un instante me parece tan bella que apenas puedo pensar.

Esto es… absurdo. No puedo creerlo. Es Daphne. La conozco desde hace quince años, ¿por qué estoy tan nervioso?

Me dejo caer a su lado y casi derramo mi té.

—Entonces, ¿ya me conoces a fondo? —le digo.

—Sí. —Sonríe—. Siempre llegas tarde, lees libros súmamente pretenciosos, eres malo para esconderte en laberintos, pero bueno para hacer té. Eso te da puntos, debo admitirlo.

—Genial, muchas gracias.

—No te preocupes. —Estira la pierna y me da unos toquecitos en la pantorrilla con el dedo gordo del pie.

Este gesto me es tan familiar, tan relajado y cómodo, que de pronto me siento sobrecogido con la idea de que ella sabe, que esta no es la Daphne de 2005 sino la de 2020 que también ha viajado en el tiempo de manera inexplicable.

Pero tan pronto como se forma esa idea en mi cabeza, se desvanece, porque la verdad es que siempre ha sido así, desde el principio. Incluso recuerdo que también se comportó así durante nuestra primera cita. En algún momento la hice reír y su reacción fue acercarse a mí y tomarme la mano. Fue algo muy íntimo, como si nos conociéramos de toda la vida.

Se vuelve para mirar por la ventana, pero no retira su pierna, la deja ahí, con el pie descansando ligeramente sobre mi pantorrilla. No hay manera de que sepa el efecto que eso me provoca, o, al menos, espero que no lo sepa. Es como si alguien hubiera encendido una mezcladora de cemento en mi estómago. Solo puedo pensar en acercarme a ella y tomarla de nuevo entre mis brazos.

—Tienes mucha suerte con la vista de tu cuarto —murmura mientras mira hacia fuera desde mi sucia ventana en el segundo piso—. Puedes ver el lago, los patos y todo. Desde mi cuarto solo se ve el estúpido aparcamiento de los trabajadores.

—Créeme, no es una suerte —le digo y recuerdo el escándalo que solían hacer los patos—. Todos los ruidos llegan hasta aquí. —Me atravieso frente a ella para abrir la ventana y pesco un poco de su perfume. Junto con la fría y punzante corriente de aire, el ulular y el cuac-cuac entran por la ventana.

—Así se pasan toda la noche —le digo—. La verdad es que casi no me dejan dormir.

Daphne ríe y sus ojos de color café resplandecen.

—Así que esa es la razón por la que siempre llegas tarde a clase: los patos.

—Exactamente, es culpa de los patos.

Se asoma de nuevo por la ventana.

—A lo mejor tienen hambre.

Se levanta de un salto y sale disparada por la puerta. Al regresar unos momentos después, trae una bolsa medio vacía de pan. Tiene pegada una nota que reza: «MAREK, NO TOCAR». Para ser un autoproclamado anarcocomunista, Marek tiene una posición muy conservadora sobre el hecho de compartir comida.

—En una escala del uno al diez —dice Daff—, ¿cuánto se enfadará Marek si le robamos dos rebanadas de su pan?

—Yo diría que once —le digo—, pero hagámoslo igualmente.

Se deja caer en la cama otra vez y me tiende una rebanada. Asomamos las cabezas por la ventana, hacia el helado aire nocturno. Mientras nos inclinamos hacia fuera, temblando, nuestros cuerpos se presionan el uno contra el otro, brazo con brazo, tan cerca que sus rizos sueltos se derraman sobre mi hombro. Entonces arrojamos el pan.

—Esto no va a ayudar a disminuir el ruido —digo ante el estruendo entusiasmado de los patos.

Daff se ríe y le da un empujoncito a mi hombro con el suyo.

—Sí, tienes razón; además nos estamos congelando —dice, frotándose las manos y observando la lluvia de migajas caer—. Vamos para dentro.

Retrocedemos para entrar y cerramos la ventana. Ella vuelve a cruzar las piernas y coloca las manos alrededor de la taza para calentarse.

—Qué rápido se ha pasado el primer semestre —dice—. Antes de que nos demos cuenta, habremos terminado la universidad. —Sacude la cabeza ante la idea—. Tendremos veintiún años y seremos adultos de verdad.

—En teoría, ya somos adultos de verdad, ¿sabes? —digo yo.

Me dirige una mirada totalmente impasible.

—Ben, acabamos de pasar la última hora jugando al escondite entre los arbustos.

Me río.

—Vale, vale, en eso tienes razón.

Le da otro sorbo a su té y se recuesta hacia atrás hasta que logra apoyarse contra la cabecera. Estira las piernas nuevamente y, sin pensar, levanta su pie para ponerlo en la misma posición sobre mi pantorrilla. Si esto le parece un poco extraño o atrevido, no lo demuestra en absoluto. Solo me sonríe y dice:

—Pero qué locura, ¿no crees? En cuanto terminemos la universidad, ya nadie nos va a decir qué hacer. Vamos a tener que decidir nosotros mismo qué hacer con cada uno de los días de nuestra vida.

—Y ¿qué quieres hacer con ellos? —le pregunto.

Se ríe y se acurruca más en la cabecera, intentando ponerse cómoda.

—Supongo que solo quiero ser feliz; disfrutar de la vida, tener buenos amigos, ser buena amiga, vivir de algo que me guste hacer. —Hace una pausa para darle otro sorbo a su té—. Aunque primero me gustaría viajar. Sé que es un cliché, pero cuando creces en un lugar pequeño donde conoces a todos, la idea de visitar el otro lado del mundo es muy atractiva. —Se encoge de hombros—. Ese es el plan, pero probablemente no logre hacerlo nunca.

—Estoy seguro de que lo harás —le digo, porque que lo hará.

Jamila y ella se irán cinco meses de mochileras por el sureste de África y también viajará a Australia justo al acabar la universidad, mientras yo trabajo en un pub en Ealing y la extraño como un loco.

Qué raro es pensar en esa época ahora. Llevábamos dos años y medio juntos por entonces, pero la relación todavía parecía fresca, nueva y emocionante. Ella todavía me tenía tan cautivado que la tierra parecía moverse bajo mis pies. No podía creer que esta chica tan divertida, sexy e increíble estuviera conmigo. Es una sensación que ahora regresa, que está latente desde ese beso en el laberinto.

¿Qué ha pasado con este sentimiento en 2020? ¿En qué momento se perdió en el camino? ¿Cómo nos convertimos en la pareja amargada y refunfuñona que está dispuesta a saltar a la yugular de buenas a primeras?

Por unos instantes, permanecemos en silencio, acostados uno frente al otro sobre la cama individual, sonriendo y mirándonos a los ojos. Y de pronto es como si tuviera diecinueve otra vez, como si mi cerebro estuviera completamente abducido por haber conocido a alguien tan maravilloso. Alguien con quien siento una conexión instantánea e inexplicable.

Daff bosteza y coloca sus brazos detrás de la cabeza. El deseo de acercarme a ella y besarla se apodera fuertemente de mí, pero me conformo con dar otro gran sorbo a mi té.

—¿Qué haces en Navidad? —le pregunto.

—Voy a casa —responde—. Lo típico: medias, obsequios, pavo. Aunque a mi madre no le gusta mucho la Navidad. Solemos reunirnos con el resto de la familia el 1 de enero.

Asiento.

—A los griegos les gusta más el Año Nuevo, ¿no?

Daphne detiene la taza antes de llegar a su boca.

—¿Cómo sabes que mi madre es griega?

Oh, no, esto es un campo minado.

—Solo lo he supuesto —balbuceo—. Tienes pinta de griega.

Lo que, siendo honestos, es cierto. Fija su mirada en mí.

—¿Estás seguro de que no has husmeado en mi Myspace, Ben no-desnudo?

La mención de Myspace me hace reír. Si aún dudaba de que me encontraba en 2005, esta es la prueba definitiva.

—Bueno, ¿y tú qué vas a hacer? —me pregunta—. ¿Qué planes tienes para Navidad? ¿La celebras con tus padres?

—Bueno…

Tengo que hacer una pausa porque el recuerdo de mamá casi hace que me atragante, pero inhalo profundamente para mantener la compostura y le digo:

—A mi madre le fascina la Navidad, así que va a preparar todo el paquete: pavo, todos los adornos, guirnaldas por todos lados…

—¿Y tu padre?

Me encojo de hombros.

—Mi padre no está muy presente que digamos.

Daphne dirige la mirada hacia abajo, al edredón.

—Oh, lo siento mucho.

Sacudo la cabeza.

—No te preocupes. Quiero decir, quizá… algún día eso cambie.

Me mira con afecto y bosteza de nuevo. Mientras se estira, algunos rizos se sueltan y caen suavemente sobre sus hombros.

Dios, está tan guapa.

—Ay, de pronto me ha entrado mucho sueño —dice en voz baja.

Y esta vez no puedo contenerme y me abalanzo para besarla otra vez. Ella se inclina hacia delante para encontrarme y una vez más estamos enganchados el uno al otro, besándonos casi con hambre, sus manos en mi nuca, mis manos enredadas en sus largos rizos negros.

Pero después ella se aparta.

—Ben, no sé si quiero… ¿sabes? —dice—. Acabamos de conocernos…

—No, ¡claro!, ¡claro que no! De hecho, si quieres irte…

Niega con la cabeza.

—No me quiero ir.

Me atrae con suavidad hacia ella. Nos acostamos asentando la cabeza sobre la suave almohada de espuma. Durante un rato permanecemos ahí, completamente vestidos, sobre el edredón de mi cama individual, mirándonos a los ojos y sonriendo.

Me inclino un poco y coloco el brazo alrededor de ella hasta que su cabeza descansa sobre mi pecho. Sus manos encuentran las mías y nuestros dedos se entrelazan. Emite un suspiro cansado y satisfecho. Y, pese a todo el caos y locuras del día, me siento totalmente en paz; tranquilo, feliz y satisfecho, como si estuviera exactamente donde tengo que estar.

—Ya es casi medianoche —murmura Daff.

Miro el reloj que cuelga sobre la puerta, se aproxima la hora en la que está detenido mi reloj. De pronto, recuerdo la frase gancho que me dijo el viejo vendedor de relojes: «¿De qué otra manera sabrás cuándo el reloj marca la medianoche…?», y siento un destello de la extraña sensación que tuve en el pub, pero estoy demasiado cansado como para evaluarlo de manera correcta.

Daff se acurruca más cerca de mi cuello.

—Esto debería parecernos raro —dice adormilada—. Acabamos de conocernos, pero no siento que sea raro.

Soy consciente de cómo mis párpados comienzan a cerrarse.

—Sí —murmuro—, es raro que no sea raro, ¿no?

Los dos nos reímos suavemente, la acerco todavía más hacia mí y le beso con delicadeza la frente. Sin darme cuenta, me quedo dormido.

Todo sobre nosotros

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