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CAPÍTULO NUEVE

Paso la siguiente hora en el camerino, solo la mayor parte del tiempo, intentando sin éxito entender qué coño está pasando.

Lo único que me ha quedado claro es que nada, nada, está sucediendo de la misma manera que ocurrió la primera vez. Obviamente, hace quince años no olvidé mis diálogos, o me quedé mirando a Daphne como un bobo, y ella no tuvo que ir a buscar el guion para mí, o chocarme los cinco al salir del escenario.

No tengo ni idea de por qué esto es importante, pero me viene a la mente un cuento de ciencia ficción que leí en mi infancia. Se trataba de un viajero en el tiempo que aplastaba una mariposa y la consecuencia es que acababa por exterminar a los dinosaurios. Y si hay algo de verdad en la lógica del cuento, me pregunto qué clase de reacción en cadena tendrán los eventos recientes.

Mientras miro mi rostro juvenil en el espejo del vestidor, pienso que quizá el sentido de todo esto es justamente ese. Recuerdo lo que sucedió en el altillo, que parece haber pasado hace días: ¿no fantaseé, borracho, sobre qué habría pasado si esta noche hubiera sido diferente? Y cuando ese viejo en el pub, el relojero, me preguntó si cambiaría algo, uno de los recuerdos que acudió a mi mente fue el de la noche de hoy. Esa sensación extraña me vuelve a invadir, esa desconsertante sensación de que ya me conocía. Miro de nuevo el reloj que me dio, las manecillas aún congeladas a un minuto de las doce y me decido a hacer un verdadero esfuerzo por entender qué está pasando.

Antes de lograrlo, el resto del elenco entra en el vestidor y me lleva de vuelta al escenario para recibir los aplausos.

Otra vez parpadeo ante la luz blanca mientras el público aplaude con poca sinceridad, y regresamos al camerino todos juntos, entre risas, alaridos y abrazos.

Si Marek me desea algún tipo de mal por convertir su seria escena de experiencia cercana a la muerte en una farsa ridícula no lo demuestra. Me apretuja tan fuerte como lo hace con todos los demás, efusivo por lo genial que salieron las cosas, y se le ve especialmente complacido por el hecho de que algunas personas del público salieran de la sala durante una escena retrospectiva en la que Scrooge degüella a un narcotraficante del bando enemigo con una cuerda de guitarra.

—¿Viste la cara que pusieron? —chilla—. ¡No fueron capaces de aguantarlo, joder!

Salimos todos juntos del Corral de Comedias hacia el cercano bar de Langwith College, y, mientras mis pies traspasan el asquerosamente pegajoso umbral, el déjà vu vibra con mayor intensidad. Dios mío, recuerdo tan bien este lugar. Las noches que pasé aquí, apostando en el billar todo el apoyo financiero que recibía (cincuenta peniques por juego), son innumerables.

Las paredes verde limón del bar reverberan con el sonido de I Bet You Look Good on the Dancefloor, y mi teoría de las mariposas y los dinosaurios comienza a flaquear un poco, porque gradualmente todo parece acomodarse de manera perfecta en su lugar, tal cual lo recuerdo.

Daphne ha desaparecido, al igual que hace tantos años, y recuerdo esa aguda punzada de arrepentimiento que sintió mi yo de diecinueve años cuando le pasé revista a todo el bar y no la encontré. Harv aparece y nos obliga a todos a beber chupitos de sambuca, y luego Alice se sienta junto a mí, exactamente como lo hizo la primera vez.

Tiene las mejillas rosadas por habérselas frotado para quitarse el maquillaje y está adorable. Le indico su chupito con la mirada y me pregunto si es en este momento cuando las cosas comenzarán a cambiar. Quizá esta noche Daphne no vendrá al bar y el hoy se convertirá en lo que siempre imaginé que sería: mi gran noche con Alice.

Alice asienta el vaso de chupito sobre la mesa y hace unos gestos.

—Gracias a Dios, ya se acabó todo.

—¿Qué, el chupito?

Alice se ríe.

—No, la obra.

—Ah, claro. ¿No te ha gustado?

—No, sí, sí me ha gustado, pero las últimas semanas había estado muy nerviosa por la obra. Sienta bien, al fin, dejar de preocuparse.

El papel de Alice era mucho más importante que el mío en Un nuevo Cuento de Navidad, aunque, siendo justos, podría decirse lo mismo de cualquier otro miembro del elenco. Ella tenía el segundo papel protagonista: Marie, la novia de Scrooge, y, si mal no recuerdo, tuvo que aprenderse muchos diálogos y ensayar hasta tarde por la noche.

—Estuviste fantástica —le digo.

Se encoge de hombros.

—Gracias. Me he divertido bastante. Pero lo de esta noche es lo que realmente me emocionaba —dice, y me sonríe antes de añadir—: la fiesta del estreno, quiero decir.

Le sonrío y asiento, y otra vez tengo la sensación de estar dividido como hace años: una parte de mí disfruta muchísimo el coqueteo con Alice, la otra está desesperada por volver a ver a Daphne.

Nos tomamos otra ronda de esos chupitos de sambuca que nos hacen arrugar la cara, después Alice me aprieta el brazo y se levanta a saludar a alguien. Yo vuelvo a echar un vistazo al lugar y esta vez Daff está ahí, a tiempo para hacer su entrada.

Está junto a la barra con Jamila, su mejor amiga, y otros amigos. Me lanza una sonrisa y me saluda con la mano para luego dirigir su atención a sus amigos. Bajo la luz brillante de las lámparas del bar, por fin puedo verle bien el rostro y en el acto mi corazón comienza a acelerarse en el pecho. Sería una obviedad mencionar que está más joven, que tiene las mejillas un poco más rosadas y redondas, pero el rasgo que más sobresale es su manera de comportarse. Hay una cierta ligereza en ella que me impresionó desde el primer momento en que la conocí, es una especie de candidez graciosa que, para ser sinceros, no le he visto en años. Probablemente porque la he destrozado hasta prácticamente extinguirla.

Dirige su atención a lo que sea que Jamila le esté contando y, mientras asiente, le da mordisquitos al borde de su vaso de plástico, como sin darse cuenta. Recuerdo que ese rasgo me parecía un hábito adorable, hasta que después supe que era una estrategia para esconder su labio superior. A Daff siempre le ha incomodado su labio superior, le disgustan las pequeñas pecas café claro dispersas a lo largo de la piel, que, a decir verdad, a mí siempre me han parecido muy atractivas, pero en la secundaria algún chico se burló de ella por tenerlas y, desde entonces, no le gustan.

Ahora se dirige hacia mí con una sonrisa extraña y yo tengo que fingir que no estoy al tanto de ese detalle. Tengo que actuar como si no supiera nada de ella; que es una chica cualquiera que acabo de conocer.

¿Cómo mierda voy a hacer eso?

—¡Hola! —me dice—, Ben no-desnudo.

—¡Hola, Daphne no-desnuda!

Coge la silla de Alice y, antes de que pueda decirle que la silla está ocupada, se deja caer en ella. Levanta su vaso de cerveza hacia mí y dice:

—Felicidades de nuevo por tu brillante actuación.

Me llevo las manos a la boca y suelto una risa forzada. Siendo honestos, todavía me cuesta demasiado trabajo entablar una conversación normal con ella. Además, soy tan consciente de que me la quedo mirando fijamente que ahora hago justo lo contrario, casi no mantengo contacto visual con ella; aunque, pensándolo bien, quizá resulte igual de extraño.

—Pensé que te habías ido —le digo a su hombro izquierdo.

Niega con la cabeza.

—No. Se suponía que iba a ver a unos amigos de fuera de la universidad, pero, en lugar de eso, los he traído aquí.

—Ah, qué bien. Mola.

Alice regresa a la mesa con una bandeja con pintas de snakebite black. La veo mirar de reojo a Daphne mientras me alcanza una y se sienta en una silla libre junto a Marek al otro extremo de la mesa. Siento una punzada de culpa y también otra cosa que no puedo definir bien; ¿quizá arrepentimiento? Pero no tengo tiempo de pensar en eso porque Daff se acerca a mí.

—Entonces, ¿esto es lo tuyo? —pregunta—. ¿Quieres ser actor? Porque debo decirte que no estoy cien por cien segura de que tengas madera de sicario.

—Tienes razón —le digo y asiento—. La mayoría de los sicarios se acuerdan de asesinar a sus víctimas.

—Ya. Quizá puedas ser una especie de sicario pacifista —sugiere con una sonrisa creciente—, uno que quiere acabar con todo desde dentro.

—Un sicario no violento. Sí, me gusta.

—El Gandhi del asesinato.

No puedo evitar soltar una carcajada y atraigo otra mirada de Alice.

Harv aparece detrás de nosotros con una nueva ronda de chupitos de sambuca. Se bebe uno y me pone otro delante.

—A ti no te he traído —le dice a Daphne— porque no sé quién eres. —Acto seguido, le extiende la mano—. Vamos a remediar eso ahora mismo. Soy Harvey.

—Daphne.

Ella se ríe y le da la mano.

—Muy bien, Daphne, ahora que somos grandes amigos, voy a buscarte un chupito.

Sin soltarle la mano, Daphne le dice entre risas:

—No hace falta. Estoy bien, gracias.

—¿Estás segura? ¿Es tu respuesta definitiva? Bueno, aun así, encantado de conocerte. Este es el apretón de manos más largo de todos los tiempos. —Va hacia el otro lado de la mesa y se deja caer en una silla libre.

No estoy en condiciones de tomarme el último chupito. Ya me siento bastante ido y sospecho que esto de viajar de manera inexplicable en el tiempo debe de ser similar a conducir maquinaria pesada, no deberías hacerlo pedo.

—¿Lo quieres? —le susurro a Daff, pasándole el vasito pegajoso—, porque yo definitivamente no lo quiero.

Daphne arruga el rostro y se echa atrás.

—De ninguna manera, me da asco la sambuca. Es la primera bebida con la que vomité, así que me trae malos recuerdos.

—Eso es muy cierto —le digo—, la bebida que te ocasiona la primera resaca se vuelve inbebible para siempre. En mi caso es el licor de melocotón. No lo puedo ni oler.

Se ríe y arruga la nariz.

—Licor de melocotón. Vaya, debiste de ser un chico pijo.

—Sí, claro, superelegante. Teníamos como catorce años, creo, y fue en el parque un viernes por la noche. Ross Kenett llegó con una botella que había robado del mueble bar de su madre.

—Típico de Kenett —dice ella.

—Exacto, un clásico de Kenett. Creo que solo bebí tres chupitos, pero, incluso ahora, solo el olor me provoca náuseas. Creo que me pasé quince minutos vomitando sin parar debajo de aquel tobogán.

—Vaya, qué imagen tan encantadora, Ben no-desnudo. La llevaré siempre conmigo. —Le da un sorbo a su pinta—. Pero no has contestado a mi pregunta de hace un rato, ¿te quieres dedicar a la actuación?

—No, en absoluto —contesto—. Lo he hecho por divertirme, más que nada.

La primera vez que me hizo esa pregunta, recuerdo vagamente haberme enredado en una larga y aburrida perorata sobre que realmente quería escribir. Creo que saqué a relucir el monólógo que me sabía de memoria para impresionar a las chicas guapas y que estaba plagado de espantosas referencias a Franz Kafka.

Pero en esta ocasión decido que no intentaré invocar una fe inexistente en mí mismo; en cambio, le hago una pregunta a ella.

—Y ¿qué me dices de ti? ¿Quieres hacer algo de teatro?

Se encoge de hombros.

—Bueno, en realidad, esta noche solo he ayudado como un favor. Pero sí, sí me gusta. Aunque no sé, está claro que no soy actriz… y tampoco me veo del todo a mí misma como escritora o directora.

—¿Pasadora de pistolas? —le sugiero—, ¿buscadora de guiones en el último momento?

Eso le hace gracia.

—Exactamente, o quizá… no sé, ¿quizá productora? Me gusta la idea de ayudar a hacer realidad las cosas que valen la pena, ¿sabes?

Asiento, y en ese momento me parece evidente, incluso a esta edad, lo diferentes que somos. Yo era un capullo pretencioso, lleno de ambiciones poco realistas y con una seguridad en mí mismo completamente infundada. Daff era modesta, humilde y obviamente estaba destinada al éxito.

Daphne me dirige otra de sus impresionantes sonrisas, amplias y hermosas, y que en 2020 veo en raras ocasiones. No estoy seguro de que la conversación haya ido exactamente como la primera vez; seguramente no, pero la sensación general es la misma: la emoción fluctuante de saber que con toda evidencia había conocido a alguien especial, una persona en la que seguiría pensando mucho tiempo después de que la conversación terminara. Pero también tenía una extraña sensación de paz y tranquilidad, como si conociera a esta persona desde hacía años y la conversación fluyera sin esfuerzo entre nosotros.

Dice alguna otra cosa que no entiendo bien porque, mientras me vuelvo hacia la barra, me topo con un rostro familiar. Una barba rojiza desaliñada sobre una corbata de renos de caricatura. Dos ojos azules brillantes que se encuentran con los míos y que me dirigen un guiño…

Me levantó precipitadamente de la silla y casi tiro las bebidas sobre la mesa.

—¿Estás bien? —se ríe Daphne.

Casi me disloco el cuello para atisbar entre la masa de gente que rodea la barra, pero ya no está. Seguro que me lo he imaginado. Si he retrocedido quince años en el tiempo, ¿por qué estaría tal cual y llevaría exactamente la misma corbata?

Debo de estar perdiendo la cabeza.

—Lo siento, es que me pareció ver a un conocido.

Vuelvo a sentarme, pero la atención de Daphne está concentrada en el otro extremo de la mesa. Marek está muy pedo y vocifera con tal fuerza que obliga a todo el mundo a escucharlo.

—No saben lo orgulloso que estoy de que la gente se haya salido —grita—. Lo cierto es que no se puede crear una verdadera obra de arte y tener éxito comercial al mismo tiempo. No se puede hacer. Son dos cosas totalmente incompatibles.

Todos a su alrededor asienten en señal de solemne concordancia y de pronto recuerdo cómo se desarrolla esta escena.

Daphne pone su vaso sobre la mesa, se aclara la garganta y le pregunta a Marek, muy seria:

—¿De verdad crees eso? ¿Estás convencido? —dice, al tiempo que quince cabezas se vuelven en su dirección.

Marek está acostumbrado a dar discursos sin ningún tipo de interrupción, así que ahora mira a Daphne como si le hubiera derramado encima su pinta.

—Eh, sí —le ladra—, sí, estoy convencido.

—Ah, de acuerdo, muy bien. —Asiente y no dice nada más.

Pero Marek evidentemente siente la necesidad de reafirmarse.

—Supongo que tú no crees que sea cierto, ¿no es así? —dice.

—La verdad, no. —Se encoge de hombros—. Creo que hay bastantes buenos escritores que tienen éxito comercial.

—Ya, pues cuenta. —Sonríe burlonamente Marek—. Ilústranos con algunos ejemplos entonces.

Daff abre la boca para hablar, pero él la interrumpe a gritos antes de que pueda decir palabra alguna.

—Porque, siendo honestos, a mí no me interesa el éxito comercial.

Daphne intenta hablar de nuevo, pero Marek es demasiado escandaloso y la opaca.

—Todo lo que tiene verdadero mérito artístico ha sido desdeñado o ignorado por las masas —proclama—. Por ejemplo, el movimiento dadaísta, ¿no es así?

En ese momento, dejo de prestarle atención a Marek y dirijo mi mirada a Daphne. No parece tan molesta por la interrupción, solo está sentada ahí y observa a Marek con una ceja levantada, y de nuevo me doy cuenta de que no le he visto esa chispa juguetona y aguerrida en muchos años. Si no hubiéramos sido novios, o marido y mujer, quizá todavía la tendría.

—Pero ¿no es eso lo que todos quieren a fin de cuentas? —dice ella, aprovechando que Marek toma un descanso para darle un sorbo a su snakebite—. ¿Hacer algo realmente bueno y que además llegue a muchas personas?

Marek estampa su vaso en la mesa.

—Eso no es posible, me temo, porque la mayoría de las personas son idiotas. Lo digo en serio, ¿tú puedes decirme un solo escritor decente, de cualquier género, que además tenga éxito?

Daff toma una inhalación profunda y comienza a contar con los dedos.

—Nora Ephron, Stephen King, Sue Towsend, Armando Iannucci… —dice y hace una pausa para exhalar un suspiro—. Esos cuatro, para empezar.

Mientras todos vemos cómo Marek considera rebatir que estos buenos autores exitosos no son buenos ni exitosos, se crea un silencio incómodo. Finalmente, se rinde y termina con una cita de El gran Lebowski:

—Bueno, ya sabes…, esa es solo tu opinión, tía —dice lánguido.

Daphne levanta el quinto dedo.

—Ah, y claro, ¡los hermanos Cohen! Gracias. Ya van cinco, o seis, si cuentas a los dos.

Después de esto se oyen risas y Marek saca su teléfono y empieza a parlotear para indicar que la conversación se ha terminado.

—Perdón por eso —me murmura Daphne, sin parecer arrepentida en lo más mínimo—. Espero no haber molestado a tu amigo.

—En realidad no es nuestro amigo —susurra Harv, atravesándose entre nosotros—. Es más bien un capullo que, da la casualidad, vive en nuestro pasillo.

Daphne se ríe estruendosamente y Harv se levanta para dirigirse a toda la mesa.

—Yo voy a por más chupitos, ¿quién quiere?

—A la mierda los chupitos —dice Marek, mientras cierra su teléfono y asume el liderazgo de nuevo—. ¡Hay que jugar al escondite!

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