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ОглавлениеCAPÍTULO TRES
Me doy la vuelta y noto que el vendedor de Rolex barbudo y desaliñado ahora está sentado en una mesa detrás de nosotros.
Lleva puesto un traje azul eléctrico, que le sienta muy mal y que seguramente ha vivido mejores épocas, y una corbata con pequeños renos de caricatura. Su caja de relojes sospechosos está frente a él, sobre la mesa, junto a una pinta a medio beber. Gira el posavasos a un lado de su cerveza y, desde la maraña rojiza de su barba, me dirige una amplia sonrisa.
—Disculpa, ¿qué has dicho, tío?
Le da un sorbo a su cerveza.
—Nada. He dicho que creo que estabas a punto de abrirte con tu colega cuando se fue. Qué mala pata.
—Claro, a ver era una conversación privada, pero…
El vendedor de relojes se encoge de hombros.
—Ya, no estaba espiando tu conversación ni nada, solo que no pude evitar oír lo que decíais, eso es todo.
Me sonríe de nuevo, debajo de su cabello cobrizo y cano asoman unos ojos azules. Tiene algo que me resulta familiar y no sé exactamente qué es. Quizá sea porque tiene un cierto aire a Bill Nighy, todo enjuto, arrugado y astuto. Aunque es imposible saber su edad, podría tener entre 50 y 75.
A lo largo de mi vida, me he visto arrinconado, en más de una ocasión, por un borracho impertinente en el bar y sé exactamente cómo continuará esta conversación si no le doy el corte ahora. Tras otro par de bromas, este tipo definitivamente acercará su silla a nuestra mesa y pasará el resto de la noche contando anécdotas interminables mientras intenta vendernos uno de sus relojes.
—Ya, bueno —digo yo—. Que tengas buena noche.
Estoy a punto de darme la vuelta, pero el tío me habla otra vez.
—Las fiestas navideñas son una época de reflexión, ¿no es así? De sacarnos las cosas del pecho.
Suspiro. No me apetece ponerme a abrirme emocionalmente con un completo extraño, en especial cuando acabo de fracasar al intentarlo con mi mejor amigo. Pero también me sabe mal ser grosero con un hombre que claramente se siente solo en la víspera de Navidad, así que me vuelvo hacia él.
—¿Qué quieres decir?
El vendedor de relojes ahora muestra una sonrisa pensativa y tamborilea con los dedos sobre la caja que tiene delante.
—Empiezas a cuestionarte las malas decisiones que has tomado en la vida, ¿no es cierto? —Detiene el tamborileo y me mira fijamente a los ojos—. Comienzas a preguntarte si las cosas podrían haber sido diferentes. Si tuvieras la oportunidad de regresar en el tiempo, ¿cambiarías esas cosas?
Asiento y empiezo a preocuparme de que este tío posea la habilidad de leer la mente. Estoy seguro de que no lo he visto nunca, pero por un instante tengo la sensación de que me conoce, de que, de alguna manera, tiene acceso a mis pensamientos y miedos más profundos…
Aunque después la realidad se impone y recuerdo que los vendedores de relojes que leen la mente no existen.
Trato de llamar la atención de Harv, que está en la barra, para que se dé prisa en regresar y tenga un pretexto para terminar con esta conversación.
—Sí, bueno, tío, pero creo que mejor...
—¿Cambiarías alguna cosa? —Interrumpe el viejo—. Si pudieras regresar, ¿hay algo que te hubiera gustado hacer de otra manera?
Ahora me mira con extraña intensidad, sus ojos azules parecen bullir dentro de sus cuencas. De pronto, toda esa confusión, culpa y arrepentimiento que había logrado reprimir regresa de nuevo en un torbellino. Pienso en las cosas que le dije a mamá antes de que muriera, cosas de las que (daría lo que fuera) quisiera poder retractarme. Pienso en lo que sucedió en París. Pienso en esa noche en el laberinto cuando íbamos a la universidad, la noche en la que conocí a Daphne. De pronto mi garganta se seca y mi rostro se enciende.
—Supongo que sí, hay cosas que haría de otra manera. —Me sorprendo a mí mismo al decirlo.
El viejo me hace un guiño y asiente, todavía con esa expresión tan rara e impenetrable. De repente, su rostro se ilumina y golpea suavemente con los nudillos la caja de relojes.
—Quizá te interesaría un reloj, amigo.
Y ahí está.
—No, de verdad, gracias. No me hace falta.
—Pero si no llevas ninguno y te aseguro que este te va a quedar de maravilla…
Abre la caja y saca un reloj de pulsera completamente anodino. Ni siquiera una caja gruesa de plata o algún logo famoso ni nada especial, solo una esfera blanca y simple con una correa de cuero negro.
—En serio, no me hace falta.
Harv por fin me mira y no puede evitar reírse de mis intentos por defenderme de esta agresiva maniobra mercantil.
—Vamos —dice el vendedor de relojes—, ¿de qué otra manera sabrás cuándo el reloj marca la medianoche y por fin es Navidad?
—Bueno, pues, podría mirar el teléfono.
Desestima mi idea con un ademán.
—Teléfono, ¡puagh! Ya sé, te lo regalo. Un obsequio adelantado por Navidad.
Me río.
—No, de verdad, muy amable, pero no es necesario.
Se estira sobre la mesa y pone el reloj ante mí.
—Acabo de hacerlo —dice, sonriendo—. Feliz Navidad. Vamos, pruébatelo, te cambiará la vida, te lo garantizo.
Evidentemente no voy a salir de esta sin comprar el reloj, así que decido darle al tío lo que llevo encima.
—Bueno, mira… —Saco la billetera y veo cuánto tengo para ofrecerle, pero, cuando vuelvo la vista, el tío ya ha desaparecido por la puerta del pub.
El reloj sigue ante mí sobre la mesa. Lo miro un segundo y luego me lo pongo en la muñeca. Al mirarlo de cerca me doy cuenta de por qué quería deshacerse de él: ni siquiera funciona. Las manecillas están congeladas a las doce menos uno. Intento accionar el mecanismo de cuerda, pero no se mueve. Esa frase suya, «cuándo el reloj marca la medianoche», de pronto cobra sentido: primero prepara un poco el terreno, antes de engatusarte con un fraude.
Harv regresa con otra ronda de bebidas.
—¿Quién era tu amigo?
Lo miro, me siento un poco aturdido, como si hubiera imaginado toda la conversación. Sopeso si explicarle la extraña sensación que tuve de que el viejo me conocía de alguna manera. Pero no quiero que Harv piense que he perdido completamente la cabeza, así que solo levanto la muñeca.
—No estoy seguro de quién era, pero me dio el mejor obsequio de Navidad que haya recibido: un reloj que no funciona.
Harv se ríe.
—Vaya si hay idiotas en este pub.
Le da un sorbo a su vodka, aplaude y dice:
—Bueno, hagamos esto: todos los ganadores de la Copa Mundial desde 1930… sin mirar en el móvil.
—De acuerdo, vamos.
Con eso despejo mi mente de cualquier pensamiento sobre Daphne, Alice o mamá, los mando al fondo de mi cabeza y concentro toda mi energía mental en este juego tonto de preguntas y respuestas sobre fútbol.
Cuando dos tragos más tarde nos despedimos, tras haber mencionado todos los equipos ganadores de la Copa Mundial de la historia (a excepción de Uruguay en 1950), en definitiva, no me siento mejor, pero tampoco me siento peor.
Y algo es algo, indudablemente.