Читать книгу Todo sobre nosotros - Tom Ellen - Страница 15

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CAPÍTULO DIEZ

El ruido de una docena de sillas raspando el suelo al arrastrarse hacia atrás y los gritos de «¡sí!» y «¡vamos!» ahogan al instante las predicciones de disturbios de Kaiser Chiefs en el estéreo.

Puedo sentir gotas de sudor cosquilleando sobre mi ceja, así que me disculpo y me dirijo al baño, abriéndome paso entre la multitud del bar que ahora pide la última ronda de bebidas.

Me meto en un cubículo y me dejo caer encima de la tapa del retrete. Dentro del pecho, mi corazón bombea con fuerza. Jugar al escondite en el laberinto del campus era una tradición de la Sociedad de Teatro con la que conmemoraba el fin de curso, una tradición con la que Marek siempre había insistido que debíamos continuar hoy. Pero el juego de esta noche representa algo mucho más significativo que un simple juego de borrachos: fue la primera vez que Daphne y yo nos besamos.

Respiro hondo e intento comprender la situación. En el transcurso de la última media hora he recordado lo espléndido que Daff y yo solíamos llevarnos, lo indicados que parecíamos el uno para el otro. Pero, aunque no tengo ni una pista acerca de por qué está pasando todo esto, en cambio, sí tengo recuerdos retrospectivos. Y eso significa que ahora sé con exactitud cómo terminaremos; sé cuán lejos estaremos al final de nuestros yoes adolescentes, que eran optimistas, felices y, en apariencia, perfectos el uno para el otro.

Hace quince años los azares del destino decidieron que Daphne me encontrara primero en el laberinto. Y ese azar decidió el resto de nuestras vidas. Así que quizá esta vez… ¿será Alice quien me encuentre primero? Este pensamiento hace que los latidos de mi corazón redoblen su ritmo. ¿Me será concedido saber cómo sería mi vida si ella y yo hubiéramos acabado juntos esta noche?

Siempre ha habido algo entre nosotros y a lo largo de los años el destino ha encontrado constantemente maneras de reunirnos. Primero París, luego la boda de Marek y ahora la quedada en el pub que hemos acordado en 2020. ¿Quizá esta noche sea cuando se supone que todo debía empezar? Pero, en cambio, Daphne me encontró y desde entonces la vida de los tres se ha alejado en una espiral centrífuga en la dirección equivocada…

Debo de estar respirando con agitación mientras estos pensamientos rebotan dentro de mi cabeza porque el tipo que está en el cubículo de al lado da unos golpecitos a la pared y grita: «¿Estás bien, tío? ¿Te estás provocando el vómito?».

Salgo del cubículo y me empapo la cara con agua fría. Al salir, aún goteando y al borde de la hiperventilación, me encuentro de frente con Alice, que se dirige al servicio de señoras.

—Hostia —ríe—. Parece como si acabaras de correr los cincuenta metros. ¿Estás bien?

Asiento.

—Ok —dice, inclinando su cara hacia a mí—. Apenas hemos podido charlar, Benjamin. Es imposible alejarte de la chica sexy de atrezo… se ve que le gustas, por cierto.

Decirme que le gustaba a alguna chica era algo que Alice hacía con frecuencia durante el primer año. Diría que el 98 % de las veces eran puras patrañas; sin embargo, siempre me hacía sentir bien. Probablemente porque, aun a los diecinueve, me di cuenta de que «se ve que le gustas a esa chica» puede traducirse generalmente por «me gustas».

—No estoy seguro de eso —le digo.

—Qué modestoooo —responde entornando los ojos y haciendo un gesto histriónico, y me dirige una sonrisa cómplice.

Por un momento siento como si estuviera de regreso con ella en la boda, y oigo dentro de mi cabeza las palabras «¿QUÉ HUBIERA PASADO SI…?» repitiéndose.

—¿Cómo se llama la chica de atrezo? —pregunta Alice, jugando con su flequillo—. ¿Daisy?

—Daphne.

—Eso, Daphne.

Confundir el nombre de Daphne era algo que Alice comenzó a hacer con frecuencia después de esa noche.

—Bueno, mira, si logras despegarte de Daphne, ¿podríamos pasar un rato a solas más tarde? —Me sonríe y patea mi zapatilla—. Siento que te he visto muy poco últimamente porque tenía que ensayar todo el tiempo. Y mañana comienzan las vacaciones, así que no te veré como en tres semanas.

Asiento. Me resulta extraño recordarlo ahora, pero, durante todo el primer año, Alice era la persona con la que más tiempo pasaba. Incluso más que con Harv. Éramos vecinos de dormitorio en el mismo pasillo y, como ambos hacíamos carreras de arte y teníamos muy pocas y preciosas horas de clases o seminarios, pasábamos nuestros días cocinando sándwiches de salchicha en la cocina compartida y luego íbamos al bar a jugar al billar y a charlar sobre cualquier tontería. Durante esas primeras diez semanas éramos inseparables. Y ahora, justo como en París y en la boda, comienzo a recordar por qué. Era graciosa y lista y me gustaba la persona que yo era cuando estaba con ella. Y, al transcurrir el año, debo admitirlo, disfrutaba de la emocionante sensación de saber que algo podría pasar entre nosotros, aunque no supiera con exactitud cuándo.

—Suena perfecto lo de vernos luego —le digo.

Por un momento, se me ocurre sugerirle que nos saltemos el juego del escondite y regresemos directamente a nuestro pasillo, solo nosotros dos. Pero, antes de poder sopesar esta idea de manera apropiada, Alice dice:

—Genial, ahí te veo.

Y entra al servicio.

Al salir del bar, todos están reunidos, con sus abrigos y sus bufandas; al hablar, exhalan nebulosos globos de vaho. Harv coloca un brazo sobre mi hombro y comienza a mascullar algo, pero no logro concentrarme lo suficiente como para entender lo que está diciendo. Todo a mi alrededor se enfoca y se desenfoca, provocándome al mismo tiempo una sensación de realidad e irrealidad.

Alice sale y enlaza su brazo al mío. No estoy seguro de que Daphne lo vea porque se encuentra al frente del grupo, charlando con otra persona.

—¡Vamos! —grita Marek, y arrastra a nuestra risueña y ruidosa pandilla hacia el camino y sobre el puente, detrás del área del departamento de Lengua y Literatura Inglesas, donde el laberinto del campus se alza imponente bajo la oscuridad.

Un par de miembros del grupo no tenían ni idea de cómo jugar al escondite, así que Marek se lo explicó.

—Uno de nosotros se oculta en un escondite y los demás tenemos que buscarlo. Cuando uno encuentra al que estaba escondido debe permanecer con él y el siguiente que los encuentre también y así sucesivamente hasta que solo quede una persona buscando.

—Vale, ¿quién se va a esconder primero? —pregunta alguien, al llegar a la entrada del laberinto.

Miro a Daphne y a Alice, ambas me sonríen.

—Que se esconda Ben —dice Alice.

—Eso —apoya Daphne—. A Ben parece que le gusta esconderse.

De pronto siento la urgencia de echarme al césped húmedo y recostarme en posición fetal hasta que este sueño o pesadilla o visión o lo que coño sea termine. Pero algo me impulsa hacia delante y, antes de que me dé cuenta, echo a correr hacia el laberinto mientras los demás comienzan a contar hasta cincuenta.

No estoy tan borracho como la primera vez; sin embargo, no tengo ni idea de hacia dónde corro ni en dónde me escondí originariamente. Solo corro sin pensar, doblando en las bifurcaciones cuando me parece adecuado; mis pasos van al ritmo de mi corazón y un sudor frío y pegajoso chorrea por mis sienes.

La cuenta ha concluido y puedo oír el alboroto de todos al entrar en el laberinto para buscarme. Me detengo y me presiono el costado del estómago, donde siento un dolor punzante, y me introduzco como puedo en el arbusto más cercano. Me echo entre las ramas espinosas e intento imaginar a Alice pegándose junto a mí.

Pero ¿qué pasará si me encuentra? ¿Nos besaremos? Y luego ¿qué?

¿Permaneceré en esta nueva realidad? ¿Cuánto tiempo? ¿El resto de mi vida?

Intento determinar si, en verdad, genuinamente quiero eso, si eso sería lo mejor para todos, Daphne incluida. Pero no puedo. La idea es demasiado compleja para procesarla de manera adecuada. La cabeza me zumba con confusión y duda y me doy cuenta de que lo único que puedo hacer es dejar todo en manos del destino, exactamente como hice la vez anterior.

Oigo las risotadas de Harv elevarse a la vuelta de la esquina al tropezar contra alguien en la oscuridad. Recuerdo que esto ocurrió también la primera vez y me pregunto si de alguna manera me habré escondido en el mismo lugar que antes. Al igual que sucedió originariamente, los dos pares de zapatillas de tenis se tambalean y pasan de largo sin detenerse.

Y, entonces, casi de inmediato, oigo el crujido de las ramas bajo el peso de unos pies. Alargo el cuello y miro a alguien que dobla la esquina opuesta y comienza a emerger de entre las hojas. Aguzo la mirada e intento reconocerlo…

Y al hacerlo, algo mucho más fuerte que un dèjá vu relampaguea en mi cabeza. Un recuerdo sensitivo tan vívido que hace que todo me dé vueltas.

Todos estos años me he contado a mí mismo la historia de lo que sucedió en este laberinto. Y ahora me doy cuenta de que la había estado contando mal.

Fue Alice quien me encontró primero.

La puedo ver entre los huecos del arbusto, arrastrándose sin verme aún, justo como lo había hecho entonces, observando cualquier movimiento de las ramas. De repente, llega a mi cabeza el pensamiento preciso que tuve: podría hacer ruido ahora. Podría advertirla de dónde estoy.

Pero descubro que no quise hacer ningún ruido. No quise que ella me encontrara.

Alice dirige la mirada hacia el arbusto donde estoy escondido y por un momento siento que me está mirando. Entonces retrocede, da media vuelta y continúa su camino.

Exhalo temblando porque comienzo a recordarlo todo ahora y sé con exactitud qué va a suceder a continuación. No sé cómo pude haberlo olvidado; quizá fue por culpa del alcohol, o tal vez es consecuencia de la erosión gradual del paso del tiempo, pero ahora el recuerdo está muy nítido en mi cabeza.

Justo a tiempo, aparece Daphne, acechando con cautela en el arbusto opuesto. Y sin pensarlo, hago lo mismo que hice hace quince años: cojo una de las ramas que están encima de mí y la doblo hasta quebrarla en dos.

Al oír el sonido agudo, Daphne da un brinco y gira hacia mi dirección, dibujando una sonrisa en los labios.

No fue el azar, en absoluto.

Yo quise que ella me encontrara. Yo hice que ella me encontrara.

Se acerca cada vez más hasta que se detiene justo frente a mí, dirigiéndome su sonrisa a través de las hojas.

—Vaya —susurra—, ni eres un buen matón ni eres bueno para esconderte.

Lo único que logro responder es un remedo de risa gutural.

—¿Hay sitio para mí?

Levanto la rama más grande y ella pasa por debajo y se sienta frente a mí con las piernas cruzadas. Nuestras rodillas se tocan, pero entonces ella se inclina hacia delante para acomodarse y nuestros rostros se acercan tanto que prácticamente se tocan.

—Ups —susurra—. Esto es un poco, hum…

Deja la oración al aire, sin terminarla, mientras nos miramos a los ojos. El corazón me late tan fuerte que estoy seguro de que ella puede oírlo, pero no puedo evitarlo. De repente, mi cabeza se llena con los recuerdos de este momento, quince años atrás: nuestro primer beso. Y lo natural que pareció inclinarme hacia ella y tocar sus labios con los míos. Su aroma, su piel, su sabor.

Esconde un rizo suelto detrás de su oreja y me sonríe. Y, Dios, quiero besarla de nuevo.

Inclina un poco su cabeza y, sin pensarlo, extiendo el brazo y acaricio su rostro con mucho cuidado. Sonríe de nuevo y la punta de su nariz roza mi mejilla, mientras sus labios buscan los míos. Al besarnos, todo a mi alrededor parece difuminarse y disolverse hasta que solo quedamos nosotros dos.

Todo sobre nosotros

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