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CAPÍTULO DOS

El único día en el que puedo estar seguro de que Harv estará disponible de inmediato para ir a por una pinta es Nochebuena. En Nochebuena no hay ningún club nocturno guay abierto ni ningún evento de Tough Mudders y aparentemente las apps de citas están tranquilas también.

Nos encontramos en El Cuervo, un pequeño pub de mala muerte en Crouch Hill, pero su ordinariez pasa a segundo término por la exacta equidistancia entre mi casa en Harlesden y la de Harv en Stoke Newington. A mi llegada, el lugar está abarrotado casi hasta el punto de reventar con escandalosos empleados de oficina, todos cubiertos de oropeles de sus comidas navideñas. Con dificultad, me abro paso junto a un viejo de barba rala que intenta vender un Rolex extremadamente sospechoso a un par de hombres de negocios ebrios.

Harv está sentado junto a la barra, lleva una parka tan enorme que parece que tiene puesto encima un saco de dormir. Me saluda, en su mano tiene un billete de diez libras.

—Hola, tío. ¿Qué quieres beber?

—Solo una cerveza. La misma que estés bebiendo.

Frunce el ceño.

—No estoy bebiendo cerveza, tío. ¿Sabías que una pinta tiene doscientas calorías? Es como comerse una hamburguesa de pollo frito. —Se da unas palmaditas en el estómago, que se ve ejercitado de una manera impresionante, incluso bajo su camiseta—. Estoy saliendo con una chica que es instructora de fitness —dice—, tiene toda la información y estadísticas al respecto. Anoche charlamos sobre que beber Guinness es literalmente como beber una pinta de manteca.

—Suena a que tenéis una relación muy erótica.

—Sí, bueno, las conversaciones pueden hacerse algo aburridas —admite—, pero el sexo es increíble.

Miro de nuevo el abdomen perfecto de Harv. No entiendo cómo es que de repente todos los tíos de ahora están buenísimos. Es como si, hace ocho años, hubiera sucedido de la noche a la mañana y yo fuera el único hombre en el planeta a quien nadie avisó. Cuando conocí a Harv en la universidad, él pesaba 95 kilos y subsistía completamente a base de cerveza Carling Black Label y nuggets. Ahora parece el doble de Ryan Gosling.

Está bien para los veinteañeros que crecieron con Instagram y viendo Love Island, no conocen otro mundo; pero estos tíos treintañeros que se convierten de pronto en engullidores de proteína están lo suficientemente viejos como para recordar los días felices pre-David Beckham, cuando todos los muchachos tenían el pecho estrecho y los brazos enclenques. Nos estamos extinguiendo, me parece.

Solo para molestar a Harv, pido una Guinness.

Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Él le da sorbitos a su vodka con tónica, mientras que yo pego grandes tragos a mi manteca oscura. Otro grupo de oficinistas navideños irrumpe por la puerta, todos usan sombrerillos de fiesta estropeados.

—Entonces, ¿irás mañana a casa de tus padres? —le pregunto a Harv.

Asiente.

—Mi hermana vendrá a recogerme mañana temprano para irnos juntos a Suffolk. ¿Estarás por allí en…? —Se detiene en seco y sacude la cabeza—. Disculpa, tío. No estaba pensando.

—No te preocupes.

Han pasado dos años ya y aún me olvido de vez en cuando. Puedo estar leyendo un libro o viendo algo en la tele y pensar, oh, a mamá le gustaría esto, y enseguida desmoronarme al sentir el golpe de realidad en mis entrañas.

Me pregunto si esa sensación desaparecerá alguna vez. Quizá no.

—¿Vendrá la tropa de Daff a tu casa, entonces? —me pregunta Harv.

—Ajá. Se supone que debería estar decorando el árbol y envolviendo regalos en este momento, pero ya ves… —Me llevo la pinta a la boca y le doy un buen trago.

—¿Dónde está Daff?

—Fue a un evento de su trabajo. De hecho, creo que quería que la acompañara, o tal vez no. Siempre quiere que conozca a gente nueva.

—Pero tú odias conocer a gente nueva.

—Exacto.

Nos reímos. Sienta bien regresar a nuestra vieja rutina: yo hago el papel del tímido cascarrabias, y Harv, el del alegre extrovertido. Es una dinámica que hemos representado desde que nos conocimos en la uni. Ocasionalmente me preocupa que se haya convertido en el único sostén de nuestra amistad; una puesta en escena que montamos el uno para el otro porque ya no tenemos nada más sobre lo que hablar. Me pregunto qué pasaría si nos encontráramos hoy, despojados de todos nuestros recuerdos y bromas compartidas, si tendríamos alguna cosa en común. Pero, en este momento, sienta bien dejarse llevar por esta dinámica tan familiar, es como ponerse un suéter viejo o algo por el estilo.

Harv empieza a parlotear sobre su empleo (trabaja haciendo algo en redes sociales, aunque nunca he sabido exactamente qué es lo que hace) y de repente quiero contarle todo. Quiero soltarle encima lo que traigo en el pecho sobre Daphne y mamá y los mensajes de Alice y cómo he comenzado a sentir como si la pantalla del ordenador de mi vida se hubiera congelado y no supiera qué combinación de comandos teclear para reiniciarla. Pero no tengo ni idea de cómo iniciar esa conversación. Conozco a Harv desde hace quince años (fue mi padrino de boda, por Dios), pero no hablamos de ese tipo de cosas. Creo que nunca lo hemos hecho.

Cuando escucho a Daff hablar por teléfono con alguna de sus amigas siempre me sorprende el abanico de temas que tratan. Pueden pasar de la charla casual a la conversación profunda y significativa en cuestión de segundos. En cambio, cuando fui de vacaciones con Harv y otros dos amigos, pasamos los cuatro días comprobando nuestros conocimientos sobre fútbol, películas y el hip hop de los noventa. No me estoy quejando, fue espléndido. Supongo que las mujeres consideran a sus amistades como seres humanos complejos y profundos, mientras que los hombres ven a las suyas como máquinas de preguntas andantes.

No obstante, como ya me he bebido la mitad de mi pinta de Guinness y Harv se ha callado para mirar su móvil, decido intentarlo.

—Sí, bueno, la cosa, Harv, es que me he estado sintiendo un poco… desanimado.

Alza su mirada hacia mí. Por alguna razón, posiblemente para suavizar su aspereza emocional, lo he dicho usando un cómico acento de Liverpool, aunque, debo confesarlo, nunca he estado allí.

—Oh, no te sientas así, tío —dice Harv, imitando mi gangueo al estilo de Steven Gerrard.

—Bueno… es que lo estoy un poco —replico, de nuevo, inexplicablemente liverpuleano.

—Oh, tío… —Le da un trago a su bebida—. No te sientas así.

Evidentemente, esto no está funcionando. Somos dos hombres teniendo la conversación más torpe del mundo en un acento que ninguno puede imitar.

No obstante, ahora ya busco con desesperación alguna manera que me permita hablar de verdad con él. Porque mantener todas estas cosas guardadas en mi cabeza es demasiado. Parece como si una presa estuviera a punto de reventar en alguna parte dentro de mí y un torrente con la fuerza de quince años de emociones reprimidas estuviera a punto de romperse contra la mesa en la que estamos sentados.

Mi mente está trabajando a toda marcha en busca de una salida decente para esta corriente, cuando Harv sonríe y pone su móvil en mi cara.

—Mira esto… la verdad es que Mourinho es un cabrón.

Le echo un vistazo a la noticia en la que Mourinho, siendo honestos, se comporta como un cabrón. Harv guarda su móvil en el bolsillo y sonríe.

—Ok, pregunta aleatoria: ¿crees que podríamos nombrar a cada uno de los ganadores de la Copa del Mundo desde 1930 en adelante sin fallar?

Esbozo una sonrisa y me las arreglo para contener toda la tristeza, la culpa y el dolor que estaban a punto de salir disparados de mi boca.

—Creo que podemos intentarlo —le digo.

Da un golpe sobre la mesa.

—Muy bien. Voy a pedir otra ronda antes y lo intentamos. Aunque, técnicamente, es tu turno…

Le entrego un billete y lo miro abrirse paso entre los borrachos hacia la barra.

Entonces, oigo detrás de mí una risa grave:

—Qué mala suerte, amigo mío. Estabas tan cerca…

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