Читать книгу Todo sobre nosotros - Tom Ellen - Страница 12
ОглавлениеCAPÍTULO SIETE
Mientras atravesamos corriendo el campus, me golpea una oleada de déjá vus.
Nuestro pequeño y tosco bar universitario, el kiosco destartalado, las petulantes bandadas de patos que se contonean desde el lago para cagarse en los caminos, todo esto aparece ante mí, desafiándome a dudar de que sea real mientras caminamos con prisa.
Porque claramente todo esto es real.
Aun así, mientras corro detrás de Harv por el puente rojo desvencijado cerca del departamento de Lengua y Literatura Inglesas, siento como si estuviera viendo esto desde arriba, como si le estuviera sucediendo a otra persona. Quizá esa sea la mejor manera de lidiar con esto: dejar de preguntarme por qué, cómo y qué-mierda-está-pasando y solo fluir con la corriente hasta que todo esto pase.
Por fin, dejamos de correr al llegar al Corral de Comedias, o el Armario de Comedias, como lo rebautizamos. Se trata de un pequeño foro de cincuenta asientos justo en medio del campus. Fuera ya hay gente haciendo fila para entrar.
—Hostia —dice Harv mientras se limpia la frente con la manga de la camisa—, debería hacer más ejercicio. —Señala con la cabeza en dirección a la puerta de entrada—. Bueno, entra, idiota. Mucha mierda y todo eso. Te veo después de la obra.
Todavía en modo de piloto automático, paso por la fila de gente y me aproximo al tío que está en la entrada principal controlando las entradas. Lo recuerdo vagamente, es de segundo año, creo, está ataviado de pies a cabeza con el uniforme extraoficial de la Sociedad de Teatro: un cuello de tortuga negro, pantalones negros y deportivas negras.
—Disculpa la demora —le digo—. ¿Puedo… mmm, entrar? Estoy en la obra.
Emite un gruñido, pero no aparta la vista de su teléfono.
—¿Cómo te llamas?
—Ben Hazeley.
Mientras revisa una lista que está sobre la mesa, me pregunta:
—¿Patrick Hazeley es pariente tuyo?
Pese al estado estupefacto en el que me encuentro, no puedo evitar tener la sensación de que, al instante, vuelvo a ser tan solo un niño que existe solamente al pie de página en la historia de la vida de un hombre que apenas conozco.
—Sí, es mi padre.
Al oír esto, el de segundo año se digna a mirarme. De pronto me he vuelto tan interesante como para merecer toda su atención. Interesante por mi origen, interesante por proximidad.
—Qué guay, ¿de verdad que es tu viejo? —dice—. Me mola su trabajo, en serio. Gravedad es la primera obra de teatro que vi en mi vida. Escribe de maravilla, brutal.
—Sí —le contesto.
Se aparta y me cede el paso.
—Buena suerte, colega. Nos vemos después, supongo.
Entro al foro que, en este momento, todavía está oscuro y vacío. Recuerdo que los camerinos están al fondo, pero siento la necesidad de estar solo un momento, antes de tener que volver a interactuar con gente, así que me escondo en el pequeño baño que está cerca del equipo de iluminación.
Debí haberlo supuesto, pero no puedo evitar saltar con sorpresa al verme en el espejo. Si a Harv parece que lo inflaron; a mí parece que me han encogido. Tengo la cara que vi anoche en el programa de la obra. Acerco mis huesudas mejillas de diecinueveañero al espejo y, en lugar de arrugas, veo rodales de una barba incipiente. Tampoco hay señal de entradas en mi gruesa cabellera café oscuro.
Me mojo la cara con agua fría y no tardo en salir del baño. Oigo una voz detrás de mí.
—¡Marek te va a MATAR!
Es Alice, dirigiéndome una sonrisa. Está…, con toda honestidad, está casi exactamente igual que cuando nos vimos en la boda. Tenía un parecido a Phoebe Cates en Gremlins, solo que rubia, pero ahora se parece un poco más a Uma Thurman en Pulp Fiction. Está muy bien.
—Rápido, el público entrará en cualquier momento.
Me lleva por el vestidor atiborrado de cuerpos: gente retorciéndose para entrar en chaquetas brillantes, con la cara profusamente maquillada, vociferando diálogos inconexos entre el alboroto. Veo a Marek (que tampoco ha cambiado tanto, la misma barba, las mismas gafas, cabello rebelde) en una esquina, murmurando algo en su teléfono. Me mira y hace gestos de estrangular a alguien (probablemente a mí), pero no deja el teléfono.
—Encontró a alguien para hacer el atrezo —me dice Alice—, algún amigo de Jamila. Está hablando con ella justo ahora.
Asiento. Noto cómo se forma en mi ceja una capa de sudor, porque de pronto recuerdo hacia dónde va todo esto. Sé que la veré en ¿qué será? ¿diez minutos? Y en ese momento será mucho, mucho, más difícil fingir que esto le está sucediendo a otro.
—¡El público está entrando! —sisea alguien, y se pasa a otro nivel de ruido en el ambiente, un murmullo nervioso.
En mi memoria, lo que sucede a continuación está completamente borroso. Alguien me ayuda con mi vestuario (un traje negro barato, tipo Reservoir Dogs) y después una chica me da unos golpecitos amables con la brocha de los polvos en la cara.
La obra comienza y puedo oír la voz histriónica de Marek en el escenario; y los detalles van tomando su lugar en mi recuerdo.
Un nuevo Cuento de Navidad. «Dickens y Tarantino se encuentran», así nos vendió Marek la obra en el primer ensayo. Al cabo de seis meses, él mismo la desecharía alegando que era «burda y subdesarrollada», pero, por el momento, puedo escuchar cómo lo da todo mientras vocifera: «patrañas, hijo de puta» a un público seguramente muy desoncertado.
Marek era (es) el presidente de la Sociedad de Teatro, y, por lo tanto, era (es) un narcisista de primera. No satisfecho con haber escrito y dirigido, también tenía el papel protagonista: Vinny Scrooge (sí, en serio), un traficante de metanfetamina al que, tras recibir el casi fatal disparo de un sicario, un misterioso fantasma guía por las experiencias pasadas de su vida.
Yo soy el sicario, eso todavía lo recuerdo. Y en ese instante, aparece el fantasma:
—Ben, tío, nos quieren atrás.
Me doy la vuelta y veo allí, de pie, a un muchacho completamente desnudo con una sonrisa de drogadicto dibujada en la cara.
Maldita sea, Clem Matthews, tercer año, creo. No era exactamente lo que se dice un actor nato, pero aparentemente era el único estudiante en toda la universidad que estaba dispuesto a enseñar la polla en público. Me pregunto qué estará haciendo en la actualidad, seguramente porno.
No puedo recordar muy bien por qué Marek quería que el fantasma apareciera completamente desnudo. Algo dijo sobre el realismo espiritual y sobre espantar a los «viejos aburridos» del departamento de Teatro, creo.
—Anda, vamos —dice Clem.
La chica del vestuario me detiene.
—Espera, ¿vas a llevar el reloj puesto? No lo llevabas en los ensayos.
Miro el reloj, todavía fijo en un minuto antes de las doce. He olvidado que lo llevaba puesto. ¿Cómo es que lo llevo puesto? ¿Cómo es que esto sigue aquí si todo lo demás ha desaparecido?
—Está bien —susurra Clem—, los sicarios obviamente llevan reloj. No sea que lleguen tarde a sus asesinatos, ¿o no?
Clem me toma por el brazo y yo sigo a su trasero desnudo detrás de las bambalinas. Los dos guardamos silencio en espera de entrar a escena.
—¿Cómo te sientes? —murmura—. ¿Nervioso?
Regresa a mi mente lo incómodo que era esto durante los ensayos, tener que charlar con Clem mientras intentaba ignorar que llevaba la polla colgando.
—Sí, algo, un poco nervioso —respondo.
Clem se encoge de hombros.
—Solo tienes como tres diálogos. Seguro que lo bordas.
Tres diálogos, ¿por qué todo el mundo está obsesionado con esos tres diálogos? Y entonces me doy cuenta: no tengo ni idea de cuáles son esos tres diálogos. Hace quince años que vi por última vez el libreto. Estoy a punto de entrar a escena sin tener ni idea de qué tengo que decir. Estoy dispuesto a echar a correr cuando siento un ligero toque en el hombro.
—Hola, ¿tú eres Ben? Esto es tuyo, ¿no?
Mientras me extiende un revólver falso, Daphne me dirige una sonrisa radiante.