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ОглавлениеCAPÍTULO UNO
Londres, 24 de diciembre de 2020
—Entonces… ¿vienes o no?
—Bueno, puedo ir, obviamente. Si tú quieres. ¿Quieres?
Daphne deja escapar un suspiro, pero sigue empecinada en no tener contacto visual.
—¿Tú quieres venir? —le pregunta al reflejo en el espejo.
Deambulo cerca del árbol de Navidad, aún sin adornos, y desprendo algunas agujas.
—Bueno, si piensas que debo ir, entonces tal vez vaya.
Mete el aplicador en el tubo de la máscara de pestañas con una fuerza impresionante.
—Ben, en serio, haces que me sienta como Jeremy Paxman. ¿No puedes solo decirme sí o no?
—Bueno, pues, no sé. ¿Esperan que vaya? Fui el año pasado.
—Sí, y vaya lo bien que salió aquello —dice, mirando al techo y haciendo una pausa en la que ambos recordamos el fiasco—. Mira… —continúa diciendo mientras se pellizca el tabique de la nariz—, es la reunión de Navidad en casa de mi jefe. Ni siquiera a mí me apetece mucho ir, así que no veo ninguna razón para arrastrarte conmigo.
—Bueno, pues, como dije, con mucho gusto voy si tú quieres que vaya —como ignora por completo lo que acabo de decir, agrego—: Pero, joder, es obvio que no quieres que vaya.
Finalmente, se vuelve y me mira.
—Me gustaría que vinieras si de verdad hablaras con la gente y trataras de pasar un buen rato, pero no quiero que vengas si te vas a quedar en un rincón con tu estúpida cara de amargado, ¿VALE?
Toma su bolso y sale al pasillo.
Daff piensa que las peleas son algo bueno en las relaciones, un hábito saludable. Al menos eso pensaba cuando las peleas entre nosotros todavía no eran de verdad, sino pequeñas discusiones por tonterías. Me enfurruñaba con ella si tardaba mucho en arreglarse o ella me gritaba por tirarme pedos o doblar mal una sábana. Y después de una ronda de gritos, parábamos, nos abrazábamos y reíamos al pensar que éramos como una de esas parejas de ancianos tristes.
Pero en algún momento, en el transcurso de los últimos años, algo cambió. Esa falsa guerra con divertidas peleas de mentira se convirtió en un horrible y silencioso combate de trinchera; cada bando peleando de manera obstinada para arrebatar un pedazo de terreno al otro; lanzando, de vez en cuando, una granada pasivo-agresiva en tierra de nadie.
Me pregunto cómo llegamos a esta situación; en qué momento pasamos de conversar tranquilos sobre nuestros planes para esa noche a este resentimiento amargo y furibundo, en ¿cuánto tiempo?, ¿minuto y medio? Quizá hemos batido el récord mundial de riñas maritales espontáneas, porque todo parece terminar en pelea últimamente. Cualquier gesto, murmullo o pregunta parece un arma cargada y potencialmente explosiva que hubiera que examinar para hallar su significado oculto. Estoy casi seguro de que es culpa mía, más bien, sé que es así. Toda nuestra relación está enredada entre las cosas que han sucedido en los últimos años, y entretanto sospecho que mi autoestima se ha ido poco a poco por el desagüe. Puedo ver con claridad los problemas que tenemos, pero no tengo ni idea de cómo solucionarlos. Tal vez no tengan solución.
Sigo a Daff hacia el pasillo, donde se hace un moño con su largo cabello negro y rizado, sujeto con uno de esos prendedores que parecen plantas carnívoras.
—Oye, perdona —le digo—. Es solo que me siento fuera de lugar en ese tipo de eventos. Siento que la gente me ignora cuando hablo.
—Ben, eso no es cierto. —Se desespera—. Y si fuera cierto… —Lo que significa que sabe que es cierto, pienso—. Quizá sea porque no haces ningún esfuerzo con nadie.
—Claro que me esfuerzo —protesto, pero ambos sabemos que es mentira. Dejé de esforzarme hace mucho tiempo. No solo con la charla, con cualquier cosa.
Recoge su abrigo del pasamanos y suspira.
—Mira, no te preocupes, en serio —me dice—. Ya sabes cómo son estas cosas. Serán solo charlas aburridas de trabajo. Si me voy ahora, puedo estar de vuelta a las diez.
—De acuerdo —le digo, y el gesto de alivio que se dibuja brevemente en su rostro confirma lo que sospecho desde hace un rato: me he convertido en un lastre para ella en estos eventos o, quizá, más que un lastre, una vergüenza.
Daff es agente literaria. Trabaja en una empresa grande e importante y todos sus clientes son destacados autores y guionistas prestigiosos. Asistir a una de sus fiestas de trabajo es como sumergirse en un caldero hirviente de éxito: estás a unos cuantos pasos de ganadores del BAFTA o de algún juez del Booker Prize. Así que no puedo culparla por avergonzarse un poco cuando entre dientes les cuento a esas personas que me dedico a escribir contenidos de vez en cuando. Tampoco a mí me hace sentir bien. La verdad es que últimamente pienso mucho en por qué Daphne sigue conmigo y estoy seguro de que mucha gente pensará lo mismo en la fiesta de esta noche.
—¿Y estará Ya-sabes-quién? —le pregunto mientras se pone el abrigo—. ¿El Superhombre?
Tengo esperanzas de que eso la haga reír, solo para comprobar que, al menos, todavía puedo hacer eso. Me bastaría con una risita vacía y sarcástica, pero en lugar de eso entorna los ojos.
—Sí, Rich estará ahí. ¿No será por eso por lo que no quieres venir?
—No, claro que no. Solo estaba…
—Porque no tienes que hablar con él, ¿sabes? Podrías tratar de hablar con gente nueva.
—No, ya lo sé. Bueno, además, él me ignora la mayor parte del tiempo, así que…
—Quizá si trataras de ser amable, en lugar de enfurruñarte como un niño.
Y, sí, otra vez. Como dije, todos los caminos conducen a una pelea.
Es una locura, la verdad, porque Rich solía ser una de nuestras bromas privadas más logradas, un clásico fiable al que siempre podíamos volver.
Se incorporó a la agencia más o menos al mismo tiempo que Daphne y tiene un aspecto que parece especialmente diseñado en un laboratorio para preocupar a los esposos inseguros. Desde entonces, la idea de ellos juntos se volvió una broma recurrente entre nosotros. Si se me quemaba el pan en el desayuno o algo así, suspiraba histriónicamente y decía: «Seguro que Rich es un gran cocinero…». O si salía de noche y dejaba a Daff sola en casa, me despedía con un «saluda a Rich de mi parte» y ella ponía una cara de me-pillaste, mientras yo me iba entre risas.
Pero esta, al igual que el resto de nuestras bromas privadas, parecía que se había enranciado como pan duro. Quizá se deba a que comienza a gustarle Rich, o quizá solo sea yo quien sospeche que eso es una posibilidad. No tengo ni idea. Definitivamente está en las ligas mayores del sexo (Daphne me dijo una vez: «Si Tinder fuera un juego de ordenador, Rich ya lo habría ganado», lo que me pareció muy gracioso, pero también intimidante), pero no creo que haya nada entre ellos. De pronto, la posibilidad de que tengan un amorío me golpea en las entrañas. No puedo pensar en razones para que a Daphne no le guste, o quizá le parezca atractivo, pero no es la clase de persona que haría algo al respecto.
De pronto, recuerdo los mensajes de Alice ocultos en mi teléfono. Aparentemente, yo soy exactamente ese tipo de persona.
A fin de cuentas, supongo que la razón por la que Dahpne sigue conmigo es por las cosas que no sabe. No sabe lo de Alice, no sabe lo de París. Sabe lo de mamá, obviamente, pero no sabe las cosas que le dije antes de que pasara lo que le pasó. Cosas que me siguen quitando el sueño por la noche.
Después de quince años juntos como novios y cuatro años de matrimonio, en realidad no me conoce en absoluto. Si me conociera, seguramente no seguiría aquí.
Abre la puerta de casa y sale a la fría oscuridad del anochecer.
—Bueno, me voy —dice, pero no se va. Sigue ahí, frunciendo el ceño hacia el felpudo de la entrada—. Podemos hablar cuando vuelva. El trabajo me ha dejado agotada y luego regreso y es… todavía más agotador, ¿sabes? —Interrumpe lo que está diciendo y me mira con sus enormes ojos color avellana, se la ve cansada y genuinamente infeliz. Me estremezco por dentro porque estoy seguro de que está a punto de decir algo: algo importante, horrible y definitivo.
Pero después mira hacia el fondo de la sala donde está el árbol de Navidad y sacude la cabeza, como si recordara que esta no es la época tradicional para anuncios importantes, horribles y definitivos.
—Bueno, pues, podemos hablar después —me dice de nuevo—. No te preocupes por lo de esta noche, ya se me ocurrirá algo. Les diré a todos que tenías que poner los adornos navideños, quizá. —Vuelve a mirar el árbol desnudo—. De hecho, técnicamente no estaría mintiendo, ¿no?
—Lo haré en cuanto te vayas, lo prometo. También los regalos.
Asiente con la cabeza, sale y cierra la puerta. A pesar de que no ha dicho nada, puedo sentir unos nubarrones arremolinándose en el interior de mi cabeza. Podemos hablar después. Lo ha dicho dos veces, pero ¿hablar sobre qué?
La palabra DIVORCIO aparece en mi cerebro, y hace que me estremezca. ¿Es eso lo que quiere? ¿Podría ser lo que yo quiero secretamente? Ese pensamiento me punza el estómago, pero no sé si es la idea de perder a Daphne o la vergüenza de estar divorciado a los treinta y cuatro lo que provoca esa sensación.
Otro fracaso para agregar a mi lista sumamente larga de fracasos.
Pero no puedo pensar en estas cosas ahora. Los padres de Daphne y su hermana, con su esposo y sus hijos, vendrán de visita mañana a mediodía y todavía quedan muchísimas cosas por hacer antes de que lleguen. Debería subir directo al desván para coger los adornos, decorar el árbol y apurarme a envolver los regalos.
Eso es lo que debería hacer.
Sin embargo, en lugar de eso, decido ir a emborracharme.