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Volví a subir la escalera, guiado por mi acompañante que me condujo hasta un pasillo en el que estaba el cuarto en que yo había dormido la noche anterior, y abriendo la puerta siguiente me dijo que entrase.

—Tengo orden del señor de enseñarle a usted su estudio particular y preguntarle si está conforme con su ubicación y si hay suficiente luz.

Muy exigente hubiera tenido yo que ser si no hubiese quedado satisfecho del cuarto y de su decoración. El delicioso panorama que se contemplaba desde el ventanillo era el mismo que había admirado aquella mañana desde mi dormitorio. Los muebles eran una maravilla de belleza y lujo; la mesa, colocada en el centro, estaba llena de libros exquisitamente encuadernados y en ella lucía un elegante juego para escribir y hermosas flores; cerca de la ventana había otra mesa con todo lo necesario para pintar a la acuarela y dibujar, y cerca de aquélla también, un caballete pequeño que podía plegarse o extenderse. Las paredes estaban cubiertas con alegres telas de colores, y el suelo con esteras de la India, rojas y amarillas. Era el saloncito más atractivo y lujoso que había visto en mi vida.

El ceremonioso criado estaba excesivamente aleccionado para dejar traslucir la menor satisfacción. Se inclinó con fría deferencia cuando agoté el caudal de mis alabanzas y silenciosamente abrió la puerta ante mí para que volviéramos al pasillo.

Doblamos una esquina y fuimos por otro corredor, en cuyo extremo había unos escalones, atravesamos un pequeño hall circular en la planta superior y nos detuvimos ante una puerta forrada de paño oscuro. El criado la abrió y nos encontramos frente a dos cortinas de seda verde pálido. Levantó una de ellas sin hacer ruido, y pronunció quedamente:

—El señor Hartright.

Y me dejó.

Me encontré en un salón amplio y espacioso, con un techo magníficamente artesonado y con una alfombra tan suave y espesa que me parecía pisar terciopelo. Una parte del cuarto estaba ocupada por una larga librería de una madera extraña muy trabajada y desconocida por completo para mí. No tendría más de seis pies de altura, y en la parte superior se veían varias figuras de mármol colocadas a la misma distancia unas de otras. En el lado opuesto había dos bargueños antiguos; en medio, encima de ellos, colgaba un cuadro de la Virgen y el Niño protegido por un cristal y con el nombre de Rafael escrito en una tablilla dorada colocada debajo. A mi derecha y a mi izquierda había cómodas y aparadores de marquetería y con incrustaciones, llenos de figuras de porcelana de Dresde, vasos raros, adornos de marfil, fruslerías y curiosidades salpicadas de piedras preciosas, plata y oro. Al fondo del salón, frente al lugar en que yo estaba, las ventanas se hallaban medio cubiertas y la luz de sol, tamizada con grandes persianas del mismo tono verde que las cortinas de la puerta, resultaba deliciosamente suave, misteriosa y tenue, iluminando todos los muebles y objetos con la misma intensidad, contribuyendo a que el profundo silencio y el tono de recogimiento que reinaban en aquel lugar fuesen más pronunciados, envolviendo en una tranquila atmósfera la figura solitaria del amo de la casa, el cual descansaba con un gesto de indiferencia en una gran butaca, en uno de cuyos brazos había un atril para leer y en el otro una mesita.

Si pudiera conocerse por las apariencias exteriores —de lo cual yo dudo mucho— la edad de un hombre que acaba de salir de su tocador y ha pasado ya de los cuarenta, la del señor Fairlie, cuando le vi por vez primera, podría calcularse entre cincuenta y sesenta años. Su cara, cuidadosamente afeitada, era delgada, de palidez transparente y con expresión de cansancio, aunque sin arrugas, la nariz fina y aguileña; los ojos grandes, saltones y de un apagado gris azulado, tenían enrojecidos los párpados; el cabello escaso, suave en apariencia y de ese tono rubio ceniciento que se confunde con las canas. Vestía una levita oscura, de una tela mucho más fina que el paño, y pantalones y chaleco de inmaculada blancura. Los pies, casi afeminados por su pequeñez, calzaban calcetines de color marrón y zapatillas parecidas a las de mujer, de piel rojiza. En sus manos blancas y delicadas brillaban dos sortijas que, incluso a mis inexpertos ojos, se me figuraron de enorme valor. Todo su aspecto daba la impresión de fragilidad, languidez veleidosa y extremo refinamiento, que si resultaba algo sorprendente y revulsivo considerado en un hombre, tampoco parecería natural y apropiado de trasladarlo a la imagen de una mujer. Mi conversación de aquella mañana con la señorita Halcombe me había predispuesto favorablemente hacia cada uno de los habitantes de la casa, pero mis simpatías se desvanecieron con la primera impresión que me produjo el señor Fairlie.

Al acercarme a él me di cuenta de que se hallaba más ocupado de lo que me pareció a primera vista. Colocado entre otros objetos raros y hermosos que llenaban una gran mesa redonda que estaba junto a él, se hallaba un diminuto bargueño de ébano y plata en cuyos minúsculos cajones, forrados de terciopelo rojo, se veían toda clase de monedas de distintas formas y tamaños. Uno de estos cajones estaba sobre la mesita de la butaca, además de una serie de diminutos cepillos de los que se usan para limpiar las joyas, un paño de gamuza y un frasco lleno de un líquido, todo ello preparado para eliminar con variados procedimientos cualquier impureza accidental que se dejase observar en algunas de las monedas. Sus frágiles y blancos dedos jugueteaban como al desgaire con una cosa que a mis ignorantes ojos se me antojó una medalla de peltre sucia y con los bordes desiguales cuando me acerqué a él y me detuve a respetuosa distancia de su butaca para saludarle con una inclinación.

—Me alegro mucho de tenerlo en Limmeridge, señor Hartright —me dijo una voz entre quejumbrosa y gruñona, cuyo sonido no resultaba más agradable por combinar un tono chillón con una soñolienta y lánguida dicción—. Le ruego se siente. Y por favor, no se tome la molestia de mover la silla. Dado el estado precario de mis nervios el menor ruido me resulta extremadamente doloroso. ¿Ha visto usted su estudio? ¿Le servirá?

—Ahora mismo vengo de verlo, señor Fairlie, y puedo asegurarle...

Me cortó a media frase, cerrando los ojos y extendiendo su blanca mano en gesto de súplica. Sobresaltado, me callé, y la voz gruñona me honró con esta explicación:

—Le ruego que me disculpe. Pero ¿podría usted dominar su voz para hablar en un tono más bajo? Dado el estado precario de mis nervios cualquier sonido fuerte es para mí una tortura indecible. ¿Sabrá disculpar a un pobre enfermo? Sólo le digo lo que el lamentable estado de mi salud me obliga a decir a todo el mundo. Así es. ¿De veras le gusta el cuarto?...

—No podía haber deseado nada más bonito ni más cómodo— contesté, bajando la voz y empezando a descubrir que la exagerada afectación del señor Fairlie y los destrozados nervios del señor Fairlie eran una misma cosa.

—Me alegro. Aquí podrá comprobar, señor Hartright, que se reconocerán sus méritos en lo que valen. En esta casa no existe ese horrible y salvaje prejuicio inglés respecto a la situación social de un artista. He pasado tantos años en el extranjero que he cambiado completamente mi piel insular en lo que se refiere a esta opinión. Ya me gustaría poder afirmar lo mismo de la nobleza —palabra detestable, pero creo que es la que tengo que emplear—, de la nobleza de estos alrededores. Son unos pobres bárbaros ante el Arte, señor Hartright. Son gente, se lo puedo asegurar, que hubieran quedado boquiabiertos de asombro si hubiesen visto a Carlos V recoger con sus manos los pinceles de Tiziano. ¿Quiere usted tener la amabilidad de poner estas monedas en el bargueño y darme otro cajón? Dado el estado precario de mis nervios cualquier esfuerzo es para mí un trastorno indecible. Así es. Gracias.

Como una puesta en práctica de la liberal teoría social que el señor Fairlie se había dignado aclararme, aquella fría demanda no pudo menos de hacerme gracia. Devolví un cajón a su sitio y le entregué otro con toda la deferencia de que fui capaz. Inmediatamente él volvió a juguetear con sus monedas y cepillos; y al mismo tiempo que hablaba no dejaba de contemplarlas con lánguida admiración.

—Mil gracias y mil perdones. ¿Le gustan las monedas? Así es. Estoy encantado de que tengamos otra afición común además de nuestra inclinación por el Arte. Y ahora hablando de la parte pecuniaria de nuestro trato, dígame, ¿le parece satisfactorio?

—Completamente satisfactorio, señor Fairlie.

—Me alegro. ¿Qué más? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Hablando de su amabilidad en beneficiarme con sus conocimientos del Arte, al final de la primera semana mi administrador se entrevistará con usted para complacerle en todo lo que le parezca necesario. ¿Algo más? ¿No le parece curioso? Tenía mucho más que decirle y parece que lo he olvidado todo. ¿Quiere usted tocar esa campanilla? En aquel rincón. Así es. Gracias.

Llamé y apareció, sin hacer el menor ruido, otro criado, que parecía extranjero, con una sonrisa fija en los labios y el pelo irreprochablemente peinado, un ayuda de cámara de pies a cabeza.

—Louis —dijo el señor Fairlie limpiándose con aire soñador las puntas de los dedos con uno de sus minúsculos cepillos para las monedas—, esta mañana hice algunas anotaciones en mis tablillas. Búsquelas. Mil perdones, señor Hartright. Me temo que se aburre conmigo.

Como volvió a cerrar cansadamente los ojos antes de que pudiera contestarle, y como, en efecto, me aburría muchísimo, permanecí en silencio contemplando la Virgen con el Niño de Rafael. Mientras tanto, el criado había salido y había vuelto trayendo un pequeño libro con tapas de marfil. El señor Fairlie se reconfortó lanzando un débil suspiro, abrió el libro con una mano y con la otra hizo un signo a su criado de que esperase nuevas órdenes, levantando el cepillito.

—Sí, eso es —dijo, después de consultar sus notas— Louis, saca aquella carpeta... —se refería a una serie de carpetas colocadas en unos estantes de caoba cerca de la ventana—. No, no, la verde, en ésta están mis aguafuertes de Rembrandt, señor Hartright. ¿Le gustan los aguafuertes? ¿Sí? Cuánto me alegro de que tengamos otra afición en común. La carpeta de tapas rojas. Louis. ¡Que no se te caiga! Señor Hartright, si Louis tirara esta carpeta no tiene usted idea de la tortura que supondría para mí. ¿Estará segura sobre esa silla? ¿Cree usted que lo estará, señor Hartright? ¿Sí? Pues me alegro. Me hará el favor de mirar estos grabados si de verdad cree que están seguros. Louis, vete. Pero que burro eres. ¿No ves que tengo las tablillas en la mano? ¿Crees que me gusta tenerlas? ¿Por qué no me libras de este peso antes de que te lo diga? Mil perdones, señor Hartright, los criados suelen ser tan burros, ¿no cree usted? Dígame qué le parecen los dibujos. Proceden de una subasta y se encuentran en un estado escandaloso. Me pareció que apestaban a los dedos de los horrendos chamarileros cuando los vi la última vez. ¿Podría usted restaurarlos?

Aunque mi olfato no era tan sutil como para detectar el olor de los dedos plebeyos que tanto había ofendido las nobles narices del señor Fairlie, estaba suficientemente educado como para apreciar en todo su valor los dibujos que tenía en la mano. Casi todos ellos eran muestras realmente exquisitas de acuarelas inglesas, y desde luego merecían mucho mejor trato que el que habían recibido en manos de su dueño anterior.

—Estos dibujos —dije—, necesitan una limpieza y restauración totales, y creo que merece la pena...

—Dispense —interrumpió el señor Fairlie—. ¿Me permite que cierre los ojos mientras habla? Hasta esta luz se me hace irresistible. ¿Decía usted?...

—Le decía que merece la pena dedicarles todo el tiempo y el trabajo...

De repente el señor Fairlie abrió los ojos y con expresión de sobresalto y angustia miró hacia la ventana.

—Le suplico me perdone —murmuró débilmente—, pero creo haber oído gritos de chiquillos en el jardín. ¡En mi jardín particular! Justamente debajo de esta ventana...

—No lo puedo decir, señor Fairlie. No he oído nada.

—Le quedaría muy agradecido. Ha sido usted tan indulgente con mis pobres nervios... le quedaría muy agradecido si abriese usted un poquito la persiana... No deje que me dé el sol; ¡señor Hartright! ¿Ha subido ya la persiana? ¿Será tan amable de mirar el jardín y comprobar si hay alguien abajo?

Cumplí aquel deseo. El jardín estaba cercado con sólidas tapias. En ninguna parte de aquel sagrado recinto se veían rastros de ser humano alguno, grande o pequeño. Comuniqué aquella feliz nueva al señor Fairlie.

—Mil gracias. Sería una aprensión mía. Afortunadamente no hay niños en esta casa, pero los criados (que han nacido sin sistema nervioso) son capaces de traer a los del pueblo. Son tan necios, ¡Dios mío si lo son! ¿Se lo confesaré, señor Hartright? Estoy deseando que haya una reforma en la constitución de los niños. Parece que la Naturaleza los ha concebido con la única intención de crear máquinas que produzcan ruidos incesantes. A buen seguro que el propósito de nuestro delicioso Rafael es infinitamente preferible.

Dijo esto señalando el cuadro de la Virgen, en cuya parte superior se veían los angelitos convencionales del arte italiano cuyas barbillas reposaban sobre redondas nubes amarillas.

—¡Una familia absolutamente ejemplar! —dijo el señor Fairlie contemplando aquellos querubines—. Qué hermosas caritas redondas, qué hermosas alas tan ligeras..., y nada más. ¡Fuera las piernas sucias que corren y se meten en todos los rincones y ni asomos de pequeños pulmones vociferantes! ¡Cuán inconmensurablemente superior a la constitución existente de niños! Voy a cerrar un poco los ojos si me lo permite. ¿Puede usted realmente restaurar los dibujos? Me alegro. ¿Tenemos que acordar algo más? Si es así, creo que lo he olvidado ¿Llamaremos a Louis otra vez?

Como yo tenía tantas ansias como, según parecía, el señor Fairlie por terminar aquella entrevista cuanto antes, decidí suprimir la intervención del criado y encargarme yo mismo de la deseada solución.

—Me parece que lo único que queda por tratar, señor Fairlie —dije— es el plan que quiere usted que siga con las señoritas para enseñarles a pintar acuarela.

—¡Ah, es verdad! —dijo el señor Fairlie— y bien quisiera tener suficiente energía para tratar ese punto, pero no puedo. Las mismas señoritas, que son las que van a disfrutar de sus amables servicios, deben acordarlo, decidir. Mi sobrina es una entusiasta de este arte encantador, señor Hartright. Ya tiene suficientes conocimientos para juzgar sus propios defectos. Por favor, esmérese usted con ella. Bueno ¿queda algo más? No. Creo que estamos de acuerdo en todo, ¿verdad? No tengo derecho a detenerle más en sus deliciosas tareas. Me alegro de haber solucionado todas las cuestiones. Es un descanso haber tratado tantos asuntos. ¿Podría usted llamar a Louis para que le lleve a su estudio esa carpeta?

—Si usted me lo permite la llevaré yo mismo, señor Fairlie.

—¿Usted mismo? ¿Tendrá bastante fuerza? ¡Qué delicia tener tanta fuerza! ¿Está seguro de que no la dejará caer? Me alegro de tenerlo a usted en Limmeridge, mis dolencias no me permiten esperar que pueda disfrutar mucho de su compañía. Sea amable y procure cerrar las puertas sin ruido y no deje caer la carpeta. Gracias. Cuidado con las cortinas, se lo suplico. El menor ruido de la tela se me clava como si fuera un cuchillo. ¡Buenos días!

Cuando volvió a caer la cortina verde y cerré tras de mí las dos puertas forradas de paño me detuve un momento en el hall circular y dejé escapar un largo suspiro de placentero alivio. Al encontrarme fuera del cuarto del señor Fairlie me sentía como si acabara de salir a la superficie del mar después de haber estado sumergido en sus profundidades.

En cuanto me vi confortablemente instalado en mi agradable estudio me forjé el decidido propósito de no volver jamás a dirigir mis pasos hacia las habitaciones del amo de la casa, excepto en el caso —altamente improbable— de que él me honrase de nuevo con la invitación expresa de que le hiciera una visita. Una vez establecido este plan de conducta con respecto al señor Fairlie recobré la serenidad de mi ánimo que durante algún tiempo me había robado mi nuevo amo con su altiva familiaridad y su cortesía insolente. El resto de la mañana lo pasé con cierta placidez, revisé las acuarelas, ordenándolas por series, recortando sus bordes destrozados y haciendo otros preparativos necesarios para emprender la definitiva restauración. Quizá hubiera podido trabajar más en todo ello, pero a medida que se acercaba la hora del almuerzo me iba poniendo nervioso, intranquilo e incapaz de fijar mi atención en nada, incluso en una labor tan mecánica y simple como aquélla.

Cuando a las dos bajé al comedor sentía cierta ansiedad. Volver a entrar en aquella parte de la casa significaba para mí resolver algunas expectativas de cierta importancia. Iba a conocer a la señorita Fairlie, y si la revisión de la señorita Halcombe de las cartas de su madre había dado el resultado que esperaba, llegaría también el momento de aclarar el misterio de la dama de blanco.

La dama de blanco (con índice activo)

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