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La cara y la actitud de Pesca, la noche en que nos encontramos ante la verja de mi madre, fueron más que suficientes para hacerme saber que algo extraordinario había sucedido. Sin embargo fue completamente inútil pedirle una pronta explicación. Lo único que saqué en limpio, mientras me conducía hacia el interior con ambas manos, era que, conociendo mis costumbres, había venido aquella noche a casa seguro de encontrarme y que tenía que comunicarme noticias de muy agradable naturaleza.

Nos dirigimos al salón de una manera bastante poco correcta y precipitada. Mi madre estaba sentada junto a la ventana abierta, riendo y abanicándose. Pesca era uno de sus favoritos, y cualquiera de sus excentricidades hallaba siempre disculpa ante sus ojos ¡Pobre alma sencilla! Desde el momento en que se dio cuenta de que el diminuto profesor estaba lleno de gratitud y profesionalmente unido a su hijo, le abrió su corazón sin reservas y pasó por alto todas sus desconcertantes rarezas de extranjero, sin intentar siquiera comprenderlas.

Mi hermana Sarah, a pesar de gozar de la ventaja de su juventud, era curiosamente mucho menos flexible. Reconocía las excelentes cualidades de Pesca, pero no las aceptaba ciegamente, como hacía mi madre, sólo por ser amigo mío. La veneración que Pesca profesaba hacia todo lo que fueran apariencias, estaba en permanente contradicción con la corrección británica de ella, y no podía por menos de sentir un desagradable asombro cada vez que el excéntrico y pequeño extranjero se permitía ciertas familiaridades con mi madre. He observado, no sólo en el caso de mi hermana, sino en otros muchos, que nuestra generación es menos impulsiva y cordial que la de nuestros mayores. Constantemente veo personas mayores excitadas y emocionadas ante la expectativa de deleite que les espera, el cual no logra perturbar la serena tranquilidad de sus nietos. Yo me pregunto: ¿es que los jóvenes de ahora somos muchachos y muchachas tan auténticos como lo eran nuestros abuelos en su tiempo? ¿habrán avanzado demasiado las ventajas de la educación? ¿somos en esta época nueva una mera escoria humana que ha recibido una educación demasiado buena?

Sin intentar aclarar estas importantes cuestiones puedo sin embargo decir que cuando veía a mi madre y a mi hermana en compañía de Pesca jamás dejaba de notar que la primera resultaba la más juvenil de las dos. En aquella ocasión, por ejemplo, mientras la dama de mayor edad estaba riendo abiertamente de la manera atropellada con que entramos en el salón, Sarah recogía con visible desazón los pedazos de una taza de té que el profesor había roto al precipitarse a mi encuentro.

—No sé lo que hubiera sucedido si llegas a retrasarte, Walter —dijo mi madre—. Pesca está medio loco de impaciencia y yo medio loca de curiosidad. El profesor trae alguna noticia maravillosa que te concierne y se ha negado cruelmente a darnos la más mínima pista hasta que su amigo Walter apareciese.

—¡Qué lata! ¡Ya se ha descalabrado la partida!— murmuró Sarah entre dientes, absorbida en la recogida de los restos de la taza rota.

Mientras eran pronunciadas esas palabras, el bueno de Pesca, sin preocuparse lo más mínimo del irreparable destrozo que había causado, empujaba tan contento una de las butacas hacia el otro extremo de la sala, situándonos a los tres tal como haría un orador desde su tribuna. Volvió la butaca de espalda a nosotros, se colocó en ella de rodillas y con gran excitación empezó a dirigir la palabra a su pequeña congregación de tres, desde su improvisado púlpito.

—Y ahora, queridos míos —empezó Pesca (que siempre decía «queridos», en lugar de «amigos»)—, escuchadme. Ha llegado el momento. Ahí va mi buena noticia. Empiezo a hablar.

—¡Escuchad, escuchad! —dijo mi madre siguiendo la broma.

—Lo primero que le toca romper, mamá, será el respaldo de la mejor butaca que tenemos —dijo Sarah por lo bajo.

—Vuelvo la vista atrás y me dirijo, como siempre, a la más noble de las criaturas humanas —continuó Pesca con vehemencia, señalando mi humilde persona desde su sitial—. ¿Quién me encontró muerto en el fondo del mar (a causa de un calambre) y me sacó a flote, y qué dije cuando volví a la vida y a vestir mis ropas?

—Mucho más de lo necesario —contesté yo lo más ceñudamente que pude, pues sabía que tratar este asunto era equivalente a liberar las emociones de Pesca en una riada de lágrimas.

—Dije —insistió Pesca— que mi vida le pertenecía a mi querido amigo Walter hasta el fin de mis días y así es. Dije que nunca volvería a ser feliz si no encontraba una oportunidad de hacer algo por él, y, en efecto, nunca he estado satisfecho conmigo mismo hasta que ha llegado este venturoso día. Ahora —gritó entusiasmado el hombrecito— la felicidad rebosa por todos los poros de mi cuerpo, porque juro por mi fe, mi honor y mi alma que ocurre algo bueno y que sólo queda por decir: ¡bien, todo está muy bien!

Conviene aquí explicar que Pesca tenía el prurito de creerse un perfecto inglés tanto en su lenguaje como en sus costumbres, diversiones e indumentaria. Había adoptado algunas de nuestras expresiones más familiares y las usaba en sus conversaciones siempre que se le ocurría, repitiéndolas una tras otra como si constituyeran una larga sílaba, sólo por el gusto de decirlas y generalmente sin saber con exactitud su sentido.

—Entre las casas elegantes de Londres que frecuento para enseñar la lengua de mi país —continuó el profesor, decidiéndose al fin a explicar el asunto dejándose de más preámbulos—, hay una más opulenta que todas las demás, situada en la gran plaza de Portland. Todos sabéis dónde está ¿no?. Sí, claro, por supuesto. Esta gran casa, queridos amigos, cobija a una gran familia. Una mamá rubia y gorda, tres señoritas rubias y gordas; dos jóvenes caballeros rubios y gordos y un papá más rubio y gordo que todos ellos, que es un adinerado comerciante, forrado de oro, hombre de gran distinción en otro tiempo y que ahora, con su cabeza calva y su doble barbilla, resulta de mucho menos porte. Pues bien, atención: Yo enseño el sublime Dante a las tres jóvenes señoritas pero, ¡Dios me ampare!, no hay palabras para explicar el rompecabezas que el sublime crea en esas tres lindas cabezas. Pero no importa, todo llegará y cuantas más lecciones se necesiten, mejor para mí. Imagínense ustedes que hoy estaba enseñando a las señoritas como siempre: estamos los cuatro juntos en el infierno del Dante, en el séptimo círculo —pero esto no tiene importancia—, todos los círculos son lo mismo para las tres señoritas gordas y rubias, y en el que se hallan firmemente ancladas; yo trato de avanzar recitando, declamando, y sofocándome con mi propio entusiasmo..., cuando de repente oigo por el pasillo el crujir de unas botas y enseguida entra en la sala el rico papá, poderoso comerciante de cabeza calva y papada. ¡Ay queridos, creo que el asunto empieza a interesarles! ¿Me habéis escuchado con paciencia o habéis pensado: «Al diablo con Pesca, que esta noche habla interminablemente»?

Declaramos que estábamos profundamente interesados.

El profesor continuó:

—El adinerado papá lleva una carta en su mano, y después de excusarse por haber interrumpido nuestra estancia en las regiones infernales con asuntos de este mundo, se dirige a las tres señoritas y empieza del modo con que siempre empiezan los ingleses cada conversación: con un gran ¡Oh! «¡Oh queridas! dice el poderoso mercader, tengo aquí una carta de mi amigo el señor...» (he olvidado el nombre; pero no importa, ya que nos ocuparemos luego de esto). Así que el papá dice «tengo una carta de mi amigo el señor, en la que me pregunta si podría recomendarle un profesor de dibujo que estuviera dispuesto a trasladarse durante una temporada a su casa de campo» y ¡por mi alma que si en aquel momento tengo los brazos bastante largos hubiera sido capaz de abarcar con ellos la poderosa humanidad del rico papá para estrecharle contra mi corazón en señal de gratitud por haber lanzado tan estupendas palabras! Como no pude hacerlo, me contenté con agitarme en mi asiento como si me estuvieran pinchando, pero no dije nada y le dejé hablar. «¿Conocéis vosotras, hijas mías, algún profesor de dibujo que yo pueda recomendar?», dice el buen fabricante de dinero mientras da vueltas a la carta entre sus dedos cuajados de oro. Las tres jovencitas se miran y responden (con el inevitable ¡Oh! inglés): «¡Oh! no, papá, pero aquí está el señor Pesca...» Al oír pronunciar mi nombre no puedo contenerme; su recuerdo, querido amigo, se me sube a la cabeza como una oleada de sangre: doy un brinco sobre la silla y digo en el más correcto inglés al poderoso comerciante: «Estimado señor, conozco al hombre que necesita, al mejor profesor de dibujo del mundo. Recomiéndele usted sin falta para que salga la carta en el correo de la noche y envíele mañana mismo con todo su equipaje.» (¡Vaya frase inglesa!, ¿eh?) «Bueno, un momento, —dice el papá—, ¿es inglés o extranjero?» «Inglés hasta la médula de los huesos», respondo. «¿Honorable?» «Caballero —contesto con viveza, pues esta pregunta suena a insulto ya que él me conoce— la llama inmortal del genio arde en el alma de ese inglés, y lo que es más, ha brillado antes en la de su padre». «Eso no me importa», dice papá, aquel caníbal de oro. «Eso no me importa, señor Pesca. En este país no nos interesa el genio si no va acompañado de honorabilidad, pero si la hay, somos felices de ver un genio, verdaderamente felices. ¿Su amigo puede presentar referencias, cartas que acrediten su comportamiento?» Hago un gesto despectivo con la mano. «¿Cartas? —digo— ¡Dios me ampare! ¡Ya lo creo, ya! Montones de cartas, fajas de referencias si usted lo desea». «Con una o dos tenemos bastante —respondió aquel hombre lleno de flema y dinero—. Que me las envíe con su nombre y sus señas, y espere un poco, señor Pesca, antes de que vaya a ver a su amigo quiero darle un billete». «¿Un billete de banco? —le digo con indignación— Nada de billetes por favor, hasta que mi amigo inglés los haya ganado», «¿Billete de banco? —dice el papá, muy sorprendido—. Pero ¿quién habla de eso? Me refiero a que voy a escribir un billete, una nota que le explique sus obligaciones. Siga usted con su lección, Pesca, mientras copio lo que interesa de la carta de mi amigo». El hombre de mercancías y dinero se sienta con su pluma, tinta y papel y yo vuelvo al Infierno de Dante en compañía de las tres señoritas. Al cabo de diez minutos el billete está escrito y las crujientes botas del papá se alejan por el pasillo. Desde aquel momento ¡juro por mi fe, mi honor y mi alma que no me doy cuenta de nada! La idea feliz de que por fin he hallado mi oportunidad y de que el grato servicio que rindo a mi amigo más querido de este mundo ya es realidad casi, esta idea me sube a la cabeza y me embriaga. Cómo regreso ya con mis discípulas de la Región Infernal, ni cómo cumplo mis otros quehaceres, ni cómo mi frugal comida se desliza sola en mi garganta, no lo sé, es como si estuviera en la luna. Lo único importante es que estoy aquí, con la nota del omnipotente comerciante en mi mano, y que me siento inmenso como la vida misma, ardiente como el fuego y feliz como un rey. ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Bien, bien, bien, muy bien!

Y el profesor agitó la nota con las condiciones sobre su cabeza, rematando su largo y fogoso relato con su estridente imitación italiana del alegre hurra británico.

Entonces mi madre se levantó de su asiento y, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, cogió las dos manos del profesor y le dijo emocionada:

—Mi querido, mi querido Pesca, nunca había dudado de su sincero afecto hacia Walter; pero ahora estoy más convencida de ello que nunca.

—Desde luego que estamos muy agradecidas al profesor Pesca por lo que ha hecho por Walter —añadió Sarah, y con estas palabras hizo el movimiento de incorporarse como queriendo acercarse al sillón de Pesca también, pero al ver a éste besar con efusión las manos de mi madre se puso seria y volvió a hundirse en su asiento. «Si se permite con mamá estas familiaridades, sabe Dios las que se tomará conmigo». Los rostros a veces dicen la verdad; y, sin duda, esto fue lo que pensaba Sarah mientras volvía a sentarse.

A pesar de que yo también sentía verdadero agradecimiento por el afecto de Pesca, no experimentaba la alegría que debiera producirme la perspectiva del nuevo empleo que se me ofrecía. Cuando el profesor acabó de besar las manos de mi madre y cuando yo le di las gracias por su intervención, le pedí que me dejara echar un vistazo al billete que su respetable señor me dirigía.

Pesca me alargó el papel con un gesto de triunfo.

—¡Lea! —me dijo el hombrecillo majestuosamente— Le aseguro, amigo mío, que la misiva del papá de oro le hablará con lenguaje de trompetas.

La nota estaba redactada en términos lacónicos, contundentes y, en todo caso inteligibles. Se me comunicaba:

Primero. Que el caballero Frederich Fairlie, de la casa Limmeridge, en Cumberland, desea contratar por un período de cuatro meses como mínimo un profesor de dibujo de reconocida competencia.

Segundo. Que este profesor deberá encargarse de dos clases de trabajo. La enseñanza de pintura a la acuarela a dos señoritas y dedicará las demás horas de trabajo a la restauración de una valiosa colección de dibujos que ha alcanzado un estado de abandono total.

Tercero. Que los honorarios que se ofrecen a la persona que acepta a su cargo y cumplirá debidamente con dichos trabajos serán de cuatro guineas a la semana; que residirá en Limmeridge; que se le concederá el trato correspondiente a un caballero.

Cuarto y último. Que se abstenga de solicitar esta colocación la persona que sea incapaz de presentar las referencias más indispensables respecto a su persona y aptitudes. Tales referencias se enviarán a Londres, a casa del amigo del señor Fairlie, que está autorizado para efectuar todos los trámites definitivos.

A estas instrucciones seguían el nombre y señas del patrón de Pesca en Portland, y aquí la nota —o el billete— terminaba.

Ciertamente, esta oferta de un empleo fuera de la ciudad resultaba atractiva. El trabajo prometía ser tan fácil como agradable; además, la proposición llegaba en otoño, en la época del año en que yo estaba menos ocupado; la remuneración, según mi propia experiencia en esta profesión, era sorprendentemente generosa. Yo lo comprendía; comprendía que debería considerarme muy afortunado si llegaba a ocupar aquel puesto, pero tan pronto como hube leído la nota sentí una inexplicable inapetencia de hacer algo por conseguirlo. Nunca antes mi deber y mi gusto se habían encontrado en una divergencia tan irreconciliable y dolorosa.

—¡Oh Walter! Nunca tuvo tu padre una suerte como esta —dijo mi madre, devolviéndome la nota después de leerla.

—¡Conocer a una gente tan distinguida y, encima, esta gentileza suya, para tratarse de igual a igual! —añadió Sarah, enderezándose en su silla.

—Sí, sí, las condiciones parecen bastante tentadoras en todos los aspectos —añadí con cierta impaciencia —pero antes de enviar mis referencias me gustaría reflexionar un poco...

—¡Reflexionar! —exclamó mi madre—, Pero Walter, ¿qué dices?

—¡Reflexionar! —repitió Sarah detrás de ella—, ¡Cómo se te ocurre pensarlo siquiera!

—¡Reflexionar! —tomó la palabra el profesor—. ¿Sobre qué se ha de reflexionar? ¡Contésteme! ¿No se quejaba usted de su salud, y no suspiraba por lo que usted llama el sabor de la brisa campestre? ¡Vamos! Si este papel que tiene en su mano le ofrece todas las bocanadas de la brisa campestre que puede respirar durante cuatro meses hasta sofocarse. ¿No es así? ¿Eh? También quería dinero. ¡De acuerdo! ¿Cuatro guineas semanales le parecen una tontería? ¡Dios misericordioso! ¡Que me las den a mí y ya verán ustedes como crujen mis botas tanto como las del papá de oro, y con plena conciencia de la descomunal opulencia del que las gasta! Cuatro guineas cada semana sin contar la encantadora presencia de dos señoritas jóvenes, sin contar la cama, el desayuno, la cena, los magníficos tés ingleses y meriendas, la espumeante cerveza, todo a cambio de nada, oiga, ¡Walter, querido amigo!, ¡que el diablo me lleve! ¡Por primera vez en mi vida mis ojos no me sirven para verle y para asombrarme de usted!

Ni la evidente sorpresa de mi madre ante mi actitud fervorosa, ni la relación que Pesca me hacía de los beneficios que el nuevo empleo me brindaba, consiguieron hacer tambalear mi irrazonable resistencia a la idea de viajar hacia Limmeridge. Cuando todas las débiles objeciones que se me ocurrían eran rebatidas una tras otra, ante mi completo desconcierto, intenté erigir un último obstáculo preguntando qué sería de mis alumnos de Londres durante el tiempo que me dedicase a enseñar a copiar del natural a las señoritas Fairlie.

La respuesta fue fácil: la mayoría de ellos estarían fuera haciendo sus habituales viajes de otoño, y los que no salieran de la población podrían dar clase con un compañero mío, de cuyos discípulos me encargué yo una vez, bajo circunstancias similares. Mi hermana me recordó que aquel caballero me había ofrecido expresamente sus servicios si este año se me ocurría hacer algún viaje en verano; mi madre muy seria, me increpó diciendo que no tenía derecho a jugar con mis intereses ni con mi salud, por un capricho absurdo; y Pesca me imploró que no hiriera su corazón al rechazar el primer servicio que él pudo rendir, en señal de su agradecimiento, al amigo que le había salvado la vida.

La sinceridad y franco afecto que inspiraban estos discursos hubieran sido capaces de conmover a cualquiera que tuviese un átomo de sentimiento en su composición.

Aunque yo no pude combatir mi extraña perversidad, por lo menos fui lo suficientemente honrado como para avergonzarme de todo corazón y puse fin a la discusión complaciendo a todos: cedí y prometí cumplir lo que todos los presentes esperaban de mí.

El resto de la velada se consumió con cierto regocijo en hacer jubilosas suposiciones sobre mi futura convivencia con las dos señoritas de Cumberland. Pesca, inspirado con nuestro grog, que cinco minutos después de haber bajado por su garganta obraba los milagros más sorprendentes con su cabeza, quiso demostrarnos que era todo un inglés emitiendo una serie de brindis que se sucedían con rapidez, en los que hacía votos por la salud de mi madre, de mi hermana, de la mía, y por la salud de todos a la vez, del señor Fairlie y de sus hijas; inmediatamente después se dio las gracias a sí mismo con mucho énfasis en nombre de todos los presentes.

—Un secreto, Walter —me dijo mi amigo cuando los dos caminábamos hacia nuestras casas, en tono confidencial. —Estoy excitado por mi propia elocuencia. Mi pecho rebosa de ambiciones. Ya verá cómo me eligen un día miembro de su noble Parlamento. ¡Es el sueño de toda mi vida: ser el ilustrísimo señor Pesca, Miembro del Parlamento!

A la mañana siguiente envié al patrón del profesor mis referencias. Pasaron tres días; y llegué a la conclusión —para mi secreta satisfacción— de que mis informes no habían resultado bastante convincentes. Sin embargo al cuarto día llegó la respuesta. Se me comunicaba que el señor Fairlie aceptaba mis servicios y me instaba a partir para Cumberland de inmediato. En la posdata se especificaba clara y minuciosamente todas las instrucciones necesarias para emprender el viaje.

Hice los preparativos de mi viaje sin la menor ilusión, para salir de Londres por la mañana del día siguiente. Al atardecer se presentó Pesca, camino de una cena festiva, a despedirme.

Cuando usted no esté aquí, mis lágrimas se secarán —dijo alegremente— al pensar que fue mi mano feliz la que le dio el primer empujón en su camino de glorias y riquezas. ¡En marcha, amigo mío! ¡Cuándo su sol brille en Cumberland, métalo en casa, en nombre de Dios! Cásese con una de las señoritas y llegará a ser el honorable Hartright, M. P. Y cuando esté en la cumbre de la gloria, recuerde que Pesca, desde abajo, le mostró el sendero para alcanzarla.

Traté de sonreír a mi diminuto amigo siguiéndole su broma, pero no estaba mi espíritu para sonrisas. Algo en mi interior temblaba penosamente, mientras aquél me dedicaba su alegre despedida.

Cuando me dejó, lo único que me quedaba por hacer era encaminarme hacia la casa de Hampstead para despedirme de mi madre y mi hermana.

La dama de blanco (con índice activo)

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